40

Plantación Penumbra

Cuando D'Agosta abrió la puerta, Pendergast estaba fuera, con las manos en la espalda, de pie sobre la mullida moqueta del pasillo. Aún llevaba la camisa de cuadros y los vaqueros de su incursión en Port Allen.

—Lo siento mucho, Vincent —dijo—. Le ruego que me disculpe por lo que debe de haberle parecido el colmo de la grosería y una falta de consideración por mi parte.

D'Agosta no respondió.

—Quizá lo entienda mejor cuando vea el cuadro. Si es tan amable…

Pendergast señaló la escalera. D'Agosta salió y le siguió por el pasillo.

—Blast está muerto —dijo—. Le han disparado con el mismo tipo de arma que mató a Blackletter.

Pendergast se paró a medio paso.

—¿Un disparo, dice?

Siguió caminando, un poco más despacio.

La puerta de la biblioteca estaba abierta, derramando su luz amarilla en el vestíbulo. Pendergast, que iba en cabeza, bajó por la escalera y cruzó el arco en silencio. El cuadro estaba en el centro de la sala, sobre un caballete, cubierto con un grueso terciopelo.

—Colóquese allí, delante del cuadro —dijo Pendergast—. Necesito una reacción sincera.

D'Agosta se situó justo enfrente.

Pendergast se puso a un lado, levantó el terciopelo y dejó el cuadro al descubierto.

D'Agosta se quedó de piedra. No era un cuadro de una cotorra de las Carolinas, ni de ningún otro pájaro o motivo naturalista; representaba a una mujer madura, desnuda y demacrada, en una cama de hospital. Detrás, en lo alto de la pared, había una pequeña ventana por la que penetraba en diagonal un rayo de luz fría. La mujer tenía los tobillos cruzados y las manos sobre los pechos, casi en la postura de cadáver. Se le marcaban las costillas a través de una piel de color de pergamino. Se notaba que estaba enferma, y quizá no del todo en sus cabales. Aun así, había en ella algo repulsivamente incitante. Al lado de la cama había una mesita, con una jarra de agua y unas vendas. El pelo negro se esparcía por una almohada de tela basta. Las paredes de yeso pintado, la carne flácida y reseca, la urdimbre de las sábanas… Todo estaba observado con meticulosidad, hasta las motas del aire polvoriento, y plasmado con una claridad y aplomo despiadados, en una imagen cruda, desnuda y elegiaca. Pese a no ser ningún experto, D'Agosta recibió un impacto visceral enorme.

—¿Vincent? —preguntó en voz baja Pendergast.

D'Agosta levantó una mano y deslizó las puntas de los dedos por el Marco Negro del cuadro.

—No sé qué pensar —dijo.

—En efecto. —Pendergast vaciló—. Cuando empecé a limpiar la pintura, lo primero en salir a la luz fue esto. —Señaló los ojos de la mujer, que miraban fijamente al espectador desde el lienzo—. Después de verlo he comprendido que todas nuestras suposiciones eran erróneas. Necesitaba tiempo y estar a solas para limpiar el resto. No quería que usted lo viese aparecer de forma gradual. Quería que descubriera el cuadro entero, en su conjunto. Necesitaba una opinión fresca e inmediata. Por eso le he dejado tan bruscamente al margen. Una vez más le pido disculpas.

—Es increíble. Pero… ¿está seguro de que esto es obra de Audubon?

Pendergast señaló una esquina, donde D'Agosta distinguió a duras penas una firma. Después, el agente indicó en silencio otro rincón oscuro de la habitación pintada, donde había un ratón agazapado, como si esperase.

—La firma es auténtica, pero lo más importante es que nadie más que Audubon podría haber pintado este ratón. Y estoy seguro de que lo pintó del natural, en el sanatorio. Está demasiado detallado para no ser real.

D'Agosta asintió lentamente.

—Yo estaba convencido de que nos encontraríamos con una cotorra de las Carolinas. ¿Qué tiene que ver una mujer desnuda en todo esto?

Pendergast se limitó a abrir sus manos blancas, en señal de misterio. D'Agosta leyó frustración en su mirada. Dando la espalda al caballete, el agente dijo:

—Échele un vistazo a esto, si es tan amable, Vincent.

Cerca, sobre una mesa grande, estaban expuestos varios grabados, litografías y acuarelas. El lado izquierdo lo ocupaban bocetos de animales, pájaros, insectos, bodegones y retratos rápidos de gente. Encima de todo había una acuarela de un ratón.

Los dibujos del lado derecho estaban separados del resto. No tenían nada que ver con los de la izquierda. Casi todo eran pájaros, de un realismo y detalle tales que parecían a punto de salir del papel, aunque también había algunos mamíferos y escenas de bosque.

—¿Percibe alguna diferencia?

—¡Desde luego! Los de la izquierda no valen nada. Pero los de la derecha… la verdad es que son preciosos.

—Los he sacado de las carpetas de mi tatarabuelo —dijo Pendergast—. Estos… —Señaló los toscos bocetos de la izquierda—. Se los dio Audubon a mi abuelo en 1821, cuando vivía en la casita de la calle Dauphine, justo antes de caer enfermo. Así era como pintaba antes de ingresar en el sanatorio de Meuse St. Claire. —Se volvió hacia las obras del lado derecho—. Y así es como pintaba más tarde, después de salir del sanatorio. ¿Ve usted el enigma?

D'Agosta aún estaba impresionado por la imagen del Marco Negro.

—Mejoró —dijo—. Es normal en los artistas. ¿Qué tiene de enigmático?

Pendergast sacudió la cabeza.

—¿Mejorar? No, Vincent; esto es una transformación. Nadie mejora tanto. Estos bocetos de la primera época son malos. Se trata de obras esforzadas, literales, torpes. Aquí, Vincent, no hay nada, nada que indique la menor chispa de talento artístico.

D'Agosta no tuvo más remedio que estar de acuerdo.

—¿Qué pasó?

Los ojos claros de Pendergast sometieron la obra de arte a un estudio detallado; luego regresó lentamente hacia el sillón que había situado frente al caballete y tomó asiento ante el Marco Negro.

—Está claro que esta mujer era una paciente del sanatorio. Quizá el doctor Torgensson se enamorase de ella. Quizá tuvieran algún tipo de relación, lo que explicaría que se aferrase tanto a la obra, incluso en la más absoluta pobreza. Lo que no explicaría, en cambio, es el desesperado interés de Helen por este cuadro.

D'Agosta volvió a mirar a la modelo, reclinada en la sencilla cama de enfermería, con una actitud cercana a la resignación.

—¿Cree que podría ser una antepasada de Helen? —preguntó—. ¿Una Esterhazy?

—Se me había ocurrido —respondió Pendergast—, pero ¿cómo explicaría una búsqueda tan obsesiva?

—La familia de Helen se marchó de forma vergonzante de Maine —dijo D'Agosta—. Quizá había alguna mancha en el historial familiar, y este cuadro podía ayudar a limpiarla.

—Sí, pero ¿cuál? —Pendergast señaló la figura—. A mí me parece que una imagen tan controvertida, en vez de dar lustre al buen nombre familiar, lo mancillaría. Al menos ahora podemos hacer conjeturas sobre la razón por la que nunca se mencionó el motivo de la pintura. Es tan turbadora, y tan provocativa…

Hubo un momento de silencio.

—¿Cómo se explica el ansia de Blast? —se preguntó en voz alta D'Agosta—. Tan solo es un cuadro. ¿Por qué lo buscó durante tantos años?

—Eso sí tiene fácil respuesta. Blast era un Audubon, y consideraba que el cuadro era suyo por derecho. Para él se convirtió en una idea fija. Con el tiempo, la misma búsqueda le aportaba la recompensa. Supongo que el motivo le habría dejado igual de estupefacto que a nosotros.

Pendergast juntó las yemas de los dedos y apoyó los pulgares en la frente.

D'Agosta siguió observando el cuadro. Había algo, una idea, que no acababa de tomar forma en su conciencia. El cuadro intentaba decirle algo. Lo miró fijamente.

De repente, lo comprendió.

—Este cuadro —dijo—. Fíjese bien. Es como las acuarelas de la mesa. Las que hizo más tarde.

Pendergast no levantó la vista.

—Lo siento, pero no le sigo.

—Lo ha dicho usted mismo. El ratón del cuadro… se ve que es de Audubon.

—Sí, muy parecido a los que pintó en Mamíferos de América del Norte.

—De acuerdo. Y ahora mire el ratón de los dibujos de juventud.

Pendergast levantó despacio la cabeza. Primero miró el cuadro, y después los dibujos. Finalmente se volvió hacia D'Agosta.

—¿Qué quiere decir, Vincent?

D'Agosta señaló la mesa.

—El primer ratón. A mí nunca se me habría ocurrido que lo hubiese dibujado Audubon. Lo mismo ocurre con las primeras obras, los bodegones y los bocetos: nunca se me habría ocurrido que fueran de Audubon.

—Es justo lo que he dicho antes. Ahí radica el enigma.

—Es que no estoy tan seguro de que sea un problema.

Pendergast le miró con una chispa de curiosidad en los ojos.

—Siga.

—Verá, por un lado están los primeros bocetos, que son mediocres, y por el otro esta mujer. ¿Qué pasó entre medio?

Los ojos de Pendergast se iluminaron aún más.

—La enfermedad.

D'Agosta asintió con la cabeza.

—Eso es. La enfermedad le cambió. ¿Qué otra respuesta puede haber?

—¡Brillante, mi querido Vincent! —Pendergast golpeó con las manos los brazos del sillón, se levantó como un resorte y empezó a dar vueltas por la sala—. De algún modo, ver la muerte de cerca, el brusco topetazo con su mortalidad, le cambió. Le llenó de energía creativa. Fue el momento transformador de su trayectoria artística.

—Siempre habíamos supuesto que lo que le interesaba a Helen era el motivo del cuadro —dijo D'Agosta.

—Exacto, pero ¿se acuerda de qué dijo Blast? Helen no quería quedárselo. Solo quería examinarlo. Quería confirmar cuándo se produjo la transformación artística de Audubon.

Pendergast enmudeció. Caminó más despacio, hasta pararse, pensativo, con la mirada puesta en su interior.

—Bien —dijo D'Agosta—, misterio resuelto.

Los ojos plateados se volvieron hacia él.

—No.

—¿Cómo que no?

—¿Por qué Helen iba a escondérmelo?

D'Agosta se encogió de hombros.

—Quizá le diera vergüenza, por cómo se habían conocido y por la mentira piadosa que le había contado.

—¿Por una mentira piadosa? No lo creo. Me lo ocultó por alguna razón de mucho más peso. —Pendergast volvió a arrellanarse en el mullido sillón y contempló el cuadro—. Tápelo.

D'Agosta le echó encima el terciopelo. Empezaba a preocuparse. Tampoco Pendergast parecía del todo cuerdo.

Los ojos de Pendergast se cerraron. La biblioteca se sumió en un silencio más profundo, mientras se amplificaba el tictac del reloj de pared del rincón. D'Agosta también se sentó. A veces era preferible dejar que Pendergast se comportara como Pendergast.

Sus ojos se abrieron lentamente.

—Desde el principio nos hemos planteado mal todo el problema.

—¿En qué sentido?

—Hemos supuesto que a Helen le interesaba Audubon como artista.

—¿Y bien? ¿Por qué le iba a interesar sino?

—Le interesaba Audubon como paciente.

—¿Como paciente?

Un lento gesto de aquiescencia.

—Era la pasión de Helen: la investigación médica.

—Entonces, ¿por qué buscaba el cuadro?

—Porque Audubon lo pintó justo después de restablecerse. Helen quería confirmar una teoría.

—¿Qué teoría?

—Querido Vincent, ¿sabemos cuál era la enfermedad que padecía Audubon?

—No.

—Correcto. ¡Sin embargo, la clave de todo está en esa enfermedad! Lo que le interesaba a Helen era la enfermedad en sí. Su efecto en Audubon. Puesto que al parecer convirtió en genio a un artista totalmente mediocre. Helen sabía que algo cambió a Audubon. Por eso fue a New Madrid, donde él había vivido el terremoto: estaba realizando una investigación muy amplia para comprender el agente que había provocado ese cambio. Y cuando descubrió la enfermedad de Audubon, supo que era el final de su búsqueda. Solo quería ver el cuadro para confirmar su teoría: que la enfermedad de Audubon tuvo algún efecto en su cerebro. Tuvo repercusiones neurológicas. ¡Repercusiones neurológicas maravillosas!

—¡Uf! Ahora sí que me he perdido.

Pendergast se levantó de golpe.

—Por eso me lo escondió, porque era un descubrimiento potencialmente muy valioso para las empresas farmacéuticas.

—No tenía nada que ver con nuestra relación personal. —De pronto asió a D'Agosta por los brazos, con un movimiento impulsivo—. Y yo aún estaría dando palos de ciego, querido Vincent… de no ser por su golpe de genio.

—Bueno, yo no diría tanto…

Pendergast le soltó, se volvió y fue rápidamente hacia la puerta de la biblioteca.

—Vamos, no hay tiempo que perder.

—¿Adonde? —preguntó D'Agosta, mientras se apresuraba a seguirle, aún confuso, tratando de recomponer la secuencia lógica de Pendergast.

—A confirmar sus sospechas y a averiguar de una vez por todas qué significa todo esto.

Pantano de sangre
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