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VERACRUZ
Guzmán apareció en la puerta. Cortés apartó
la mirada de los dados. Uno a uno, los oficiales reunidos alrededor
de la mesa guardaron silencio.
—¿Qué pasa?
—La mujer, doña Marina. Está aquí,
señor.
—Quizás ahora que no está Portocarrero tiene
un picor para rascar —comentó con una mueca burlona. Los demás se
echaron a reír.
El capitán general les hizo callar con una
mirada.
—Hacedla pasar.
Guzmán se marchó para regresar casi de
inmediato con Malinalli.
—Id a buscar a Aguilar —le ordenó
Cortés.
—No —dijo la joven, en castellano—. Aguilar
no.
Los españoles la miraron, atónitos.
—Dejadnos —le ordenó Cortés a Guzmán. Volvió
su atención a la joven—. ¿Podéis hablar en castellano?
—Hablad lentamente... para mí... por favor.
Entonces... entenderé.
Cortés se echó a reír. ¡Qué maravilla! Claro
que era lógico. Llevaba con ellos casi tres meses. Había vivido con
Portocarrero, y se ocupaba de atender a los enfermos y heridos. Una
muchacha inteligente y avispada como ella no era de las que
desperdiciaban el tiempo. Se preguntó desde cuándo era capaz de
entender lo que se decía a su alrededor, y por qué había decidido
que era el momento de revelar el secreto.
—Os felicito.
Malinalli no hizo caso del halago.
—Ellos robarán... vuestra canoa.
Mañana.
—¿Robar? —La sonrisa de Cortés se esfumó en
el acto. De pronto comprendió que por «canoa» ella se refería a una
de las naves de su flota. ¿Quién quiere robarme?
—Velázquez de León... Ordaz... Díaz...
Escudero... Umbral.
Todos la miraron mientras recitaba los
nombres de los conspiradores. Alvarado maldijo por lo bajo.
—¿Cómo lo habéis sabido? —preguntó el
capitán general.
—Ellos hablan... no tienen cuidado... con lo
que dicen... Creen que no les entiendo.
—¡Traidores! —exclamó Sandoval.
—Desde luego —afirmó Cortés, sonriendo—.
Pero a lo que parece su' planes están condenados al fracaso. Dios
ha enviado a un ángel para protegemos.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó
Alvarado.
—Ya hemos sido bastante pacientes. Es hora
de quitarnos los guantes de seda y mostrarles los puños de acero.
—Se volvió hacia Jaramillo—. Llama a Escalante y una docena de
hombres. Arrestad a todos los conspiradores ahora mismo. No,
esperad. No detengáis al padre Díaz. Sólo a los otros cuatro.
Alvarado se encargará de interrogarlos. Averiguaremos la verdad de
todo este asunto.
—Será un placer, señor —manifestó Alvarado,
ansioso.
Los capitanes salieron a la carrera,
dispuestos a vengarse finalmente de k» velasquistas. Cortés se
quedó a solas con Malinalli. «¡Una vez más me has salvado! —pensó—,
y una vez más te he subestimado. ¡Vales más que codo el oro de las
arcas de Moctezuma!»
—Muchas gracias —dijo.
Esta vez. Malinalli no bajó la mirada. En
cambio, pronunció unas palabras en náhuad que él no
comprendió.
—Tú eres la Serpiente Emplumada. Mi destino
está contigo.