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«PODRÁN decir lo que quieran de nosotros cuando se escriba la historia —pensó Benítez—, pero hoy somos magníficos.»
Siguió adelante, y sólo miró atrás una vez para ver a Cortés que le seguía, armado de pies a cabeza, con la espada en alto. Parecía exultante, dominado por una intensa emoción que había transformado sus ojos grises en dos ascuas. Subía los escalones de dos en dos, con una imagen de la Virgen y el Niño debajo del brazo izquierdo. Detrás, le seguían Alvarado, Velázquez de León, Jaramillo, La Malinche y una docena de soldados armados con picas y espadas. Bastante más abajo, fray Bartolomé cargaba con la gran cruz de madera, ayudado por el hermano Aguilar.
Uno de los sacerdotes del templo le salió al encuentro, esgrimiendo un puñal. Benítez respondió al ataque y el mexica cayó de rodillas, sujetándose el vientre con las dos manos, mientras gritaba de dolor. Otro sacerdote intentó atacarlo pero lo derribó con la empuñadura de la espada, y a continuación, cortó de un tajo la cortina que tapaba la entrada del templo.
Esta vez se había preparado para el hedor peto así y todo, éste le provocó náuseas. Los ojos de obsidiana resplandecían en la penumbra. En la madriguera de Satanás, en las fauces de la bestia.
Otra criatura surgió de las sombras pero Alvarado y tres piqueros ya estaban allí, y se lanzaron sobre el atacante, sujetándole de pies y manos contra el suelo cubierto de sangre. Los otros sacerdotes comenzaron a chillar como grajos, y sonaron los grandes tambores con un ruido ensordecedor, manifestando su protesta ante el sacrilegio.
Las paredes estaban cubiertas de una gruesa capa de sangre, como una pintura espesa. Algo negro y arrugado se asaba en los braseros. Monstruos policromados les miraban furiosos desde las sombras; serpientes de piedra y calaveras.
Cortés envainó la espada y tendió la mano derecha. Aguilar le entregó la palanqueta que cargaba al hombro.
—¡Hoy asestaremos un golpe para mayor gloria de nuestro Señor! —gritó el comandante al tiempo que levantaba la palanqueta y la descargaba con todas sus fuerzas contra el rostro del ídolo. Los ojos de obsidiana quedaron hechos trizas, la máscara de oro cayó al suelo.
Los sacerdotes mexicas aullaron como posesos, mientras Al varado y sus hombres les mantenían a raya a punta de espada.
El capitán general colocó el retrato de la Virgen en un nicho, con una expresión reverente. Después hincó una rodilla en tierra y se persignó ante la imagen. A continuación, se volvió para señalar a los sacerdotes con un dedo tembloroso.
—¡Decidles que si se atreven a tocar la bendita imagen de la Virgen lo pagarán con la vida! —le ordenó a La Malinche.
La muchacha se apresuró a traducir las palabras. Los sacerdotes volvieron a expresar su protesta, pero retrocedieron espantados cuando Cortés se adelantó un paso.
—¡Doña Marina, decidle a estos demonios que retiren los ídolos y blanqueen las paredes, o lo haremos nosotros!
Cortés dio media vuelta y comenzó a bajar las escaleras.
En aquel momento, Benítez hubiera dado la vida por él. «Es un cabrón egoísta y calculador —pensó—, pero tiene arranques de pasión que le llevan a actuar como ahora. No hay ninguno entre nosotros que no esté dispuesto a seguirle hasta el infierno cuando se comporta de esta manera. ¿Será ésta otra interpretación o cree de verdad que podrá conquistar a los mexicas y vencer a sus dioses sólo con la fuerza de su voluntad? —Ahora comprendía la adoración que sentían los soldados por su comandante. El jefe le había convertido a él también en parte de algo que era magnífico y justo, de una hazaña que nunca hubiera conseguido por sí sola—. Hoy, este tramposo, este ladrón, este cabrón malparido, me ha convertido en algo más de lo que soy, y siempre se lo agradeceré.»

 

Tres días más tarde, cientos de sacerdotes subieron las empinadas escaleras del Templo Mayor y, con mucho cuidado, retiraron las estatuas de Huitzilopochtli (Colibrí del Sur), Tezcatlipoca (Espejo Negro que Humea) y Tláloc (Hacedor de Lluvia). Las pusieron sobre esteras y las bajaron hasta el patio, valiéndose de cuerdas y planchas engrasadas. Luego las cargaron en palanquines y se las llevaron fuera de la ciudad. Toda la operación se realizó en el más absoluto silencio.
Limpiaron hasta el último rastro de sangre de las paredes y el suelo, y encalaron los muros. Uno de los carpinteros se encargó de construir un altar y la cruz. Al día siguiente, casi todo el ejército español subió las escaleras para asistir a una misa de acción de gracias.
Cortés había conseguido su sueño.
La princesa azteca
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