39
Nueva York
Eran las siete y cuarto de la mañana, pero la división XV de homicidios ya estaba en plena actividad, tomando nota de los posibles asesinatos y crímenes de la noche anterior, que no eran pocos, y reuniéndose en las zonas de descanso para hablar de cómo iban las investigaciones abiertas. La capitana Laura Hayward, sentada a su escritorio, estaba acabando un informe mensual más exhaustivo de lo acostumbrado para el jefe de policía. El pobre hombre era nuevo, venía de Texas, y Hayward era consciente de que agradecería un poco de respaldo burocrático.
Acabó el informe, lo guardó y bebió un poco de café. Ni siquiera estaba tibio. La capitana ya llevaba más de una hora en el despacho.
Mientras dejaba el vaso, sonó su móvil; el privado, no el oficial. Solo había cuatro personas que tuvieran ese número: su madre, su hermana, el abogado de la familia… y Vincent D'Agosta.
Lo sacó del bolsillo de la chaqueta y lo miró. Normalmente, con lo puntillosa que era con el protocolo, no lo habría cogido en horas de trabajo, pero esta vez cerró la puerta del despacho y abrió el teléfono.
—¿Diga? —contestó.
—Laura. —Era la voz de D'Agosta—. Soy yo.
—¿Va todo bien, Vinnie? Anoche me quedé un poco preocupada de que no llamaras.
—Sí, todo bien. Perdona. Es que la cosa se puso un poco… acelerada.
Hayward volvió a sentarse detrás de la mesa.
—Cuéntamelo.
Hubo una pausa.
—Hemos encontrado el Marco Negro.
—¿El cuadro que buscabais?
—Sí; al menos creo que sí.
No parecía demasiado ilusionado; más bien irritado.
—¿Y cómo lo habéis encontrado?
Otra pausa.
—Pues… hum… entrando sin permiso.
—¿Entrando sin permiso?
—Sí.
Empezaron a dispararse las alarmas.
—¿Cómo? ¿Cuando ya estaba cerrado?
—No. Lo hicimos ayer por la tarde.
—Sigue.
—Lo planeó Pendergast. Entramos haciéndonos pasar por inspectores de Obras Públicas, y Pendergast…
—He cambiado de idea. No quiero saber nada. Cuéntame qué pasó después de conseguir el cuadro.
—Verás, por eso no pude llamar a la hora habitual. Al salir de Baton Rouge nos dimos cuenta de que nos seguían, y empezamos a correr como locos por los pantanos de…
—¡Eh, Vinnie! Para un momento, por favor. —Era justo lo que había temido—. Creía que me habías prometido que tendrías cuidado, y que no te dejarías arrastrar por las excentricidades de Pendergast.
—Ya lo sé, Laura. Y no lo he olvidado. —Otra pausa—. Al saber que estábamos cerca del cuadro, realmente cerca, decidí que haría casi cualquier cosa para ayudar a resolver el misterio y volver contigo.
Hayward suspiró y sacudió la cabeza.
—¿Después qué pasó?
—Nos quitamos de encima al que nos perseguía. No volvimos a Penumbra hasta medianoche. Llevamos a la biblioteca la caja de madera que habíamos cogido y la pusimos encima de una mesa. Es increíble lo meticuloso que fue Pendergast. En vez de abrirla con una palanca, usamos unas herramientas diminutas que harían bizquear hasta a un joyero. Tardamos horas. En algún momento debió de entrar humedad, porque el cuadro estaba pegado a la madera por la parte de atrás, así que aún tardamos más en desprenderlo.
—Pero ¿era el Marco Negro?
—El marco era negro, en efecto, pero el lienzo estaba cubierto de moho, y tan sucio que no se veía nada. Pendergast cogió algodones, pinceles y varios disolventes y productos de limpieza, y empezó a retirar la suciedad. A mí no me dejó ni tocarlo. Al cabo de un cuarto de hora, más o menos, consiguió despejar una parte pequeña de la pintura, y…
—¿Qué?
—Se quedó tieso de repente. Me echó de la biblioteca y se encerró con llave.
—¿Sin más?
—Sin más; así que me quedé en el pasillo, sin poder ponerle la vista encima al cuadro.
—Siempre te he dicho que este tío no está muy bien de la cabeza.
—Reconozco que es un poco peculiar. Como ya debían de ser las tres de la madrugada, lo mandé todo a la mierda y me fui a la cama. Cuando me he despertado esta mañana, Pendergast seguía dentro, trabajando.
Hayward sintió que empezaba a indignarse.
—Típico de Pendergast. Vinnie, reconoce que no se comporta como un amigo.
Oyó que D'Agosta suspiraba.
—Me he recordado que estamos investigando la muerte de su mujer, y que para él todo esto debe de ser muy duro… Además, sí que es amigo mío, aunque lo demuestre de manera extraña. —Hizo una pausa—. ¿Alguna novedad sobre Constance Greene?
—Está encerrada en la prisión del hospital de Bellevue. He hablado con ella, y sigue afirmando que tiró a su bebé por la borda.
—¿Te ha dicho por qué?
—Sí. Dice que era malo. Como su padre.
—Caramba. Sabía que estaba loca, pero no tanto.
—¿Cómo se lo ha tomado Pendergast?
—No sabría decírtelo. Con él siempre es igual. Exteriormente, casi no parece que le haya afectado.
Hubo un breve silencio. Hayward se preguntó si convenía presionarle para que volviera, pero no quería agravar sus preocupaciones.
—Hay otra cosa —dijo D'Agosta.
—¿Qué?
—¿Te acuerdas de aquel hombre del que te hablé, Blackletter? ¿El que había sido jefe de Helen Pendergast en Médicos con Alas?
—¿Qué le pasa?
—Anteayer por la noche le asesinaron en su casa. Dos cartuchos del doce a bocajarro; las tripas le salieron por la espalda.
—Dios mío.
—Espera, aún hay más. ¿Sabes? John Blast, ese tío repelente que fuimos a ver en Sarasota. Yo había dado por supuesto que era él quien nos seguía, pero acabo de oír en las noticias que también le han pegado un tiro; ayer mismo, más o menos a la misma hora en la que nosotros pillábamos el cuadro. A ver si lo adivinas: otra vez dos cartuchos del 12.
—¿Tienes alguna idea de qué ocurre?
—Al enterarme de que le habían pegado un tiro a Blackletter, pensé que Blast estaba detrás de todo, pero ahora que también él ha muerto…
—Eso tienes que agradecérselo a Pendergast. Por donde va siempre hay problemas.
—Espera un segundo. —Pasaron unos veinte segundos de silencio antes de que se oyera otra vez la voz de D'Agosta—. Es Pendergast. Acaba de llamar a mi puerta. Dice que el cuadro está limpio y quiere saber mi opinión. Te quiero, Laura. Esta noche te llamo. Y colgó.