78
Hayward esperaba, sentada en la camilla de la sala llena de instrumental médico. Los otros ocupantes del reluciente y vasto espacio —June Brodie y su marido, siempre callado— escuchaban y esperaban como estatuas, en la pared del fondo. De vez en cuando se oía una voz —un grito de rabia o desesperación, o una risa extraña, atropellada—, pero casi no se filtraba por las gruesas paredes, a todas luces insonorizadas.
Desde su privilegiado observatorio, Hayward veía ambas salidas: la que llevaba al despacho de Slade, y la otra, la de la escalera por donde se salía a la noche. No olvidaba ni por un momento que en algún lugar seguía habiendo otro tirador y que podía irrumpir por la escalera en cualquier instante. Levantó la pistola y comprobó que estuviera cargada.
Una vez más, desvió la vista hacia la puerta por donde habían desaparecido Pendergast y Slade. ¿Qué pasaba? Casi nunca se había encontrado tan mal: completamente exhausta, cubierta de barro reseco y con un dolor terrible en la pierna, que aumentaba a medida que se le pasaban los efectos del analgésico. Al menos habían pasado diez minutos desde que se habían ido; tal vez un cuarto de hora, pero un sexto sentido le aconsejaba obedecer la perentoria orden de Pendergast de quedarse donde estaba. El le había prometido no matar a Slade. Al margen de otras consideraciones, quería convencerse de que Pendergast era un caballero, fiel a su palabra.
En ese momento detonó una pistola: un solo disparo cuya sorda vibración hizo temblar la sala. Hayward levantó su arma.
June Brodie corrió gritando hacia la puerta.
—¡Espere! —ordenó Hayward—. Quédese donde está.
No hubo más ruidos. Pasó un minuto. Dos. Después se oyó el sonido, suave pero nítido, de una puerta que se cerraba. Al cabo de un momento, sonaron pasos casi imperceptibles en la moqueta del pasillo. Hayward se irguió en la camilla, con el corazón desbocado.
El agente Pendergast cruzó la puerta.
Hayward le miró fijamente. Bajo la gruesa costra de fango, estaba más pálido de lo habitual, pero por lo demás no parecía herido. El agente les miró a los tres, uno tras otro.
—¿Slade…? —preguntó Hayward.
—Muerto —fue la respuesta.
—¡Le ha matado! —chilló June Brodie.
Corrió al pasillo, pasando al lado del agente, que no hizo nada para detenerla.
Hayward bajó de la camilla, haciendo caso omiso de la punzada de dolor en la pierna.
—Hijo de puta, me había prometido…
—Ha muerto por su propia mano —dijo Pendergast.
Hayward se calló.
—¿Suicidio? —preguntó el señor Brodie, hablando por primera vez—. No puede ser.
Hayward miró a Pendergast fijamente.
—No me lo creo. Le dijo a Vinnie que le mataría… y le ha matado.
—Correcto —respondió Pendergast—. Es verdad que lo juré. Aun así, lo único que he hecho ha sido hablar con él. La acción ha corrido de su cargo.
Hayward abrió la boca para decir algo, pero acabó cerrándola. De pronto ya no quería saber nada más. ¿Qué significaba «hablar con él»? Se estremeció.
Pendergast la observaba atentamente.
—Capitana, recuerde que Slade ordenó el asesinato. No lo ejecutó. Aún tenemos trabajo.
Al cabo de un momento reapareció June Brodie. Lloraba en silencio. Su marido se acercó y le pasó un brazo por el hombro para consolarla, pero ella se apartó.
—Ya no hay ninguna razón para quedarnos aquí —dijo Pendergast a Hayward. Se volvió hacia June—. Lo siento, pero tendremos que tomar prestada su lancha. Nos ocuparemos de que se la devuelvan mañana.
—Una docena de policías armados hasta los dientes, supongo —replicó amargamente ella.
Pendergast sacudió la cabeza.
—Nadie más tiene por qué saber esto. Usted ha cuidado a un loco durante sus últimas penalidades, y, por lo que a mí respecta, ahí empieza y acaba la cosa. No hay necesidad de informar del suicidio de un hombre que ya estaba oficialmente muerto. Usted y su marido tendrán que inventarse alguna historia coherente para evitar que se interesen de forma oficial por ustedes, o por Spanish Island.
—Loco —le interrumpió June Brodie, casi escupiendo esa palabra—. Usted le llama así, pero era más que eso, mucho más.
Era una buena persona. Hizo buenas obras, obras maravillosas; y si yo hubiera conseguido curarle, habría vuelto a hacerlas. He intentado explicárselo, pero usted no me ha escuchado. No me ha escuchado…
Se le quebró la voz. Hizo un esfuerzo por recuperar la compostura.
—Su dolencia era incurable —dijo Pendergast, con cierta amabilidad—. Y me temo que sus devaneos experimentales no podrían hacer olvidar de ningún modo el asesinato a sangre fría.
—¡Devaneos! ¿Devaneos? ¡Hizo esto!
Brodie se clavó un dedo en el pecho.
—¿Esto? —preguntó Pendergast.
En su cara embadurnada de fango apareció una sorpresa que se disipó de golpe.
—Si tanto sabe de mí, seguro que estaba al corriente de mi estado —dijo ella.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Esclerosis lateral amiotrófica. Ahora lo entiendo. Es la respuesta a la última pregunta que me quedaba: por qué se fue al pantano antes de que enloqueciera Slade.
—No entiendo —dijo Hayward.
—La enfermedad de Lou Gehrig. —Pendergast se volvió hacia la señora Brodie—. En este momento, por lo que parece, no sufre usted ninguno de sus síntomas.
—No tengo síntomas porque ya no estoy enferma. Después de recuperarse, Charles tuvo una época de… genialidad. De una genialidad increíble. Es el efecto de la gripe aviar. Tuvo ideas, ideas maravillosas. Ideas para ayudarme a mí… y a otros. Creó un tratamiento para la ELA, usando proteínas complejas criadas en cubas de células vivas. El primero de lo que ahora llaman fármacos «biotecnológicos». Charles fue el primero en elaborarlos, él solo, con diez años de adelanto. Tuvo que retirarse del mundo para hacer su obra. Lo hizo aquí, todo aquí.
—Ahora entiendo que esta sala parezca mucho más que una clínica —dijo Pendergast—. Es un laboratorio experimental.
—Sí. Al menos lo era, antes… antes de que Charles cambiara.
Hayward se volvió hacia ella.
—Es increíble. ¿Por qué no se lo ha contado a nadie?
—Imposible —dijo la señora Brodie, casi susurrando—. El lo tenía todo en la cabeza. Por mucho que se lo suplicamos, nunca lo puso por escrito. Luego empeoró, y ya fue demasiado tarde. Por eso yo quería conseguir que volviera a ser como antes. El me quería. Me curó. Y ahora se ha llevado el secreto a la tumba.
Cuando zarparon de Spanish Island, unas espesas nubes cubrían la luna. Había poca luz, tanto para un francotirador cuanto para un piloto. Pendergast mantuvo la velocidad del barco al mínimo; el ruido del motor era casi inaudible mientras atravesaban la frondosa vegetación. Hayward iba sentada a proa, junto a unas muletas que habían cogido en la cabaña. Pensaba en silencio.
Pasó cerca de media hora sin que pronunciaran ni una sola palabra. Finalmente, Hayward salió de sus cavilaciones y se volvió hacia Pendergast, que pilotaba en la consola trasera.
—¿Por qué lo hizo Slade? —preguntó.
Los ojos de Pendergast relucieron un poco al mirarla.
—Me refiero a desaparecer —añadió Hayward—. A esconderse en este pantano.
—Debía de saber que estaba infectado —repuso Pendergast al cabo de un momento—. Ya había visto qué les había ocurrido a los demás. Se dio cuenta de que se volvería loco… o algo peor, y quiso asegurarse de poder controlar de algún modo los cuidados a los que le sometiesen. Spanish Island era una elección perfecta. Si aún no la habían descubierto, ya no la descubrirían. Y al haberla usado anteriormente de laboratorio, ya contaba con gran parte del instrumental que necesitaría él. No cabe duda de que albergaba esperanzas de curarse. Es posible que curase a June Brodie mientras intentaba descubrir el remedio de su enfermedad.
—Entiendo, pero ¿qué falta hacía todo ese montaje? Escenificar su muerte y la de la señora Brodie… Me refiero a que no era un fugitivo de la ley, ni nada por el estilo.
—No, de la ley no. Es cierto que parece una reacción muy drástica, pero en esas circunstancias no se suele pensar con claridad.
—Bueno, el caso es que ahora está muerto —añadió Hayward—. ¿Ha encontrado usted algo de paz?
Al principio el agente no contestó. Cuando lo hizo, su voz era monótona, inexpresiva.
—No.
—¿Por qué no? Ha resuelto el misterio y ha vengado el asesinato de su mujer.
—Acuérdese de lo que ha dicho Slade: en el futuro me espera una sorpresa. Solo podía referirse al segundo tirador, el que sigue ahí, en alguna parte. Mientras ande suelto, será un peligro para usted, para Vincent y para mí. Además… —Hizo una pausa—. Hay otra cosa.
—Siga.
—Mientras quede una persona, una sola, con responsabilidad en la muerte de Helen, no podré descansar.
Hayward le miró, pero de pronto Pendergast fijaba la vista en otro sitio. Parecía extrañamente cautivado por la luna llena, que había salido de detrás de las nubes, y se ponía al fin en el pantano. Unas listas de luz iluminaron un instante su rostro en el momento en el que la esfera se hundía en la densa vegetación.
Después, cuando la luna acabó desapareciendo bajo el horizonte, la luz se extinguió y el pantano volvió a sumirse en la oscuridad.