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APARECIÓ otro palanquín
tachonado con jade, oro y plata; otro príncipe ricamente ataviado
con un gran tocado de plumas de quetzal verde esmeralda. Una vez
más, los sirvientes barrieron el suelo con los abanicos. Mientras
el mexica pronunciaba su discurso de bienvenida, Cortés miraba el
rostro de La Malinche, atento a cualquier nueva triquiñuela de los
naturales. Pero, en esta ocasión, la muchacha parecía estar
impresionada de verdad.
—Mi señor, éste es el sobrino de Moctezuma,
el señor Cacamatzin. El Adorado Portavoz le envía aquí en persona
para recibiros.
El capitán general se inclinó con toda
cortesía. «Por fin.»
—Es muy amable de su parte.
El señor Cacamatzin y La Malinche iniciaron
una larga conversación que interrumpió Cortés, impaciente por la
demora.
—¿Qué dice?
—Mi señor, dice que el Adorado Portavoz está
furioso porque os habéis acercado mucho a su capital, y ahora os
pide que regreséis de inmediato al este.
Cortés no podía creer lo que acababa de oír.
¿A qué venía ahora aquel cambio?
—Recordadle que estoy aquí invitado por el
emperador.
—Se lo he dicho, mi señor. Pero insiste en
que no hay suficiente comida en Tenochtitlan para alimentarnos a
todos, así que debemos regresar a la costa.
—¡Por todos los santos! ¿Qué está pasando
aquí, Marina?
—No lo sé, mi señor.
El capitán general miró a Al varado, que
seguía la discusión.
—Ensartémosle con una pica —sugirió
Alvarado, sonriendo.
—Decidle al señor Cacamatzin que no debe
preocuparse por las provisiones, puesto que mis hombres pueden
sobrevivir con muy poco. Pero recordadle que debo ver al emperador
en persona y que no estoy dispuesto a ceder en este punto.
Esta vez la discusión fue mucho más
acalorada.
—¿Qué ha dicho ahora? —preguntó Cortés
vivamente.
—Dice que Moctezuma tiene un gran parque
zoológico y que algunos de los pumas y caimanes se han escapado.
Tiene miedo de que si os acercáis más a la ciudad, los animales
puedan atacaros y haceros pedazos. —La Malinche inspiró con fuerza
y añadió de su coleto—. Este cabrón miente como un musulmán.
Alvarado y Jaramillo sonrieron. Cortés se
mostró irritado.
—¿Mis hombres os han estado enseñando más
español, doña Marina?
—¿Mi señor?
—Por lo visto, tendré que instruiros un poco
más en los modales de una dama cristiana. Ahora le repetiréis al
señor Cacamatzin que debo reunirme con su señor Moctezuma
personalmente. Recordadle que he superado muchos peligros y que la
amenaza de los caimanes y los pumas no me asusta.
El sobrino de Moctezuma escuchó la
traducción, exhaló un suspiro y le hizo una señal a uno de sus
ayudantes. Los esclavos que le acompañaban se acercaron, uno tras
otro, para depositar sus cargas en el suelo delante de Cortés. El
capitán general oyó las exclamaciones de asombro de Alvarado y
Sandoval al ver lo que era.
—¡Por los sacros cojones de San Pedro!
—murmuró Alvarado.
—¡Oro! —susurró Sandoval.
Era oro, efectivamente; bandejas y más
bandejas de objetos de oro, collares, brazaletes y hermosas
estatuillas. Cortés calculó que pesarían unas doscientas o
trescientas libras.
El señor Cacamatzin retomó la palabra cuando
los esclavos acabaron de descargar.
—Dice que esto es sólo para vos —tradujo La
Malinche—. Hay una carga aparte para cada uno de vuestros capitanes
si decidís dar media vuelta y regresar a la costa.
El comandante contempló el tesoro. «Con cada
paso que doy hacia Tenochtitlan, los sobornos aumentan —pensó—. No
hay duda de que las calles de la ciudad estarán pavimentadas con
oro.»
—Es evidente que el tal Moctezuma es un
gobernante veleidoso. En Cholula pidió que viniera a toda prisa.
Ahora me ofrece el rescate de un rey para que me vaya.
—¿Qué haréis? —preguntó Al varado.
Cortés no atendió a la pregunta, y se volvió
hacia doña Marina.
—Dadle las gracias a mi señor Cacamatzin por
estos preciosos regalos y las molestias que se ha tomado para
traérmelos. Pero no puedo descuidar mis obligaciones. Mi rey me ha
ordenado transmitir sus mensaje a Moctezuma en persona. Aseguradle
que venimos como amigos y que no tiene nada que temer.
Hubo una larga conversación final entre la
muchacha y el mexica.
—Dice que en ese caso, él os guiará el resto
del camino hasta Tenochtitlan. También pregunta, quiere saber, si
sois el dios, la Serpiente Emplumada.
El capitán general oyó que Aguilar comenzaba
a rezar.
—¿Qué le habéis respondido, doña Marina?
—preguntó Cortés, lo bastante alto como para que todos le
escucharan.
—Le dije que sois español, mi señor, y que
eso os sitúa un escalón por encima de la Serpiente Emplumada.
Incluso Alvarado celebró la ocurrencia con
grandes carcajadas.
Las verdes estribaciones estaban cubiertas
por un manto de niebla, un mundo a la vez misterioso y mágico. A
medida que se levantaba la niebla vieron un gran lago, con casas
construidas sobre pilares y frondosos jardines que parecían flotar
en sus aguas, anclados por hileras de sauces llorones.
Ahora su marcha tenía el aspecto de una
peregrinación. A medida que pasaban por los pueblos y las aldeas
del valle aparecían las multitudes. A ambos lados del camino se
habían colocado hombres, mujeres y niños. Muchos les aclamaban,
otros les miraban con expresiones hoscas o de incredulidad. Hubo
muchos que, convencidos de presenciar el regreso de los dioses, se
unieron al cortejo, hasta que éste lo formaron veinte o treinta mil
personas.
El camino los llevó hasta una calzada muy
ancha que les permitió cruzar el lago hasta una península donde se
levantaba una ciudad llamada Lugar de las Preciosas Piedras Negras.
La ciudad lacustre de Moctezuma, de la que tanto habían oído
hablar, permanecía invisible, oculta por las brumas, pero ahora
veían, a lo lejos, las columnas de humo que se alzaban de los
altares del gran templo.
Moctezuma se encontraba a sólo unas horas de
marcha.
Benítez, apostado en una azotea, contempló
el panorama con expresión de asombro y respeto. Nunca había
imaginado un lugar tan bello. En todas las direcciones se veían
bosques de robles, sicomoros y cedros, campos de maíz y maguey. La
ciudad era una maravilla, la formaban casas blancas, de adobe y con
las techumbres de paja, algunas construidas sobre pilares en las
tranquilas aguas del lago, además de palacios de piedra volcánica
ocre como el que ocupaba él. Las terrazas con flores y árboles
frutales llegaban hasta la orilla del agua. La suave brisa de la
tarde traía los deliciosos aromas del pescado asado con hierbas y
el cálido perfume de los hibiscos.
Nunca había visto una ciudad comparable a
aquélla, ni siquiera Toledo y mucho menos Salamanca.
Le asombraba la arquitectura. El palacio que
les habían dado como alojamiento estaba construido con piedra y
cedro, era sólido como cualquier palacio de un Grande en Castilla o
Andalucía, pero con la fragancia de las vigas de madera preciosa
que sostenían el techado. Las paredes estaban cubiertas con tapices
multicolores y pinturas al fresco. Había cacatúas y papagayos en
jaulas colgantes y numerosos patios, cada uno con su propio
jardín.
Rezó para que no se produjera ningún combate
que hiciera peligrar tanta delicada belleza. Se consoló recordando
lo que Cortés había repetido tantas veces: no habían ido allí para
hacer la guerra, sino para llevar la paz, la salvación y la fe
verdadera.
Norte se unió a Benítez en la terraza, y
durante unos minutos, ambos compartieron un incómodo
silencio.
—¿De dónde sois, Norte?
Norte pareció sorprendido por la
pregunta.
—De una aldea llamada Barajas, en
Castilla.
—Cuando estabais allí, ¿imaginasteis algún
lugar como éste?
—No, mi señor. La choza en la que vivía no
se parecía en nada a todo esto. Incluso los más pobres de aquí
viven mejor de lo que yo vivía. Sin embargo, los mexicas parecen
haberlo conseguido sin estar iniciados en los secretos de Cristo o
de la Virgen.
Benítez sintió el pinchazo de la irritación.
¿Por qué se le había ocurrido pedir la opinión de Norte?
—Cada vez que abrís la boca es para proferir
una blasfemia.
—¿Es una blasfemia? A mí me parece una
verdad evidente. Ocho años fuera de la sociedad cristiana te dan
una perspectiva diferente.
—Quizá no sean tan atrasados como creíamos
en un principio Pero hemos venido aquí armados con la fe verdadera
y se nos ha confiado una misión sagrada.
—El hecho de conseguir la victoria no nos
convierte en salvadores. Los bárbaros también conquistaron
Roma.
Benítez se disponía a rebatir la opinión de
Norte, pero se lo pensó mejor. El panorama que tenía delante no
invitaba a la discusión. Así que permanecieron en silencio hasta
que el sol se ocultó detrás de la montaña y se hizo demasiado
oscuro para ver nada.
Ella sólo tenía seis años y su padre
intentaba explicarle por qué no había cambiado la fecha de su
nacimiento que le daba su nombre por otra mis propicia.
«Tú serás Ce Malinalli, Una Hoja de
Penitencia —4e susurró—. Estás señalada para encontrar tu destino
en el caos y la destrucción. Sin el caos nuestro pueblo no podrá
crear un orden nuevo. Tenemos que destruir a los mexicas para poder
construir una nueva nación.»
Las palabras habían significado muy poco
para ella en el momento. Más tarde comprendió que quizás aquella
era la razón por la que su madre se había alegrado de deshacerse de
ella; una hija con ese nombre sólo podía traer mala suerte.
Ahora no recordaba a su padre, ni siquiera
su rostro, pero recordaba su voz. Era suave y tranquilizadora, como
una mano acariciándole la cabeza. Aquella mañana, él le había
explicado que había dos clases de personas, aunque el verdadero
sexo no era masculino ni femenino. «No —le dijo—. Hay personas que
viven y mueren sin dejar ni rastro de su paso en el aire, y otras
que están destinadas a cambiar el destino del mundo. Tú eres una de
éstas. Lo sé desde el día que naciste. Estarás aquí cuando llegue
la Serpiente Emplumada y le ayudarás a librarnos de los mexicas. Lo
he visto en los portentos del cielo. Estás bendecida y eres maldita
con tu destino, mi pequeña, mi hija, mi chiquita, mi Una Hoja de
Penitencia.»
Habían encendido el fuego en el hogar de
piedra que había en el exterior y ahora la pared estaba al rojo
vivo. Flor de Lluvia le hizo entrar en el temazcalli, la casa de baños, se quitó las prendas
y le indicó con un gesto que él la imitara. Después le hizo sentar
en un banco de piedra.
En una esquina del cuarto había una batea
que recibía el agua del pozo exterior a través de un agujero en la
pared. La muchacha cogió un recipiente de terracota, recogió agua y
la arrojó contra la pared caliente. La habitación se llenó de vapor
inmediatamente.
Flor de Lluvia se sentó junto al hombre y
observó su cuerpo desnudo. La herida en el brazo había cicatrizado
bien. El calor no tardó en abrirle los poros. La joven cogió un
puñado de hierbas y comenzó a frotarle la espalda y el pecho.
Advirtió que su desnudez le había excitado.
Le indicó por señas que sólo estaban aquí para bañarse pero él no
dejaba de acariciarle, aunque con mucha gentileza. Ahora le
gustaban sus besos, aunque le pinchaba la barba, y le agradaba la
manera de acariciarla. Ella le había enseñado lo que la hacía
disfrutar y él se había mostrado como un alumno aplicado. Benítez
se echó a reír y ella le secundó.
Flor de Lluvia se apartó para echar más agua
contra la pared. El vapor llenó la habitación con un sonoro
siseo.
De pronto, él se colocó detrás. Los cuerpos
estaban resbaladizos por el sudor y la muchacha sintió como el
macuáhuitl se deslizaba suavemente entre los pliegues de su cuerpo.
Le oyó gemir. Volvió la cabeza para recibir sus besos. El la
levantó cogiéndola por las axilas y ella separó los muslos. Se
sorprendió al ver que su cueva estaba preparada. Por primera vez se
encontró disfrutando como imaginaba que una esposa disfrutaría con
su marido. El continuaba riendo mientras le besaba el cuello. Flor
de Lluvia tendió los brazos hacia atrás y lo sujetó para que la
penetrara.
—Querido —dijo la muchacha, y la palabra le
sonó extraña—. Querido mío.
Mientras él alcanzaba su momento, Flor de
Lluvia se preguntó a quién se parecería su hijo, si llegaba a tener
uno: «¿a Norte o a este peludo español?» Pero se recordó que ése
era un tema sin importancia. Mucho antes de que llegara el día,
Benítez estaría de regreso con su esposa en el país de las Nubes, o
habrían muerto en los altares del gran señor mexica.
Moctezuma observó las viandas, cada una
dispuesta en la mejor cerámica roja y negra choluteca, que
mantenían calientes sobre pequeños braseros de terracota. El
pescado nadaba en el mar oriental la mañana anterior, y los
mensajeros lo habían transportado a través de las llanuras y las
montañas. También había exquisiteces como cuervos, perdices, venado
y saltamontes, serpientes de cascabel y gusanos de agave del
desierto, rudos de larvas y salamandras de los lagos, y armadillos
del bosque. Una jarra de chocolate caliente para beber y de postre,
semillas de cacao trituradas, hervidas con harina de maíz y
rociadas con miel.
Pero ninguno de aquellos manjares le
tentó.
Después de devolver los platos a las
cocinas, retiraron los biombos que resguardaban su intimidad
mientras comía y comenzó el espectáculo de su grupo particular de
monstruos: bailarines jorobados, enanos acróbatas, un cojo que
hacía malabarismos con pelotas tumbado de espaldas. Los músicos
tocaban flautas y tambores. Pero el gran tlatoani apenas si les prestaba atención.
Un sirviente le encendió la pipa y mientras
fumaba se sumergió en sus pensamientos. Pese a lo mucho que siempre
había temido el regreso de la Serpiente Emplumada, ahora se le
había ocurrido una interpretación mucho mis siniestra de los
últimos acontecimientos. Se la había sugerido un comentario casual
de uno de sus espías; éste le había informado de que el señor
Malintzin poseía un pequeño espejo que le permitía ver el alma de
los hombres. Como antiguo sacerdote, sabía que la Serpiente
Emplumada no tenía ningún espejo; en cambio, sí que lo poseía su
rival Tezcatlipoca.
Tezcatlipoca, Espejo Negro que Humea: el
dios de la aflicción, la angustia y la enfermedad, cuyo principal
placer era disfrazarse de mil y una maneras para traer la miseria y
el sufrimiento a los seres humanos. Lo mismo que el señor
Malintzin, mostraba un gran interés por las riquezas personales y
cada vez que aparecía en la tierra provocaba confusiones y
angustias; como había hecho el señor Malintzin.
La posibilidad de que el señor Malintzin
fuese Espejo Negro que Humea aumentó el desconcierto de Moctezuma.
Cuando creía tener que enfrentarse a la Serpiente Emplumada había
sabido por lo menos el dilema que tenía entre manos; pero ¿qué
pasaría si ésta era una prueba de su lealtad, o Tezcadipoca por
algún razón desconocida estaba insatisfecho con los mexicas? ¿Qué
debía hacer para salvar a su pueblo y salvarse también él? ¿Cómo
debía proceder?
Lo único que sabía era que al día siguiente
debía salir e ir a enfrentarse al dios, y que nada en su formación,
como sacerdote o como príncipe, le había preparado para semejante
encuentro.