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EL redoblar de los tambores,
los sones de las flautas, los deliciosos olores de la comida
caliente y las especias. Sobre las esteras colocadas ame ellos se
amontonaban las bandejas con tortas de maíz, conejo asado y
fríjoles con chile. Cortés y sus oficiales se sentaron a comer en
compañía de Maxixcatzin y los otros grandes señores de Tlaxcala. Un
grupo de acróbatas hacían sus piruetas y los enanos bailaban y
cantaban para entretener a los invitados.
Xicoténcatl el Viejo se volvió para hablar
con La Malinche, que estaba sentada un poco más atrás, entre él y
el capitán general.
—¿Qué dice? —preguntó Cortés.
—Dice que no debéis ir a Cholula.
—Los mexicas nos han prometido una
bienvenida hospitalaria.
La muchacha mantuvo una breve conversación
con el jefe en náhuatl y luego tradujo lo que éste le había
dicho.
—Dice que antes confiaría en que una
serpiente de cascabel no le mordiera que en la hospitalidad de los
mexicas. Si vais a Tenochtitlan debéis ir por el camino de
Huexotzinco.
«Por lo visto, ahora todos se preocupan por
nuestro bienestar —se dijo Cortés—. Cómo han cambiado las cosas en
pocos días.
—Tendré que reflexionarlo —manifestó
Cortés.
—Por supuesto que lo pensaréis —replicó La
Malinche—, peto debéis ir a Cholula.
Alvarado y Benítez oyeron la conversación y
ambos miraron a la muchacha con expresión de asombro.
¡Maldita sea! —exclamó Alvarado—. ¡No podéis
hablar a nuestro jefe de esa manera!
Cortés sonrió. Le divertía ver las
reacciones de los capitanes. Su hermosa gata era capaz de alterar
incluso a alguien tan imperturbable como Alvarado.
—Doña Marina tiene razón —afirmó—. Tengo que
ir a Cholula.
—¿Por qué? —preguntó Benítez.
El capitán general no le respondió porque
Xicoténcatl el Viejo conversaba otra vez con la muchacha.
—Quiere sellar la alianza que habéis hecho
con él. Os ofrece mujeres para todos vuestros capitanes. —La
Malinche vaciló un instante—. Desea que vos aceptéis a su
hija.
Maxixcatzin señaló a cinco mujeres que
permanecían sentadas con mucho recato al otro extremo del salón.
Vestían faldas de fibra de magüey y huipitili con hermosos bordados. En el cabello
llevaban adornos de jade.
—Una es la hija de Maxixcatzin —añadió La
Malinche—. Las demás son hijas de los grandes señores tlaxcaltecas.
La que Xicoténcatl dice que es su hija es la de la derecha. En
realidad, es su nieta, pero quiere darse importancia.
—¿Qué opináis, doña Marina? —preguntó el
capitán general, observando a las mujeres con ojo crítico.
—¿Mi señor?
—¿Debo aceptar su amable oferta? ¿Debo
acostarme con su nieta?
«Ah, por fin —pensó Cortés—. Una expresión
de incertidumbre, de dolor, en su rostro impasible. Mi pequeña
princesita es celosa y posesiva como todas las demás mujeres.» La
muchacha parecía haberse quedado muda de repente. El comandante
sonrió.
—Decidle que es un gesto muy amable de su
parte, y que se lo agradezco. Pero que no puedo aceptar a su hija,
aunque es muy bella, porque ya estoy casado y mi religión sólo me
permite tener una esposa.
Cortés volvió su atención a la comida pero
notó la incomodidad de La Malinche, su silencio. Pasaron unos
momentos antes de escucharle traducir sus palabras al anciano jefe,
y advirtió que el tono de voz no era el mismo de antes.
Miró a la muchacha, como si no se hubiera
dado cuenta del efecto que habían producido sus últimas
palabras.
—Por favor, informadle que mis capitanes se
sentirán muy honrados por aceptar a estas hermosas damas como
esposas. Sin embargo, primero deben ser bautizadas en la fe
cristiana. Recordadle también que él es un hombre anciano y que muy
pronto deberá pensar en la muerte. Porque es mi amigo, me gustaría
que él y los demás jefes aceptasen el sacramento y renunciasen a
los antiguos dioses, para que sus almas encuentran la paz eterna en
el cielo.
La Malinche pareció asombrada ante esta
declaración. El capitán general la escuchó tartamudear mientras
traducía, con muchas pausas. Cuando acabó, la sonrisa había
desaparecido del rostro del anciano.
—Os responde de la siguiente manera —dijo 1a
muchacha—. Acepta feliz que sus hijas sean rociadas con agua si eso
os complace. Pero no está dispuesto a renunciar a sus dioses aunque
en ello le vaya la vida. Si Jo hiciera, provocaría una insurrección
entre su pueblo.
«¿Por qué estas gentes son tan
empecinadas?», se preguntó Cortés, Creía que fray Bartolomé Olmedo
y el padre Díaz se lo habían explicado a fondo, que les habían
hecho comprender sus errores.
—Si se convierte en cristiano —insistió
Cortés—, encontrará la felicidad eterna en el paraíso. Pero si
muere sin el sacramento, será arrojado al fuego del infierno y
padecerá los más terribles tormentos por los siglos de los siglos.
Debe renunciar a los sacrificios...
Fray Bartolomé Olmedo apoyó una mano sobre
el hombro del capitán general.
—Mi señor, quizás éste no es el momento más
apropiado. Debemos ser más moderados en nuestros tratos.
Cortés miró con sorpresa el rostro rubicundo
del fraile.
—¿Es posible que un clérigo quiera impedirme
divulgar la palabra de Cristo? ¿Cuál de nosotros es un hombre de
Dios?
—Sólo os pido que moderéis vuestros
comentarios.
—¡Siempre queréis que me calle cuando sale
el tema!
—Creo que es mejor traer el conocimiento de
Dios a estas gentes poco, a poco. Si nos apresuramos, perderemos
todo lo conseguido.
—Tenéis razón, mi señor —intervino Al
varado—. Forzar la mano cuando sólo acabamos de hacer la paz con
esta gente sería un suicidio.
Cortés movió la cabeza. Los hombres eran
unos cobardes. En un tema tan importante como la salvación, ¿qué
más daba si los hombres aceptaban la fe verdadera voluntariamente o
a punta de espada?
—Decidle a Xicoténcatl que aceptamos
complacidos a las novias. Ya hablaremos de asuntos de religión en
otro momento.
Benítez descubrió que había contenido la
respiración, ante la posibilidad de un desastroso enfrentamiento.
Ahora soltó el aire en un Largo suspiro. Incluso fray Bartolomé
Olmedo estaba temblando. Habían ganado mucho, y Cortés parecía
dispuesto a perderlo todo.