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UNA enorme llanura desierta.
Un águila volaba en círculos por encima de sus cabezas, una silueta
negra contra el cielo encapotado.
Cortés señaló a un pequeño grupo de
indígenas, quizás una veintena, vestidos con capas rojas y blancas.
En cuanto advirtieron la presencia de los españoles, echaron a
correr hacia el desfiladero, al otro extremo del valle.
—Les cortaremos el paso —manifestó Cortés.
Miró a Benítez—. Coged a Martín Lares y otros cuatro jinetes y
cortadles la retirada. Voy a buscar a doña Marina y regresaré para
parlamentar con ellos.
No tardaron más que unos minutos en dar
alcance a los aborígenes. Les cortaron la retirada y los
acorralaron como si fueran ganado. Benítez esperaba verles
aterrorizados ante la visión de los corceles, como había sucedido
con los tabasqueños; en cambio, uno de los indios se lanzó a la
carrera contra él, armado con un gran garrote tachonado con trozos
de obsidiana. Pillado por sorpresa, no tuvo tiempo de utilizar la
lanza. El garrote golpeó el brazuelo de la yegua, que reculó
relinchando de dolor, mientras Benítez hacía lo imposible para no
caerse. Fue Lares quien le salvó. El jinete se adelantó en un
segundo para atravesar con la lanza el pecho del tlaxcalteca.
Ahora otros dos de los naturales corrían
hacia ellos, con las lanzas en alto. Benítez intentó recuperar el
control del animal, pero la pobre bestia, martirizada por el dolor
de la herida, no dejaba de corcovear. Como no podía utilizar la
lanza, la dejó caer y desenvainó la espada. Acabó con el primer
indio de un espadazo, mientras el otro caía aplastado por los
cascos de la yegua encabritada.
Benítez vio que uno de los jinetes daba
media vuelta y se alejaba a todo galope. Jaramillo. Los demás
jinetes se sumaron a la pelea. Otros dos caballos resultaron
heridos cuando intentaron arrollar a los tlaxcaltecas que se
defendían con los garrotes y las lanzas. ¡Por todos los Santos!
Otro caballo cayó de rodillas después de recibir un terrible
mazazo. El jinete se alejó a rastras, herido en una pierna.
Lares soltó un grito de alarma y Benítez se
volvió en la montura, convencido de que uno de los indios había
conseguido rodearle.
¡Virgen Santa! El horizonte parecía venir
hacia ellos, transformado en una masa color rojo y blanco, que se
ondulaba en la llanura. Salían del desfiladero como una inmensa
ola. El viento transportaba sus gritos y cantos de guerra.
Cortés y el resto de la caballería cargó
contra los tlaxcaltecas que atacaban a la avanzadilla, y en
cuestión de minutos, acabaron con todos ellos. El capitán se irguió
en los estribos, buscando a Benítez.
—¡Os ordené que no utilizarais las armas!
—gritó—. ¡Os dije que no buscarais el combate!
—Se volvieron contra nosotros. ¡No pudimos
hacer otra cosa más que defendernos! —protestó Benítez.
Cortés no le hizo caso. Ahora no había
tiempo para las recriminaciones. Los indios se les echaban encima,
no estaban a más de unos cien pasos de distancia.
—¡Virgen santa, ya podemos darnos por
muertos! —dijo Benítez.
—No mientras tengamos la artillería —replicó
Cortés.
Habían perdido dos caballos en la refriega.
Lares y Benítez recogieron a los jinetes, y siguieron a Cortés
hasta sus líneas.
Benítez veía ahora a los indios con toda
claridad. Llevaban pintados los rostros como calaveras, y los
cuerpos con rayas rojas y blancas. El sonido de los gritos de
guerra era escalofriante. Apretó la empuñadura de la espada.
«Mantén la calma.»
La yegua estaba casi coja. Un gran trozo de
carne le colgaba del brazuelo y le sangre chorreaba por la pata
delantera derecha. No podía cabalgarla en estas condiciones. Miró a
la izquierda. Habían descargado la artillería. Mesa se encontraba
junto a una de las culebrinas, atento a la orden de Cortés. Ordaz y
la infantería estaban detrás, preparados para avanzar y proteger a
los cañones si los indios conseguían abrirse paso. Benítez desmontó
y se unió a Ordaz.
—¿Estáis bien? —preguntó Ordaz.
Benítez prefirió asentir porque no confiaba
en que su voz no revelase el miedo que sentía.
—Siempre son los rufianes y la carne de
cañón los que hacen más bulla —afirmó Ordaz, como si quisiera
convencerte a él mismo—Los soldados combaten sin hacer tanto
ruido.
«¿Rufianes? —pensó Benítez—. No pelean tomo
rufianes. No hay muchos hombres capaces de hacer frente a la carga
de un caballo».
Cortés bajó la espada para dar la orden de
disparar.
Rugieron los cañones y las primeras filas de
los tlaxcaltecas desaparecieron de la vista. A medida que se
dispersaban las nubes de humo nevero. vieron a los pocos
supervivientes que iban de aquí para allá con aspecto alelado. Pero
en lugar de retirarse, comenzaron a recoger a sus muertos y los
heridos.
El capitán general dio otra orden y la
caballería avanzó para rematar a los indios con las lanzas y las
espadas, pero coa la precaución de retirarse antes de que los
naturales pudieran reaccionar. Repitieron la operación varias
veces, pero los tlaxcaltecas se negaban a abandonar a los
muertos.
—¿Por qué no se retiran? —preguntó Benítez.
asqueado.
Los cañones estaban preparados. Cortés
ordenó otra descarga.
Las nubes de humo acre flotaban sobre la
llanura. Los tlaxcaltecas se habían refugiado en lugar seguro.
Ordaz tosió con fuerza y lanzó un escupitajo.
—Os lo dije, Benítez. Carne de cañón.
—Desenvainó la espada y se hizo un pequeño tajo en el pulgar—. El
buen soldado nunca se va a dormir sin darle de beber a su espada
—comentó, antes de enfundar la espada y alejarse.
Cortés recorrió a caballo las posiciones de
la artillería. En la mano derecha sostenía la espada ensangrentada.
Vio a Benítez.
—Quizás ahora estén más dispuestos a
parlamentar —opinó.
«Eso espero —se dijo Benítez—. Si no lo
hacen, ya podemos darnos por muertos. Se supone que un caballo vale
por trescientos hombres. S«es cierto, entonces esta pequeña
refriega nos acaba de costar seiscientos muertos y novecientos
heridos».
Jaramillo esperó a que Cortés se alejara lo
suficiente como para no escuchar sus palabras, y se acercó. Benítez
lo miró, furioso.
—En cuanto vi el cariz que tomaban las cosas
—manifestó Caramillo—, decidí ir en busca de refuerzos. ¡Fue una
suerte para todos nosotros que pudiera llegar a Cortés a
tiempo!
Benítez recordó la expresión aterrorizada de
Jaramillo mientras escapaba del escenario del combate.
—Sí, fue una suerte.
—¿Quiénes son estos indios que no tienen
miedo de los caballos? —preguntó Jaramillo, inclinándose en la
montura.
Benítez permaneció en silencio. Desconocía
la respuesta.