14

Plantación Penumbra

—¿El señor desea otra taza de té?

—No, gracias, Maurice.

Pendergast contempló los restos de una cena temprana —succotash, guisantes y jamón con salsa de café— con extremo agrado. Al otro lado de las ventanas altas del comedor, la noche caía sobre las tuyas y los cipreses. De algún lugar de la oscuridad llegaba el largo y complicado canto de un sinsonte.

Se limpió con una servilleta blanca de tela las comisuras de los labios y se levantó de la mesa.

—Ahora que ya he comido, ¿podrías mostrarme la carta que ha llegado esta tarde a mi nombre?

—Por supuesto, señor.

Maurice salió del comedor y volvió al poco rato con una carta. Estaba muy arrugada, ya que la habían devuelto en más de una ocasión. A juzgar por el matasellos, había tardado casi tres semanas en llegar a sus manos. Aunque no hubiera reconocido la letra, elegante y anticuada, los sellos chinos habrían identificado al remitente: Constance Greene, su pupila, que en aquel momento residía en un remoto monasterio tibetano con su hijo pequeño. Rasgó el sobre con el cuchillo, sacó la única hoja de papel que contenía y leyó el mensaje.

Querido Aloysius:

Desconozco la índole exacta del trance por el que estás pasando, pero he visto en sueños que estás sufriendo mucho, o lo harás pronto, y lo siento en el alma. Para los dioses, somos como moscas en manos de niños caprichosos: nos matan por diversión.

Pronto volveré. Intenta descansar; todo está controlado. Y lo que no lo está, lo estará pronto.

Quiero que sepas que pienso en ti. Estás en mis oraciones, o lo estarías si rezase.

CONSTANCE

Pendergast releyó la carta, ceñudo.

—¿Ocurre algo, señor? —preguntó Maurice.

—No estoy seguro.

Tras unos momentos en los que pareció reflexionar sobre la carta, la dejó y se volvió hacia su factótum.

—En fin, Maurice, desearía que te reunieras conmigo en la biblioteca.

El anciano, que estaba quitando la mesa, se quedó inmóvil.

—¿Señor?

—Se me ha ocurrido que podríamos tomarnos una copa de jerez y recordar los viejos tiempos. Me encuentro de un humor nostálgico.

El carácter sumamente insólito de la invitación se reflejó en el rostro de Maurice.

—Gracias, señor. Si me permite acabar de despejar la mesa…

—Perfecto. Yo bajaré a la bodega y buscaré una buena botella llena de moho.

La botella resultó ser más que buena: un Hidalgo Oloroso Viejo VORS. Pendergast bebió un sorbo de su copa, admirando la complejidad del jerez: madera, fruta, con un final que parecía eternizarse en el paladar. Maurice estaba sentado al otro lado de la antigua alfombra de seda de Kashan, en una otomana, muy tieso y erguido en su uniforme de mayordomo, cómicamente incómodo.

—¿El jerez es de tu agrado? —preguntó Pendergast.

—Excelente, señor —contestó el mayordomo, antes de beber un nuevo sorbo.

—Entonces bebe, Maurice, seguro que va bien para combatir la humedad.

Maurice obedeció.

—¿Quiere que ponga otro tronco en el fuego?

Pendergast sacudió la cabeza y volvió a mirar la sala.

—Parece mentira que volver aquí despierte tal cantidad de recuerdos.

—Estoy seguro de ello, señor.

Pendergast señaló un gran globo terráqueo con armazón de madera.

—Recuerdo, por ejemplo, una agria discusión con la institutriz acerca de si Australia era o no un continente. Ella insistía en que solo era una isla.

Maurice asintió con la cabeza.

—Y la exquisita vajilla de Wedgwood que había en la última repisa de aquella estantería. —Pendergast señaló con la cabeza—. Recuerdo el día en el que mi hermano y yo reprodujimos el asalto romano a Silvium. El arma de asedio construida por Diógenes resultó quizá demasiado eficaz. La primera andanada aterrizó justo en aquella repisa. —Pendergast sacudió la cabeza—. Todo un mes castigados sin cacao.

—Lo recuerdo perfectamente, señor —asintió Maurice, acabándose la copa.

Parecía que el jerez empezaba a hacerle efecto. Pendergast volvió a llenar las copas.

—No, no, insisto —dijo ante las protestas de Maurice.

El mayordomo asintió con la cabeza y se lo agradeció con un murmullo.

—Esta sala siempre fue el punto central de la casa —dijo Pendergast—. Fue donde celebramos mi fiesta por haber obtenido las mejores notas en Lusher. Y donde mi abuelo solía practicar sus discursos… ¿Te acuerdas de que nos sentábamos todos a su alrededor y hacíamos de público, aplaudiendo y silbando?

—Como si fuera ayer. Pendergast bebió un poco más.

—Y fue donde ofrecimos la recepción después de la ceremonia nupcial en los jardines.

—Sí, señor.

La anterior reserva de Maurice se había relajado un poco. Parecía sentado con más naturalidad en la otomana.

—A Helen también le encantaba esta sala —prosiguió Pendergast.

—En efecto.

—Aún me acuerdo de todas las noches que pasaba aquí, investigando o poniéndose al día con las revistas técnicas.

Por el rostro de Maurice pasó una sonrisa melancólica y pensativa.

Pendergast examinó su copa, y el líquido de color otoñal que contenía.

—Podíamos pasarnos horas sin hablar, disfrutando de estar aquí juntos. —Hizo una pausa y, despreocupadamente, preguntó—: Maurice, ¿mi esposa te habló alguna vez de su vida antes de conocerme?

Maurice se acabó la copa y la dejó con un gesto delicado.

—No. No era muy habladora.

—¿Qué es lo que más recuerdas de ella?

Pensó un poco.

—El té de escaramujo que le servía. Esta vez fue Pendergast quien sonrió.

—Sí, era su preferido. Parecía que no se cansara nunca. La biblioteca siempre olía a escaramujo. —Olfateó. Ahora la sala solo huele a polvo, humedad y jerez—. Me temo que me ausenté con más frecuencia de la deseable. A menudo me pregunto cómo se divertía Helen en esta casa tan vieja y fría cuando yo estaba de viaje.

—A veces ella también se iba de viaje por trabajo, señor. Aunque pasaba mucho tiempo aquí —dijo Maurice—. Le echaba tanto de menos…

—¿De verdad? Como siempre se hacía la valiente…

—En ausencia del señor, siempre me la encontraba aquí —dijo—, mirando los pájaros.

Pendergast hizo una pausa.

—¿Los pájaros?

—Sí, ya me entiende. El favorito de su hermano, antes de… de que llegara la mala época. El libro grande de aquel cajón, el de los grabados de pájaros.

Señaló con la cabeza un cajón en la base de un viejo aparador de nogal.

Pendergast frunció el ceño.

—¿El Gran Folio de Audubon?

—Ese mismo. Yo le servía el té, pero ella casi no se fijaba en mi presencia. Pasaba las páginas durante horas.

Pendergast dejó la copa con cierta brusquedad.

—¿Te habló alguna vez de su interés por Audubon? ¿Te hizo alguna pregunta?

—De vez en cuando, señor. Le fascinaba la amistad del tatarabuelo con Audubon. Era bonito ver que se interesaba tanto por la familia.

—¿El tatarabuelo Boethius?

—Exacto.

—¿Cuándo fue eso, Maurice? —preguntó Pendergast al cabo de un momento.

—Veamos… poco después de que se casaran, señor. Quiso ver los documentos.

Pendergast dejó transcurrir un instante y dio un sorbo, pensativo.

—¿Documentos? ¿Cuáles?

—Los que están allí dentro, en el cajón, debajo de los grabados. Siempre estaba consultando aquellos documentos y cuadernos antiguos. Y el libro.

—¿Te dijo alguna vez por qué?

—Supongo que admiraba los dibujos. Son unos pájaros preciosos, señor Pendergast. —Maurice bebió un poco más de jerez—. A propósito… ¿no fue allí donde se conocieron? ¿En la casa Audubon de la calle Dauphine?

—Sí, en la exposición de grabados de Audubon. Pero entonces no parecía que le interesaran mucho. Me dijo que solo había ido porque daban vino y queso gratis.

—Ya conoce a las mujeres; les gusta tener sus secretos.

—Eso parece —admitió Pendergast en voz muy baja.

Pantano de sangre
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