79

Malfourche, Mississippi

La lancha militar, con Pendergast al timón, se metió en un amarre desocupado del otro lado de la ensenada, frente al embarcadero del bar de Tiny. Casi era mediodía. El sol derramaba un calor y una humedad inusitados en todos los rincones del fangoso muelle.

Tras saltar a tierra, Pendergast amarró el barco, ayudó a Hayward a bajar al atracadero y le tendió sus muletas.

Aunque aún fuera por la mañana, ya se oían acordes de música country and western que salían del destartalado Bait'n'Bar del otro lado del muelle. Pendergast sacó la escopeta corredera de calibre 12 de June Brodie y la levantó por encima de su cabeza.

—¿Qué hace? —preguntó Hayward, en equilibrio sobre sus muletas.

—Llamar la atención de todo el mundo. Como le he dicho antes, tenemos cuestiones pendientes.

Un enorme estallido acompañó el disparo hecho al aire. Unos instantes después empezó a aparecer gente por la puerta del Bait'n'Bar, como avispones saliendo de su nido, muchos de ellos con una cerveza en la mano. A Tiny y Larry no se les veía por ninguna parte. En cambio, el resto de la panda estaba en pleno, observó Hayward. Sintió leves náuseas al acordarse de sus caras sudorosas y lascivas. El nutrido grupo les miró en silencio.

Se habían lavado antes de salir de Spanish Island. June Brodie le había dado a Hayward una blusa limpia. A pesar de todo, la capitana tuvo la seguridad de que todavía tenían un aspecto sucio.

—¡Vamos, chicos, venid todos a ver esto! —dijo en voz alta Pendergast, yendo hacia el bar de Tiny y hacia los otros amarres por el embarcadero.

Titubeantes, desconfiados, los hombres se fueron acercando, hasta que uno de ellos, el más valiente del grupo, se separó del resto. Era un hombre corpulento, de aspecto peligroso, con una cara pequeña de hurón sobre un cuerpo grande y amorfo.

Sus ojos, azules y suspicaces, les miraron fijamente.

—¿Ahora qué coño queréis? —preguntó, tirando su lata de cerveza al agua sin dejar de caminar.

Hayward reconoció a uno de los que más había gritado cuando Tiny le cortó el sujetador por la mitad.

—Nos había dicho que nos dejaría en paz —exclamó otro hombre.

—Lo que dije fue que no les detendría. No dije que no volviese para molestarles.

El primer hombre se subió los pantalones.

—A mí ya me está molestando.

—¡Estupendo! —Pendergast subió al embarcadero situado detrás del bar de Tiny, repleto de barcos de todo tipo. Hayward reconoció la mayoría de ellos, por la emboscada del día anterior—. Veamos, ¿cuál de estas magníficas embarcaciones pertenece a Larry?

—Eso a ti no te importa.

Pendergast bajó tranquilamente el cañón de la escopeta, apuntando hacia uno de los barcos que tenía más cerca, y apretó el gatillo. Un tremendo disparo resonó por el lago, mientras la descarga hacía temblar el barco y del casco de aluminio soldado brotaba un chorro de agua, por un orificio de treinta centímetros. Un remolino de agua cenagosa hizo que se inclinara hacia abajo el morro de la embarcación.

—Eh, ¿qué coño hace? —vociferó alguien entre la multitud—. ¡Ese es mi barco!

—Lo siento. Creía que era el de Larry. Entonces, ¿cuál es el de Larry? ¿Este?

Pendergast apuntó al siguiente barco y disparó. Brotó otro geiser de agua, que salpicó a la multitud. El barco saltó y empezó a hundirse de inmediato.

—¡Hijo de puta! —gritó otro hombre—. ¡El de Larry es el 2000 Legend! ¡Aquel de allá!

Señaló una lancha de pesca, al fondo del embarcadero.

Pendergast se acercó tranquilamente y la inspeccionó.

—Muy bonita. Díganle a Larry que esto es por tirar mi placa al pantano. —Otra descarga de escopeta, que perforó el motor fuera borda, haciendo saltar la tapa—. Y esto por ser tan ruin.

El segundo disparo agujereó el barco en el yugo, haciendo brotar otro geiser. La popa se inundó. El barco se levantó por el morro, hundiendo el motor en el agua.

—¡Joder! ¡Está loco, ese cabrón!

—En efecto. —Pendergast recorrió sin prisas el embarcadero, cargó otro cartucho en la escopeta y apuntó al siguiente barco, sin inmutarse—. Esto es por habernos orientado mal.

Bum.

Un paso más, sin alterarse.

—Esto, por el doble puñetazo en el plexo solar.

Bum.

—Y esto por expectorarme encima.

Bum. Bum. Otros dos barcos hundidos.

Sacó su 45 y se la dio a Hayward.

—Vigíleles mientras recargo.

Sacó del bolsillo un puñado de cartuchos y los cargó.

—Y esto por humillar y desnudar a mi estimada colega ante la mirada vulgar y lasciva de todos ustedes. Ya les dije que esa no era forma de tratar a las mujeres.

Se paseó por los amarres, disparando en el casco de todos los barcos que quedaban. Solo se paraba para recargar la escopeta. Todos le miraban sin moverse, completamente mudos de sorpresa.

Se detuvo ante el grupo de hombres sudorosos, que temblaban y apestaban a cerveza.

—¿Hay alguien más dentro del bar?

Nadie dijo nada.

—No puede hacer eso —dijo un hombre, con la voz quebrada—. No es legal.

—Tal vez alguien quiera avisar al FBI —dijo Pendergast. Se acercó sin prisas a la puerta del bar y la abrió un poco para echar un vistazo—. ¿Señora? —dijo—. Salga, por favor.

Una rubia de bote, con enormes uñas rojas, se afanó en salir, muy agitada, y echó a correr hacia el aparcamiento.

—¡Ha perdido un tacón! —gritó Pendergast, pero ella siguió, balanceándose como un caballo cojo.

Pendergast se metió en el bar. Hayward, con la pistola en la mano, oyó cómo abría y cerraba puertas, y llamaba. El agente salió.

—No hay nadie en casa. —Dio la vuelta, hacia la parte delantera, y se colocó frente a la multitud—. Por favor, retírense todos al aparcamiento y pónganse a cubierto detrás de los coches aparcados.

Nadie se movió.

¡Bum! Pendergast soltó una descarga de escopeta sobre sus cabezas. Se apresuraron a meterse en el sucio aparcamiento. Pendergast se apartó del edificio, metió un nuevo cartucho en la escopeta y apuntó al gran depósito de propano pegado a un lado de la tienda de cebos. Se volvió hacia Hayward.

—Capitana, quizá necesitemos el poder de penetración del ACP 45. Disparemos los dos al mismo tiempo, a la de tres.

Hayward se puso en posición de disparo y apuntó con la 45. «Podría acostumbrarme al "método" de Pendergast», pensó mientras apuntaba al gran depósito de color blanco.

—Uno…

—¡Mierda! ¡No! —se lamentó una voz.

—Dos…

—¡Tres!

Dispararon simultáneamente, con un fuerte retroceso del 45. Se produjo una explosión gigantesca, que les echó encima una terrible onda de calor y de sobrepresión. El edificio desapareció de golpe, envuelto en una tempestuosa bola de fuego, de la que salían disparados, dejando un rastro de humo, miles de escombros que llovieron a su alrededor: lombrices que se retorcían, bichos, gusanos quemados, trozos de madera, carretes, serpentinas de sedal, cañas de pescar partidas, botellas de alcohol rotas, pies de cerdo, encurtidos, rodajas de lima, posavasos y latas de cerveza reventadas.

La bola de fuego se elevó, formando una seta en miniatura, mientras seguían cayendo los escombros. Poco a poco, a medida que se despejaba el humo, aparecieron los restos chamuscados del edificio. No quedaba prácticamente nada.

Pendergast se echó al hombro la escopeta, se acercó con toda tranquilidad por el muelle y ofreció su brazo a Hayward.

—¿Vamos, capitana? Creo que es hora de hacer una visita a Vincent. Por mucha protección policial que tenga, estaré más tranquilo cuando le hayamos trasladado a otro sitio; tal vez a algún lugar más íntimo, no muy lejos de Nueva York, donde podamos vigilarle nosotros mismos.

—Sabias palabras.

Mientras se cogía de su brazo, Hayward pensó con cierto alivio que se alegraba de no colaborar mucho más tiempo con Pendergast. Estaba empezando a disfrutar demasiado.

Pantano de sangre
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