35

 

UNA enorme llanura desierta. Un águila volaba en círculos por encima de sus cabezas, una silueta negra contra el cielo encapotado.
Cortés señaló a un pequeño grupo de indígenas, quizás una veintena, vestidos con capas rojas y blancas. En cuanto advirtieron la presencia de los españoles, echaron a correr hacia el desfiladero, al otro extremo del valle.
—Les cortaremos el paso —manifestó Cortés. Miró a Benítez—. Coged a Martín Lares y otros cuatro jinetes y cortadles la retirada. Voy a buscar a doña Marina y regresaré para parlamentar con ellos.

 

 

 

No tardaron más que unos minutos en dar alcance a los aborígenes. Les cortaron la retirada y los acorralaron como si fueran ganado. Benítez esperaba verles aterrorizados ante la visión de los corceles, como había sucedido con los tabasqueños; en cambio, uno de los indios se lanzó a la carrera contra él, armado con un gran garrote tachonado con trozos de obsidiana. Pillado por sorpresa, no tuvo tiempo de utilizar la lanza. El garrote golpeó el brazuelo de la yegua, que reculó relinchando de dolor, mientras Benítez hacía lo imposible para no caerse. Fue Lares quien le salvó. El jinete se adelantó en un segundo para atravesar con la lanza el pecho del tlaxcalteca.
Ahora otros dos de los naturales corrían hacia ellos, con las lanzas en alto. Benítez intentó recuperar el control del animal, pero la pobre bestia, martirizada por el dolor de la herida, no dejaba de corcovear. Como no podía utilizar la lanza, la dejó caer y desenvainó la espada. Acabó con el primer indio de un espadazo, mientras el otro caía aplastado por los cascos de la yegua encabritada.
Benítez vio que uno de los jinetes daba media vuelta y se alejaba a todo galope. Jaramillo. Los demás jinetes se sumaron a la pelea. Otros dos caballos resultaron heridos cuando intentaron arrollar a los tlaxcaltecas que se defendían con los garrotes y las lanzas. ¡Por todos los Santos! Otro caballo cayó de rodillas después de recibir un terrible mazazo. El jinete se alejó a rastras, herido en una pierna.
Lares soltó un grito de alarma y Benítez se volvió en la montura, convencido de que uno de los indios había conseguido rodearle.
¡Virgen Santa! El horizonte parecía venir hacia ellos, transformado en una masa color rojo y blanco, que se ondulaba en la llanura. Salían del desfiladero como una inmensa ola. El viento transportaba sus gritos y cantos de guerra.
Cortés y el resto de la caballería cargó contra los tlaxcaltecas que atacaban a la avanzadilla, y en cuestión de minutos, acabaron con todos ellos. El capitán se irguió en los estribos, buscando a Benítez.
—¡Os ordené que no utilizarais las armas! —gritó—. ¡Os dije que no buscarais el combate!
—Se volvieron contra nosotros. ¡No pudimos hacer otra cosa más que defendernos! —protestó Benítez.
Cortés no le hizo caso. Ahora no había tiempo para las recriminaciones. Los indios se les echaban encima, no estaban a más de unos cien pasos de distancia.
—¡Virgen santa, ya podemos darnos por muertos! —dijo Benítez.
—No mientras tengamos la artillería —replicó Cortés.
Habían perdido dos caballos en la refriega. Lares y Benítez recogieron a los jinetes, y siguieron a Cortés hasta sus líneas.

 

Benítez veía ahora a los indios con toda claridad. Llevaban pintados los rostros como calaveras, y los cuerpos con rayas rojas y blancas. El sonido de los gritos de guerra era escalofriante. Apretó la empuñadura de la espada. «Mantén la calma.»
La yegua estaba casi coja. Un gran trozo de carne le colgaba del brazuelo y le sangre chorreaba por la pata delantera derecha. No podía cabalgarla en estas condiciones. Miró a la izquierda. Habían descargado la artillería. Mesa se encontraba junto a una de las culebrinas, atento a la orden de Cortés. Ordaz y la infantería estaban detrás, preparados para avanzar y proteger a los cañones si los indios conseguían abrirse paso. Benítez desmontó y se unió a Ordaz.
—¿Estáis bien? —preguntó Ordaz.
Benítez prefirió asentir porque no confiaba en que su voz no revelase el miedo que sentía.
—Siempre son los rufianes y la carne de cañón los que hacen más bulla —afirmó Ordaz, como si quisiera convencerte a él mismo—Los soldados combaten sin hacer tanto ruido.
«¿Rufianes? —pensó Benítez—. No pelean tomo rufianes. No hay muchos hombres capaces de hacer frente a la carga de un caballo».
Cortés bajó la espada para dar la orden de disparar.
Rugieron los cañones y las primeras filas de los tlaxcaltecas desaparecieron de la vista. A medida que se dispersaban las nubes de humo nevero. vieron a los pocos supervivientes que iban de aquí para allá con aspecto alelado. Pero en lugar de retirarse, comenzaron a recoger a sus muertos y los heridos.
El capitán general dio otra orden y la caballería avanzó para rematar a los indios con las lanzas y las espadas, pero coa la precaución de retirarse antes de que los naturales pudieran reaccionar. Repitieron la operación varias veces, pero los tlaxcaltecas se negaban a abandonar a los muertos.
—¿Por qué no se retiran? —preguntó Benítez. asqueado.
Los cañones estaban preparados. Cortés ordenó otra descarga.

 

Las nubes de humo acre flotaban sobre la llanura. Los tlaxcaltecas se habían refugiado en lugar seguro. Ordaz tosió con fuerza y lanzó un escupitajo.
—Os lo dije, Benítez. Carne de cañón. —Desenvainó la espada y se hizo un pequeño tajo en el pulgar—. El buen soldado nunca se va a dormir sin darle de beber a su espada —comentó, antes de enfundar la espada y alejarse.
Cortés recorrió a caballo las posiciones de la artillería. En la mano derecha sostenía la espada ensangrentada. Vio a Benítez.
—Quizás ahora estén más dispuestos a parlamentar —opinó.
«Eso espero —se dijo Benítez—. Si no lo hacen, ya podemos darnos por muertos. Se supone que un caballo vale por trescientos hombres. S«es cierto, entonces esta pequeña refriega nos acaba de costar seiscientos muertos y novecientos heridos».
Jaramillo esperó a que Cortés se alejara lo suficiente como para no escuchar sus palabras, y se acercó. Benítez lo miró, furioso.
—En cuanto vi el cariz que tomaban las cosas —manifestó Caramillo—, decidí ir en busca de refuerzos. ¡Fue una suerte para todos nosotros que pudiera llegar a Cortés a tiempo!
Benítez recordó la expresión aterrorizada de Jaramillo mientras escapaba del escenario del combate.
—Sí, fue una suerte.
—¿Quiénes son estos indios que no tienen miedo de los caballos? —preguntó Jaramillo, inclinándose en la montura.
Benítez permaneció en silencio. Desconocía la respuesta.
La princesa azteca
titlepage.xhtml
index_split_000.xhtml
index_split_001.xhtml
index_split_002.xhtml
index_split_003.xhtml
index_split_004.xhtml
index_split_005.xhtml
index_split_006.xhtml
index_split_007.xhtml
index_split_008.xhtml
index_split_009.xhtml
index_split_010.xhtml
index_split_011.xhtml
index_split_012.xhtml
index_split_013.xhtml
index_split_014.xhtml
index_split_015.xhtml
index_split_016.xhtml
index_split_017.xhtml
index_split_018.xhtml
index_split_019.xhtml
index_split_020.xhtml
index_split_021.xhtml
index_split_022.xhtml
index_split_023.xhtml
index_split_024.xhtml
index_split_025.xhtml
index_split_026.xhtml
index_split_027.xhtml
index_split_028.xhtml
index_split_029.xhtml
index_split_030.xhtml
index_split_031.xhtml
index_split_032.xhtml
index_split_033.xhtml
index_split_034.xhtml
index_split_035.xhtml
index_split_036.xhtml
index_split_037.xhtml
index_split_038.xhtml
index_split_039.xhtml
index_split_040.xhtml
index_split_041.xhtml
index_split_042.xhtml
index_split_043.xhtml
index_split_044.xhtml
index_split_045.xhtml
index_split_046.xhtml
index_split_047.xhtml
index_split_048.xhtml
index_split_049.xhtml
index_split_050.xhtml
index_split_051.xhtml
index_split_052.xhtml
index_split_053.xhtml
index_split_054.xhtml
index_split_055.xhtml
index_split_056.xhtml
index_split_057.xhtml
index_split_058.xhtml
index_split_059.xhtml
index_split_060.xhtml
index_split_061.xhtml
index_split_062.xhtml
index_split_063.xhtml
index_split_064.xhtml
index_split_065.xhtml
index_split_066.xhtml
index_split_067.xhtml
index_split_068.xhtml
index_split_069.xhtml
index_split_070.xhtml
index_split_071.xhtml
index_split_072.xhtml
index_split_073.xhtml
index_split_074.xhtml
index_split_075.xhtml
index_split_076.xhtml
index_split_077.xhtml
index_split_078.xhtml
index_split_079.xhtml
index_split_080.xhtml
index_split_081.xhtml
index_split_082.xhtml
index_split_083.xhtml
index_split_084.xhtml
index_split_085.xhtml
index_split_086.xhtml
index_split_087.xhtml
index_split_088.xhtml
index_split_089.xhtml
index_split_090.xhtml
index_split_091.xhtml
index_split_092.xhtml
index_split_093.xhtml
index_split_094.xhtml
index_split_095.xhtml
index_split_096.xhtml
index_split_097.xhtml
index_split_098.xhtml
index_split_099.xhtml
index_split_100.xhtml
index_split_101.xhtml
index_split_102.xhtml
index_split_103.xhtml
index_split_104.xhtml
index_split_105.xhtml
index_split_106.xhtml
index_split_107.xhtml
index_split_108.xhtml
index_split_109.xhtml
index_split_110.xhtml
index_split_111.xhtml
index_split_112.xhtml
index_split_113.xhtml
index_split_114.xhtml
index_split_115.xhtml