27

 

VERACRUZ

 

Guzmán apareció en la puerta. Cortés apartó la mirada de los dados. Uno a uno, los oficiales reunidos alrededor de la mesa guardaron silencio.
—¿Qué pasa?
—La mujer, doña Marina. Está aquí, señor.
—Quizás ahora que no está Portocarrero tiene un picor para rascar —comentó con una mueca burlona. Los demás se echaron a reír.
El capitán general les hizo callar con una mirada.
—Hacedla pasar.
Guzmán se marchó para regresar casi de inmediato con Malinalli.
—Id a buscar a Aguilar —le ordenó Cortés.
—No —dijo la joven, en castellano—. Aguilar no.
Los españoles la miraron, atónitos.
—Dejadnos —le ordenó Cortés a Guzmán. Volvió su atención a la joven—. ¿Podéis hablar en castellano?
—Hablad lentamente... para mí... por favor. Entonces... entenderé.
Cortés se echó a reír. ¡Qué maravilla! Claro que era lógico. Llevaba con ellos casi tres meses. Había vivido con Portocarrero, y se ocupaba de atender a los enfermos y heridos. Una muchacha inteligente y avispada como ella no era de las que desperdiciaban el tiempo. Se preguntó desde cuándo era capaz de entender lo que se decía a su alrededor, y por qué había decidido que era el momento de revelar el secreto.
—Os felicito.
Malinalli no hizo caso del halago.
—Ellos robarán... vuestra canoa. Mañana.
—¿Robar? —La sonrisa de Cortés se esfumó en el acto. De pronto comprendió que por «canoa» ella se refería a una de las naves de su flota. ¿Quién quiere robarme?
—Velázquez de León... Ordaz... Díaz... Escudero... Umbral.
Todos la miraron mientras recitaba los nombres de los conspiradores. Alvarado maldijo por lo bajo.
—¿Cómo lo habéis sabido? —preguntó el capitán general.
—Ellos hablan... no tienen cuidado... con lo que dicen... Creen que no les entiendo.
—¡Traidores! —exclamó Sandoval.
—Desde luego —afirmó Cortés, sonriendo—. Pero a lo que parece su' planes están condenados al fracaso. Dios ha enviado a un ángel para protegemos.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Alvarado.
—Ya hemos sido bastante pacientes. Es hora de quitarnos los guantes de seda y mostrarles los puños de acero. —Se volvió hacia Jaramillo—. Llama a Escalante y una docena de hombres. Arrestad a todos los conspiradores ahora mismo. No, esperad. No detengáis al padre Díaz. Sólo a los otros cuatro. Alvarado se encargará de interrogarlos. Averiguaremos la verdad de todo este asunto.
—Será un placer, señor —manifestó Alvarado, ansioso.
Los capitanes salieron a la carrera, dispuestos a vengarse finalmente de k» velasquistas. Cortés se quedó a solas con Malinalli. «¡Una vez más me has salvado! —pensó—, y una vez más te he subestimado. ¡Vales más que codo el oro de las arcas de Moctezuma!»
—Muchas gracias —dijo.
Esta vez. Malinalli no bajó la mirada. En cambio, pronunció unas palabras en náhuad que él no comprendió.
—Tú eres la Serpiente Emplumada. Mi destino está contigo.
La princesa azteca
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