80

Nueva York

El doctor John Felder estaba en su despacho del Departamento de Salud del ayuntamiento de Nueva York, en Lower Manhattan. Quedaba en el séptimo piso, en la División de Higiene Mental. Miró la ordenada salita, diciéndose que todo estaba en su sitio: los textos de consulta médica en las estanterías, bien alineados y sin polvo, los cuadros impersonales de la pared perfectamente nivelados, las sillas de delante de la mesa en el ángulo justo y el tablero sin nada innecesario.

Por lo general, el doctor Felder no recibía a nadie en su despacho. Casi todo su trabajo era de campo, por así decirlo: en áreas de confinamiento, calabozos y urgencias hospitalarias. Su pequeña consulta privada se encontraba en la parte baja de Park Avenue, pero aquella cita era una excepción. Para empezar, era Felder quien le había pedido que fuera a verle, no al revés. El psiquiatra había investigado sus antecedentes y la conclusión era más bien desconcertante. Quizá la invitación resultase un error. Aun así, aquel hombre parecía la clave, la única clave, del misterio de Constance Greene.

Llamaron a la puerta con dos golpes suaves. Echó un vistazo a su reloj de pulsera: las diez y media. Puntual. Se levantó y abrió la puerta.

La persona que esperaba que apareciese al otro lado no era como para resolver sus dudas. Se trataba de un hombre alto, delgado, vestido de forma impecable, con una palidez que impresionaba por el contraste con su traje negro. Sus ojos, tan pálidos como la piel, parecían observar a Felder con una mezcla de penetración, leve curiosidad y acaso cierta diversión.

Felder se sorprendió mirándole fijamente.

—Pase, por favor —dijo enseguida—. ¿Es usted el señor Pendergast?

—El mismo.

Le invitó a sentarse en una de las sillas, antes de hacer lo propio al otro lado de la mesa.

—Perdone, pero en realidad es «doctor Pendergast», ¿verdad? Me he tomado la libertad de hacer unas consultas.

Pendergast inclinó la cabeza.

—Tengo dos doctorados, pero la verdad es que prefiero mi denominación de las fuerzas del orden, la de agente especial.

—Aja.

Felder había entrevistado a muchos policías, pero nunca a un agente del FBI. No sabía muy bien por dónde empezar. Le pareció que no perdería nada si evitaba dar rodeos.

—¿Constance Greene es su pupila?

—En efecto.

Felder se apoyó en el respaldo, cruzando las piernas con naturalidad. Quería estar seguro de dar una impresión relajada, informal.

—Me gustaría que me hablase un poco sobre ella: dónde nació, qué infancia tuvo… Ese tipo de cosas.

Pendergast siguió observándole con la misma expresión neutra, que por alguna razón empezó a irritar a Felder.

—Es usted el psiquiatra que ha certificado su ingreso, ¿verdad? —preguntó Pendergast.

—Mi evaluación se presentó como prueba durante la vista de ingreso involuntario.

—Y aconsejó ingresarla.

Felder sonrió, compungido.

—Sí. Usted estaba invitado al juicio, pero tengo entendido que rehusó…

—¿Cuál fue exactamente su diagnóstico?

—Es bastante técnico…

—Hágame el favor.

Felder vaciló un segundo.

—De acuerdo. Eje I: esquizofrenia de tipo paranoide, continuada, con posible estado mórbido del Eje II por trastorno de personalidad esquizotipal, psiforia e indicios de fuga disociativa.

Pendergast asintió lentamente.

—¿Y en qué pruebas basa usted sus conclusiones?

—Dicho con sencillez, en el delirio de que es Constance Greene, una joven nacida hace casi un siglo y medio.

—Permítame hacerle una pregunta, doctor: ¿ha observado usted alguna discontinuidad o no conformidad en el contexto de su… esto… delirio?

Felder frunció el ceño.

—No estoy seguro de entenderle bien.

—¿Sus delirios guardan coherencia interna?

—Aparte, claro está, de la idea de que su hijo era malvado, sus delirios llaman la atención por su coherencia.

—¿Ella qué le ha contado, exactamente?

—Que su familia llegó de una granja del norte del estado y se instaló en la calle Water, donde ella nació a principios de la década de 1870. Que sus padres murieron de tuberculosis, y a su hermana la mató un asesino en serie. Que a ella, de huérfana, la acogió en su casa un antiguo residente del número 891 de Riverside Drive, sobre el que no tenemos constancia documental. Que a la larga fue usted quien heredó la casa, y pasó a ser responsable de su bienestar, por extensión.

Felder vaciló. Pendergast pareció tomar nota de su titubeo.

—¿Qué más le dijo sobre mí?

—Que la adoptó como pupila por sentimiento de culpa. Hubo un momento de silencio.

—Dígame una cosa, doctor Felder —acabó preguntando Pendergast—: ¿le contó algo Constance sobre su vida entre la primera época y el viaje en barco que acaba de realizar?

—No.

—¿Ningún dato? ¿Ni uno solo?

—Ni uno.

—En tal caso, le hago notar que no puede aceptarse un diagnóstico de trastorno de personalidad esquizotipal 295.30. A lo sumo, debería haber especificado usted trastorno esquizofreniforme en el diagnóstico del Eje II. Lo cierto es que no dispone usted de historial para su enfermedad, doctor; los delirios, como sabe, podrían tener un origen reciente, por ejemplo durante el crucero por el Atlántico.

Felder se inclinó hacia delante. Pendergast había dado el código exacto de diagnóstico DSM-IV de la esquizofrenia paranoide.

—¿Ha estudiado usted psiquiatría, agente especial Pendergast?

Pendergast se encogió de hombros.

—Es solo uno de tantos intereses.

A pesar de todo, Felder se sintió irritado. ¿A qué venía ese súbito interés en alguien que hasta entonces se había mostrado casi indiferente?

—Debo decirle —contestó— que califico sus conclusiones de superficiales, propias de un aficionado.

Los ojos de Pendergast brillaron.

—Siendo así, ¿puedo preguntarle sus motivos para importunarme con preguntas sobre Constance cuando ya la ha diagnosticado e ingresado?

—Pues…

Felder acusó la mirada penetrante de los ojos plateados.

—¿Simple curiosidad, tal vez? O bien… —Pendergast sonrió—. ¿En vistas a alguna publicación?

Felder se puso tenso.

—Si el caso presenta algo novedoso, naturalmente que me gustaría compartir mis experiencias con mis colegas a través de una publicación.

—Lo cual le aportaría prestigio… y quizá… —Fue como si los ojos de Pendergast titilaran de malicia—. Un puesto sustancioso en algún centro de investigación. Me consta que hace cierto tiempo que ambiciona usted un puesto de profesor adjunto en la Rockefeller University.

Felder se quedó de piedra. ¿Cómo podía haberse enterado, si era un secreto que no sabía ni siquiera su mujer?

En respuesta a su pregunta, aunque no la había formulado, Pendergast hizo un gesto displicente con la mano y dijo:

—También yo me he tomado la libertad de hacer algunas consultas.

Felder se ruborizó al oír que utilizaba su frase en su contra. Intentó recuperar la compostura.

—Mis objetivos profesionales no vienen al caso. La verdad es que nunca había visto un cuadro delirante con tal dosis de autenticidad. La enferma parece del siglo XIX: en su manera de hablar, de vestir, de caminar, en su actitud, y hasta en su forma de pensar. Por eso le he pedido que viniera. Quiero saber más sobre ella. ¿Qué traumas puede haber sufrido para desencadenarlo? ¿Cómo era antes? ¿Cuáles son las principales experiencias de su vida? ¿Quién es en realidad?

Pendergast siguió escrutándole sin decir nada.

—Y hay otra cosa. Mire lo que encontré en el archivo.

Felder abrió encima de la mesa una carpeta de cartulina, sacó una fotocopia del grabado del New York Daily Inquirer, «Pilludos jugando», y se la dio a Pendergast.

El agente del FBI la estudió atentamente y se la devolvió.

—Un parecido muy notable. ¿Fruto de la imaginación artística, tal vez?

—Fíjese en las caras —insistió Felder—. Son tan reales que tienen que estar dibujadas del natural.

Pendergast sonrió enigmáticamente, aunque a Felder le pareció detectar cierto respeto en sus ojos claros.

—Todo esto es muy interesante, doctor. —El agente hizo una pausa—. Quizá esté en situación de ayudarle… si me ayuda usted a mí.

Felder se dio cuenta de que se había aferrado a los brazos de la silla, sin saber muy bien por qué.

—¿Cómo?

—Constance es una persona muy frágil, emocional y psicológicamente. En las condiciones adecuadas, puede prosperar. En las equivocadas… —Pendergast le miró—. ¿Dónde está retenida en este momento?

—En una habitación individual del psiquiátrico de Bellevue. Están haciendo los trámites para trasladarla a la División de Salud Mental del correcional de Bedford Hills.

Pendergast sacudió la cabeza.

—Eso es un centro de máxima seguridad. En un lugar así, una persona como Constance se apagaría, y no haría sino empeorar.

—No tema que le hagan daño las demás reclusas, porque el personal…

—No lo digo por eso. Constance tiene propensión a brotes psicóticos repentinos, que pueden llegar a ser violentos. Un sitio como Bedford Hills no haría más que alimentarlos.

—Pues, entonces, ¿qué propone?

—Necesita un lugar cuyo ambiente se parezca al entorno al que está acostumbrada: cómodo, chapado a la antigua y sin tensiones. Pero al mismo tiempo, seguro. Necesita estar rodeada de cosas que conozca, siempre, claro está, dentro de un orden. En concreto, los libros son primordiales.

Felder sacudió la cabeza.

—Solo hay un sitio así: Mount Mercy, y está completo. Con una lista de espera muy larga.

Pendergast sonrió.

—Casualmente, me consta que hace menos de dos semanas que quedó una vacante.

Felder le miró.

—¿Ah, sí?

Pendergast asintió con la cabeza.

—Como psiquiatra encargado de su caso, podría saltarse la lista, valga la expresión, e ingresarla. Siempre que insistiera en que es el único lugar adecuado.

—Pues… me informaré.

—Hará algo más que informarse. Yo, a cambio, le haré partícipe de cuanto sé acerca de Constance, que es mucho, y de un interés psiquiátrico que ni en sus más desaforados sueños ha podido imaginar. Que sea o no información publicable dependerá de usted… y de su discreción.

Felder sintió que se le aceleraba el pulso.

—Gracias.

—Soy yo quien se las da. Que tenga usted un buen día, doctor Felder. Volveremos a vernos… una vez que Constance esté instalada y a salvo en Mount Mercy.

Felder miró cómo el agente salía del despacho, cerrando la puerta silenciosamente. Qué raro. También él parecía salido del siglo XIX. Se preguntó por primera vez quién, en realidad, había dirigido la reunión, esa que él se había esforzado tanto en concertar… y de quién eran los objetivos cumplidos.

Pantano de sangre
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