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Sarasota, Florida
A quinientos treinta kilómetros al sur, otro hombre miraba por otra ventana.
John Woodhouse Blast contemplaba a los rastreadores y bañistas, diez pisos más abajo; las largas líneas de espuma blanca que se rizaban al llegar a la costa; la playa que se extendía casi hasta el infinito… Se giró y cruzó la sala de estar; se paró un momento ante un espejo con un marco dorado. La cara demacrada que le contempló reflejaba el nerviosismo de una noche de insomnio.
Con el cuidado que había tenido… ¿Cómo era posible que ahora le pasara aquello? Aquel ángel vengador apareciendo en la puerta de su casa, tan inesperadamente, con su blanca calavera… El siempre había actuado con prudencia, sin jugársela. Y de momento le había salido bien…
Sonó el teléfono, rompiendo el silencio de la sala. Fue tan brusco, que Blast dio un respingo. Se acercó rápidamente y levantó el auricular de su soporte. Los dos pomeranias observaban todos sus movimientos desde la otomana.
—Soy Victor. ¿Qué tal?
—¡Hombre, Victor, ya era hora de que me devolvieras la llamada! ¿Dónde coño estabas?
—De viaje —contestó una voz ronca, de cazalla—. ¿Tienes algún problema?
—¡A ti qué te parece! Un problema enorme, de cojones. Anoche vino a meter las narices un agente del FBI. —¿Alguien que conozcamos?
—Se llama Pendergast. Le acompañaba un poli de Nueva York.
—¿Qué querían?
—¿Tú qué crees que querían? Sabe demasiado, Víctor. Demasiado. Tendremos que zanjar el asunto lo antes posible.
—¿Quieres decir…?
La voz ronca vaciló.
—Exacto. Ha llegado el momento de desmontarlo todo.
—¿Todo?
—Todo. Ya sabes lo que hay que hacer, Victor. Ponlo en marcha. Y zánjalo lo antes posible.
Blast estampó el teléfono en el soporte, y se quedó mirando el interminable horizonte azul por la ventana.