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TENOCHTITLAN AGOSTO de 1521
—Nunca quise esto —manifestó Cortés.
Habían instalado una tienda con una
marquesina roja en la terraza de un palacio de Tlatelolco, que daba
frente al último enclave de los mexicas. La Malinche estaba junto
al capitán general, contemplando cómo los hombres de Alvarado
hacían un último barrido de la ciudad. Aún quedaban algunos grupos
de resistencia, aunque lo único que podían hacer era arrojar
piedras contra los españoles desde los tejados.
La ciudad estaba en ruinas. Los soldados lo
habían destruido todo. Habían tirado las estatuas, derribado las
paredes de adobe de los palacios, incendiado los templos.
Eran órdenes directas de Cortés.
Estaban destruyendo todo rastro de la ciudad
primitiva. Parecía como si Cortés estuviera diciendo: «Si no puedo
tenerla tal como era, entonces no dejaré piedra sobre piedra».
Tenochtitlan había sido la ciudad más hermosa que ella había
conocido. Muy pronto habría desaparecido.
—Nunca quise esto —repitió Cortés, como si
quisiera convencerse de que era verdad.
Ya casi habían acabado. Era la mañana del 13
de agosto de 1521, la festividad de San Hipólito, patrón de los
caballos. Xocohuetzi, el mes de la Caída de los Frutos en el
calendario azteca.
Sólo un genio o loco, había comentado
Benítez cuando llegaron a Tlaxcala, soñaría con construir una flota
en un valle. Pero Martín López, en cuanto se recuperó de las
heridas, demostró su valía. Había aprovechado el hierro y las lonas
guardadas en San Juan de Ulúa, y con la madera de los bosques de la
región había construido una docena de bergantines. Ocho mil indios
se encargaron de transportar las naves, desarmadas, a través de las
montañas hasta el lago Tezcoco.
Las habían botado hacía solo cuatro meses.
Cada uno medía cuarenta pies de eslora pero sólo pie y medio de
calado. López los había hecho con dos mástiles y ocho bancos de
remeros, para suplir si era necesario la falta de viento y todos
llevaban montado a proa un cañón de bronce.
Cortés, equipado con esta flotilla, y
algunos refuerzos llegados de Santo Domingo, comenzó el asedio de
Tenochtitlan tal como había dicho que haría. Decenas de miles de
guerreros de los pueblos sometidos corrieron a unirse a sus fuerzas
para participar en la destrucción de los odiados mexicas. Mientras
tanto, dentro de la ciudad, actuaba otra arma; los españoles habían
traído con ellos desde Cuba algo que llamaban «viruela»: La
epidemia se había extendido por toda la capital en los meses
transcurridos desde la Noche Triste, y ahora mataba a los
habitantes por millares.
Al final, el asedio sólo duró noventa y tres
días.
—No tenía otra opción —protestó Cortés—.
Para salvar la ciudad, tenía que destruirla. ¿Lo comprendes?
La Malinche permaneció en silencio. Desde la
terraza vio a los hombres de Alvarado entrar en el barrio de
Tlatelolco. Las siluetas de los soldados se recortaban contra la
gran pirámide del templo. Ya casi no notaba el olor del polvo de
las paredes derrumbadas ni el olor acre del humo de los edificios
incendiados. En el aire no se escuchaba otra cosa que los
estampidos de los arcabuces, los pitos y los tambores de los
naturales, los alaridos de los atrapados entre los escombros. Eran
los gritos de agonía de la ciudad de Moctezuma.
—Tú sabes lo que hay en mi corazón, Marina.
Nunca quise que sucediera esto —insistió Cortés.
La muchacha fue incapaz de
responderle.
—Los mexicas están decididos a morir —añadió
el conquistador—. ¿De qué otra manera podríamos establecer nuestra
autoridad? No quería matarlos, ni destruir la ciudad, pero no tenía
elección.
«No tenía elección.» Tres palabras muy
sencillas, que eran la excusa de charlatanes y malhechores. La
Malinche no podía llorar por Cortés. El enemigo de su enemigo no
era, después de todo, su amigo. Su padre había estado en lo cierto.
Ella había encontrado su destino en la destrucción, había traído el
caos y el final del quinto sol.
Había demostrado ser poderosa, pero no había
demostrado ser buena.
En cualquier caso, una vez habían sido
dioses.
Un oficial español, cubierto de polvo de
pies a cabeza, apareció en la terraza. Descansó un momento para
recuperar el aliento.
—Buenas noticias, mi señor. Hemos capturado
a Cuauhtémoc.
—Pregunta si le podéis prestar el puñal
—tradujo La Malinche.
—¿Mi puñal?
—Quiere matarse. Dice que ha luchado contra
vos con todas sus fuerzas y ahora que ha fracasado, sólo desea la
muerte.
Cortés estaba sentado en la terraza del
palacio de Axayácatl, o en lo que quedaba del edificio. Vestía un
traje de terciopelo negro, y una gorra con plumas verdes, en una
burda imitación de las plumas de quetzal de los emperadores
mexicas, que las llevaban como símbolos del poder divino.
Cuauhtémoc, con las muñecas y los tobillos encadenados, mantenía la
cabeza erguida. Llevaba el casco de los Guerreros Águila, las
tobilleras grises con plumas y la capa. García de Holquín, su
captor, estaba detrás del prisionero acompañado de dos guerreros
tlaxcaltecas.
La Malinche sentía una gran curiosidad por
Cuauhtémoc. Allí estaba el hombre que se había mofado de Moctezuma
por no atreverse a morir. Quizás ahora había descubierto que no era
tan sencillo.
Le sorprendió que de pronto reinara el
silencio. Durante noventa y tres días habían convivido con los
ruidos de la batalla: los gritos, los silbos, el redoblar del
teponaztli en las cimas de las pirámides,
el ruido de las paredes al derrumbarse. Pero se habían apagado
todos los sonidos en el mismo momento de la captura de Cuauhtémoc.
Ahora el silencio casi le molestaba en los oídos.
—Debéis decirle, mi señora, que no debe
culparse por lo ocurrido —manifestó Cortés—, porque sólo se ha
comportado como un soldado valiente. —Sonrió, pero La Malinche
sabía la verdad. Deseaba arrancarle las entrañas a Cuauhtémoc por
no haber entregado Tenochtitlan intacta—. Decidle que soy su amigo
y que a partir de ahora le trataré como haría con mi propio
hermano. Yo le garantizo personalmente su segundad y la de su
familia.
La joven tradujo las palabras de Cortés,
consciente de que Cuauhtémoc tampoco se las creía.
—Ahora quiero preguntarle si sabe lo que
pasó con el oro abandonado en la calzada la Noche Triste.
La Malinche transmitió la pregunta al jefe
mexica, que le dirigió una mirada altanera.
—Decidle al señor Malintzin que ha
desaparecido. Se perdió en el fango del lago, o desapareció debajo
de los escombros cuando su banda de ladrones quemaron nuestra
ciudad. Todo lo que queda de nuestro tesoro es lo que encontraron
en mi canoa cuando me hicieron prisionero.
—No se lo creerá —dijo La Malinche.
—No me importa lo que crea. Eres una puta y
él un ladrón y un asesino. ¿Por qué debo contestarte?
Tradujo la respuesta, pero omitió los
insultos finales. A pesar del desprecio que le demostraba, o quizá
precisamente por eso, ella le admiraba.
Las manos de Cortés apretaron con fuerza los
brazos de la silla.
—En la canoa sólo encontramos unos cuantos
cascos de oro y unos brazaletes. Eso no puede ser todo.
—Eso es todo lo que dejaron sus ladrones
cuando escaparon de Tenochtitlan —insistió Cuauhtémoc.
La Malinche vio latir la vena en la sien de
Cortés, una advertencia de sobras conocida. La voz del conquistador
se volvió helada y muy suave.
—Preguntadle dónde escondió mi tesoro.
—Está muy furioso —dijo La Malinche—. Quiere
saber dónde habéis ocultado su oro.
—¿Su oro? —Cuauhtémoc negó con la cabeza—.
Ya te lo dije. Todo nuestro tesoro se hundió en el fondo del lago
la noche que escapasteis como perros de nuestra ciudad.
La Malinche se inclinó sobre el hombro de
Cortés.
—Mi señor, insiste en que se perdió en el
lago durante la Noche Triste.
Para sorpresa de todos, Cortés sonrió. Se
levantó lentamente, se acercó a Cuauhtémoc y le dio un
abrazo.
—Decidle que ahora no es el mejor momento
para preocuparnos de estos asuntos. Todo lo que ha pasado antes
entre nosotros debe ser olvidado. Las horas oscuras han
desaparecido. Quiero que a partir de ahora piense en mí como un
amigo.
La Malinche sufrió por Cuauhtémoc.