59

 

APARECIÓ otro palanquín tachonado con jade, oro y plata; otro príncipe ricamente ataviado con un gran tocado de plumas de quetzal verde esmeralda. Una vez más, los sirvientes barrieron el suelo con los abanicos. Mientras el mexica pronunciaba su discurso de bienvenida, Cortés miraba el rostro de La Malinche, atento a cualquier nueva triquiñuela de los naturales. Pero, en esta ocasión, la muchacha parecía estar impresionada de verdad.
—Mi señor, éste es el sobrino de Moctezuma, el señor Cacamatzin. El Adorado Portavoz le envía aquí en persona para recibiros.
El capitán general se inclinó con toda cortesía. «Por fin.»
—Es muy amable de su parte.
El señor Cacamatzin y La Malinche iniciaron una larga conversación que interrumpió Cortés, impaciente por la demora.
—¿Qué dice?
—Mi señor, dice que el Adorado Portavoz está furioso porque os habéis acercado mucho a su capital, y ahora os pide que regreséis de inmediato al este.
Cortés no podía creer lo que acababa de oír. ¿A qué venía ahora aquel cambio?
—Recordadle que estoy aquí invitado por el emperador.
—Se lo he dicho, mi señor. Pero insiste en que no hay suficiente comida en Tenochtitlan para alimentarnos a todos, así que debemos regresar a la costa.
—¡Por todos los santos! ¿Qué está pasando aquí, Marina?
—No lo sé, mi señor.
El capitán general miró a Al varado, que seguía la discusión.
—Ensartémosle con una pica —sugirió Alvarado, sonriendo.
—Decidle al señor Cacamatzin que no debe preocuparse por las provisiones, puesto que mis hombres pueden sobrevivir con muy poco. Pero recordadle que debo ver al emperador en persona y que no estoy dispuesto a ceder en este punto.
Esta vez la discusión fue mucho más acalorada.
—¿Qué ha dicho ahora? —preguntó Cortés vivamente.
—Dice que Moctezuma tiene un gran parque zoológico y que algunos de los pumas y caimanes se han escapado. Tiene miedo de que si os acercáis más a la ciudad, los animales puedan atacaros y haceros pedazos. —La Malinche inspiró con fuerza y añadió de su coleto—. Este cabrón miente como un musulmán.
Alvarado y Jaramillo sonrieron. Cortés se mostró irritado.
—¿Mis hombres os han estado enseñando más español, doña Marina?
—¿Mi señor?
—Por lo visto, tendré que instruiros un poco más en los modales de una dama cristiana. Ahora le repetiréis al señor Cacamatzin que debo reunirme con su señor Moctezuma personalmente. Recordadle que he superado muchos peligros y que la amenaza de los caimanes y los pumas no me asusta.
El sobrino de Moctezuma escuchó la traducción, exhaló un suspiro y le hizo una señal a uno de sus ayudantes. Los esclavos que le acompañaban se acercaron, uno tras otro, para depositar sus cargas en el suelo delante de Cortés. El capitán general oyó las exclamaciones de asombro de Alvarado y Sandoval al ver lo que era.
—¡Por los sacros cojones de San Pedro! —murmuró Alvarado.
—¡Oro! —susurró Sandoval.
Era oro, efectivamente; bandejas y más bandejas de objetos de oro, collares, brazaletes y hermosas estatuillas. Cortés calculó que pesarían unas doscientas o trescientas libras.
El señor Cacamatzin retomó la palabra cuando los esclavos acabaron de descargar.
—Dice que esto es sólo para vos —tradujo La Malinche—. Hay una carga aparte para cada uno de vuestros capitanes si decidís dar media vuelta y regresar a la costa.
El comandante contempló el tesoro. «Con cada paso que doy hacia Tenochtitlan, los sobornos aumentan —pensó—. No hay duda de que las calles de la ciudad estarán pavimentadas con oro.»
—Es evidente que el tal Moctezuma es un gobernante veleidoso. En Cholula pidió que viniera a toda prisa. Ahora me ofrece el rescate de un rey para que me vaya.
—¿Qué haréis? —preguntó Al varado.
Cortés no atendió a la pregunta, y se volvió hacia doña Marina.
—Dadle las gracias a mi señor Cacamatzin por estos preciosos regalos y las molestias que se ha tomado para traérmelos. Pero no puedo descuidar mis obligaciones. Mi rey me ha ordenado transmitir sus mensaje a Moctezuma en persona. Aseguradle que venimos como amigos y que no tiene nada que temer.
Hubo una larga conversación final entre la muchacha y el mexica.
—Dice que en ese caso, él os guiará el resto del camino hasta Tenochtitlan. También pregunta, quiere saber, si sois el dios, la Serpiente Emplumada.
El capitán general oyó que Aguilar comenzaba a rezar.
—¿Qué le habéis respondido, doña Marina? —preguntó Cortés, lo bastante alto como para que todos le escucharan.
—Le dije que sois español, mi señor, y que eso os sitúa un escalón por encima de la Serpiente Emplumada.
Incluso Alvarado celebró la ocurrencia con grandes carcajadas.

 

 

 

Las verdes estribaciones estaban cubiertas por un manto de niebla, un mundo a la vez misterioso y mágico. A medida que se levantaba la niebla vieron un gran lago, con casas construidas sobre pilares y frondosos jardines que parecían flotar en sus aguas, anclados por hileras de sauces llorones.
Ahora su marcha tenía el aspecto de una peregrinación. A medida que pasaban por los pueblos y las aldeas del valle aparecían las multitudes. A ambos lados del camino se habían colocado hombres, mujeres y niños. Muchos les aclamaban, otros les miraban con expresiones hoscas o de incredulidad. Hubo muchos que, convencidos de presenciar el regreso de los dioses, se unieron al cortejo, hasta que éste lo formaron veinte o treinta mil personas.
El camino los llevó hasta una calzada muy ancha que les permitió cruzar el lago hasta una península donde se levantaba una ciudad llamada Lugar de las Preciosas Piedras Negras. La ciudad lacustre de Moctezuma, de la que tanto habían oído hablar, permanecía invisible, oculta por las brumas, pero ahora veían, a lo lejos, las columnas de humo que se alzaban de los altares del gran templo.
Moctezuma se encontraba a sólo unas horas de marcha.

 

Benítez, apostado en una azotea, contempló el panorama con expresión de asombro y respeto. Nunca había imaginado un lugar tan bello. En todas las direcciones se veían bosques de robles, sicomoros y cedros, campos de maíz y maguey. La ciudad era una maravilla, la formaban casas blancas, de adobe y con las techumbres de paja, algunas construidas sobre pilares en las tranquilas aguas del lago, además de palacios de piedra volcánica ocre como el que ocupaba él. Las terrazas con flores y árboles frutales llegaban hasta la orilla del agua. La suave brisa de la tarde traía los deliciosos aromas del pescado asado con hierbas y el cálido perfume de los hibiscos.
Nunca había visto una ciudad comparable a aquélla, ni siquiera Toledo y mucho menos Salamanca.
Le asombraba la arquitectura. El palacio que les habían dado como alojamiento estaba construido con piedra y cedro, era sólido como cualquier palacio de un Grande en Castilla o Andalucía, pero con la fragancia de las vigas de madera preciosa que sostenían el techado. Las paredes estaban cubiertas con tapices multicolores y pinturas al fresco. Había cacatúas y papagayos en jaulas colgantes y numerosos patios, cada uno con su propio jardín.
Rezó para que no se produjera ningún combate que hiciera peligrar tanta delicada belleza. Se consoló recordando lo que Cortés había repetido tantas veces: no habían ido allí para hacer la guerra, sino para llevar la paz, la salvación y la fe verdadera.

 

Norte se unió a Benítez en la terraza, y durante unos minutos, ambos compartieron un incómodo silencio.
—¿De dónde sois, Norte?
Norte pareció sorprendido por la pregunta.
—De una aldea llamada Barajas, en Castilla.
—Cuando estabais allí, ¿imaginasteis algún lugar como éste?
—No, mi señor. La choza en la que vivía no se parecía en nada a todo esto. Incluso los más pobres de aquí viven mejor de lo que yo vivía. Sin embargo, los mexicas parecen haberlo conseguido sin estar iniciados en los secretos de Cristo o de la Virgen.
Benítez sintió el pinchazo de la irritación. ¿Por qué se le había ocurrido pedir la opinión de Norte?
—Cada vez que abrís la boca es para proferir una blasfemia.
—¿Es una blasfemia? A mí me parece una verdad evidente. Ocho años fuera de la sociedad cristiana te dan una perspectiva diferente.
—Quizá no sean tan atrasados como creíamos en un principio Pero hemos venido aquí armados con la fe verdadera y se nos ha confiado una misión sagrada.
—El hecho de conseguir la victoria no nos convierte en salvadores. Los bárbaros también conquistaron Roma.
Benítez se disponía a rebatir la opinión de Norte, pero se lo pensó mejor. El panorama que tenía delante no invitaba a la discusión. Así que permanecieron en silencio hasta que el sol se ocultó detrás de la montaña y se hizo demasiado oscuro para ver nada.

 

Ella sólo tenía seis años y su padre intentaba explicarle por qué no había cambiado la fecha de su nacimiento que le daba su nombre por otra mis propicia.
«Tú serás Ce Malinalli, Una Hoja de Penitencia —4e susurró—. Estás señalada para encontrar tu destino en el caos y la destrucción. Sin el caos nuestro pueblo no podrá crear un orden nuevo. Tenemos que destruir a los mexicas para poder construir una nueva nación.»
Las palabras habían significado muy poco para ella en el momento. Más tarde comprendió que quizás aquella era la razón por la que su madre se había alegrado de deshacerse de ella; una hija con ese nombre sólo podía traer mala suerte.
Ahora no recordaba a su padre, ni siquiera su rostro, pero recordaba su voz. Era suave y tranquilizadora, como una mano acariciándole la cabeza. Aquella mañana, él le había explicado que había dos clases de personas, aunque el verdadero sexo no era masculino ni femenino. «No —le dijo—. Hay personas que viven y mueren sin dejar ni rastro de su paso en el aire, y otras que están destinadas a cambiar el destino del mundo. Tú eres una de éstas. Lo sé desde el día que naciste. Estarás aquí cuando llegue la Serpiente Emplumada y le ayudarás a librarnos de los mexicas. Lo he visto en los portentos del cielo. Estás bendecida y eres maldita con tu destino, mi pequeña, mi hija, mi chiquita, mi Una Hoja de Penitencia.»

 

Habían encendido el fuego en el hogar de piedra que había en el exterior y ahora la pared estaba al rojo vivo. Flor de Lluvia le hizo entrar en el temazcalli, la casa de baños, se quitó las prendas y le indicó con un gesto que él la imitara. Después le hizo sentar en un banco de piedra.
En una esquina del cuarto había una batea que recibía el agua del pozo exterior a través de un agujero en la pared. La muchacha cogió un recipiente de terracota, recogió agua y la arrojó contra la pared caliente. La habitación se llenó de vapor inmediatamente.
Flor de Lluvia se sentó junto al hombre y observó su cuerpo desnudo. La herida en el brazo había cicatrizado bien. El calor no tardó en abrirle los poros. La joven cogió un puñado de hierbas y comenzó a frotarle la espalda y el pecho.
Advirtió que su desnudez le había excitado. Le indicó por señas que sólo estaban aquí para bañarse pero él no dejaba de acariciarle, aunque con mucha gentileza. Ahora le gustaban sus besos, aunque le pinchaba la barba, y le agradaba la manera de acariciarla. Ella le había enseñado lo que la hacía disfrutar y él se había mostrado como un alumno aplicado. Benítez se echó a reír y ella le secundó.
Flor de Lluvia se apartó para echar más agua contra la pared. El vapor llenó la habitación con un sonoro siseo.
De pronto, él se colocó detrás. Los cuerpos estaban resbaladizos por el sudor y la muchacha sintió como el macuáhuitl se deslizaba suavemente entre los pliegues de su cuerpo. Le oyó gemir. Volvió la cabeza para recibir sus besos. El la levantó cogiéndola por las axilas y ella separó los muslos. Se sorprendió al ver que su cueva estaba preparada. Por primera vez se encontró disfrutando como imaginaba que una esposa disfrutaría con su marido. El continuaba riendo mientras le besaba el cuello. Flor de Lluvia tendió los brazos hacia atrás y lo sujetó para que la penetrara.
—Querido —dijo la muchacha, y la palabra le sonó extraña—. Querido mío.
Mientras él alcanzaba su momento, Flor de Lluvia se preguntó a quién se parecería su hijo, si llegaba a tener uno: «¿a Norte o a este peludo español?» Pero se recordó que ése era un tema sin importancia. Mucho antes de que llegara el día, Benítez estaría de regreso con su esposa en el país de las Nubes, o habrían muerto en los altares del gran señor mexica.

 

Moctezuma observó las viandas, cada una dispuesta en la mejor cerámica roja y negra choluteca, que mantenían calientes sobre pequeños braseros de terracota. El pescado nadaba en el mar oriental la mañana anterior, y los mensajeros lo habían transportado a través de las llanuras y las montañas. También había exquisiteces como cuervos, perdices, venado y saltamontes, serpientes de cascabel y gusanos de agave del desierto, rudos de larvas y salamandras de los lagos, y armadillos del bosque. Una jarra de chocolate caliente para beber y de postre, semillas de cacao trituradas, hervidas con harina de maíz y rociadas con miel.
Pero ninguno de aquellos manjares le tentó.
Después de devolver los platos a las cocinas, retiraron los biombos que resguardaban su intimidad mientras comía y comenzó el espectáculo de su grupo particular de monstruos: bailarines jorobados, enanos acróbatas, un cojo que hacía malabarismos con pelotas tumbado de espaldas. Los músicos tocaban flautas y tambores. Pero el gran tlatoani apenas si les prestaba atención.
Un sirviente le encendió la pipa y mientras fumaba se sumergió en sus pensamientos. Pese a lo mucho que siempre había temido el regreso de la Serpiente Emplumada, ahora se le había ocurrido una interpretación mucho mis siniestra de los últimos acontecimientos. Se la había sugerido un comentario casual de uno de sus espías; éste le había informado de que el señor Malintzin poseía un pequeño espejo que le permitía ver el alma de los hombres. Como antiguo sacerdote, sabía que la Serpiente Emplumada no tenía ningún espejo; en cambio, sí que lo poseía su rival Tezcatlipoca.
Tezcatlipoca, Espejo Negro que Humea: el dios de la aflicción, la angustia y la enfermedad, cuyo principal placer era disfrazarse de mil y una maneras para traer la miseria y el sufrimiento a los seres humanos. Lo mismo que el señor Malintzin, mostraba un gran interés por las riquezas personales y cada vez que aparecía en la tierra provocaba confusiones y angustias; como había hecho el señor Malintzin.
La posibilidad de que el señor Malintzin fuese Espejo Negro que Humea aumentó el desconcierto de Moctezuma. Cuando creía tener que enfrentarse a la Serpiente Emplumada había sabido por lo menos el dilema que tenía entre manos; pero ¿qué pasaría si ésta era una prueba de su lealtad, o Tezcadipoca por algún razón desconocida estaba insatisfecho con los mexicas? ¿Qué debía hacer para salvar a su pueblo y salvarse también él? ¿Cómo debía proceder?
Lo único que sabía era que al día siguiente debía salir e ir a enfrentarse al dios, y que nada en su formación, como sacerdote o como príncipe, le había preparado para semejante encuentro.
La princesa azteca
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