13

 

LA tensión se reflejaba en los sudorosos rostros barbados. Desde la marcha de los indios, Cortés había puesto el campamento en pie de guerra Incluso por la noche dormían con las armaduras puestas. El comandante había convocado a los oficiales a una reunión urgente. Alvarado era el único que no parecía tomarse muy en serio la situación. Apoyado en uno de los postes de la tienda, contemplaba a los reunidos con una expresión burlona.
—No consigo entender lo que ha pasado —manifestó Sandoval—. ¿Por qué se han marchado? Creía que habíamos dejado bien claro que éramos amigos.
—Se mostraron muy bien dispuestos a aceptar nuestra amistad —señaló Velázquez de León, con voz agria—, hasta que Cortés insistió en reunirse con el tal Moctezuma.
Cortés aceptó el reproche sin comentarios.
—Los hombres creen que ha llegado el momento de regresar a Cuba —intervino Ordaz.
El conquistador sonrió a pesar de que por dentro rabiaba.
—Todavía nos queda mucho más por ganar —replicó, con una voz suave que llevaba a engaño—. Todos vosotros habéis visto la gran rueda de oro que nos regaló Moctezuma. Eso es sólo una muestra de los inmensos tesoros que hay aquí.
—El gobernador nos dijo que exploráramos la costa y comerciáramos allí donde pudiéramos —insistió Velázquez de León, con los puños apoyados en la mesa—. Nos prohibió expresamente dormir en tierra. Sin embargo, llevamos semanas sentados en esta maldita playa, expuestos a un ataque de esos indios traicioneros mientras nuestros compañeros mueren de fiebres. No podemos quedarnos aquí para siempre. Ya hemos conseguido mucho más oro y objetos preciosos de lo que podíamos imaginar. Deberíamos regresar a Cuba inmediatamente y entregárselo todo al gobernador.
En la sien de Cortés se hinchó una vena. ¿Regresar a Cuba? Volver a Cuba le arruinaría. Velázquez se quedaría con el oro y a él ni siquiera le quedaría lo suficiente para cubrir los gastos. Había hipotecado todas su? posesiones, había agotado su crédito para financiar aquella expedición Además, después los sucesos que habían culminado con su partida, estaba muy claro que el gobernador mandaría arrestarle y lo enviaría a España con grilletes. Cortés no se resignaba a acabar deshonrado y en la miseria después de quince años de esfuerzos en las Indias.
—Sólo deseo lo mejor para vosotros y para todos los hombres que me han dispensado su confianza. Soy un soldado cristiano y súbdito lea1 del rey. Haré lo que vosotros consideréis más conveniente. Si vosotros y vuestros hombres deseáis regresar a Cuba, eso es lo que haremos.
—¡Cortés, eso no es lo que habíamos acordado! —protestó Alvarado, en tono feroz.
Cortés extendió las manos en un gesto de indefensión.
—Aparentemente no podemos hacer nada más. Como bien han señalado estos caballeros, los órdenes del gobernador son muy ciaras.
—¿Prestaréis atención a lo que dicen estos dos papanatas? —replicó Alvarado, mirando a León y a Ordaz. Los dos hombres echaron mano a las espadas y tuvieron que ser contenidos por los demás.
Reinó un silencio cargado de amenazas que rompió Benítez.
—Tienen razón en una cosa, señor. No podemos quedarnos aquí sin hacer nada.
—Si regresamos a Cuba —opinó Portocarrero—, nunca más veremos el oro que hemos conseguido.
—Como he dicho, caballeros, aparentemente no tenemos otra opción —manifestó Cortés.
Velázquez de León y Ordaz intercambiaron una mirada. No habían esperado obtener una victoria tan sencilla. Ordaz se levantó.
—Iré a decírselo a los hombres.
Velázquez de León le siguió no sin antes mirar a Alvarado con aire feroz.
—Os habéis rendido sin resistencia a esos velasquistas —afirmó Portocarrero.
—¿Debo creer entonces que el resto de vosotros no deseáis regresar a Cuba? —preguntó Cortés.
—Como vos mismo habéis dicho, ¿qué otra cosa podemos hacer? —señaló Jaramillo, con expresión malhumorada.
—Sí que tenemos otra elección —contestó Cortés—. Si deseáis quedaros, hay otra manera de jugar nuestras cartas.

 

Sin la ayuda de los esclavos del cacique Tendile para que les proporcionaran comida, los españoles se enfrentaron a la posibilidad de morir de hambre. El pan de mandioca que habían llevado con ellos se había convertido en una masa apestosa después de pasar semanas en las bodegas de las naves. Flor de Lluvia lo había probado y lo escupió; estaba rancio y lleno de gusanos.
Ahora sólo contaban con lo que podían conseguir por ellos mismos. Los soldados españoles salían cada mañana armados, con las ballestas, a la caza de pájaros y animales, mientras Flor de Lluvia y las otras muchachas tabasqueñas se encargaban de recoger frutos silvestres y recorrían la playa a la búsqueda de cangrejos. Cada día, la búsqueda de comida los llevaba cada vez más lejos del campamento.
Una tarde, mientras Flor de Lluvia recogía bayas silvestres, oyó ruidos procedentes del estanque donde ella y Malinalli iban a bañarse. Se acercó, impulsada por la curiosidad.
Era uno de los españoles, al que llamaban Norte. Estaba desnudo, sumergido en el agua hasta la cintura. Flor de Lluvia se quedó boquiabierta. Creía que los españoles nunca se bañaban. Malinalli le había dicho que no necesitaban lavarse, pero el olfato de Flor de Lluvia contradecía claramente la veracidad de dicha afirmación.
Ya se había fijado en que Norte no se parecía mucho a los demás españoles. Parecían mantenerlo a distancia; sólo el fraile llamado Aguilar le dirigía la palabra. Resultaba curioso porque de los dos era Norte quien más se parecía a un mendicante con su semblante sombrío y los lóbulos desgarrados.
Le observó desde detrás de los helechos; su mirada se recreó en el cuerpo del hombre. El agua resbaló sobre su piel cuando se puso de pie. Tenía el cuerpo musculoso, la piel morena y suave; no era peludo como Benítez, Al varado y los demás. Sintió un cosquilleo poco habitual entre las piernas.
Si alguno de los españoles era un dios, entonces quizás era éste. Norte le daba la espalda, y la muchacha estaba segura de que no se daba cuenta de su presencia. Pero de pronto le oyó decir en la lengua indígena:
—¿Cuánto tiempo más piensas estar ahí espiándome?
«¡Sabe que estoy aquí!»
Bajó la mirada y salió del escondite, preguntándose cuál sería el castigo por espiar a un dios de la manera que lo había hecho.
—Lo lamento —murmuró—. Estaba sorprendida. No creía que los dioses necesitaran bañarse.

 

—Incluso los dioses sudan —replicó Norte. Se volvió sonriente mientras se vestía.
—No creía que me hubierais visto.
—Eso es obvio. —Norte tenía los ojos negros y la mirada ardiente. La muchacha pensó que era hermoso. Tenía el aspecto de los bellos adolescentes que los mexicas sacrificaban a la Serpiente Emplumada—. ¿Cómo te llamas?
Flor de Lluvia.
—Flor de Lluvia —repitió Norte, lentamente—. A ti te entregaron a Benítez, ¿no? —La joven asintió. El español continuó mirándola, con la cabeza ladeada, como si algo le resultara gracioso—. ¿Hay algo en mí que te llame la atención?
La muchacha le miró las orejas. Norte asintió, tocándose los lóbulos desgarrados.
—Sangre derramada para la Serpiente Emplumada.
Flor de Lluvia abrió mucho los ojos.
—¿No sois un dios?
—¿A ti te parezco un dios? —Esperó la respuesta de la muchacha, peto al ver que no contestaba, añadió—: Mucho me temo que soy una persona lo mismo que tú. Tenía una esposa con el mismo color de piel que el tuyo. Me dio dos hijos.
—¿Por qué la dejasteis?
—No la dejé.
—Entonces, ¿por qué estáis aquí?
—Ésta es mi gente —replicó Norte con cierta dificultad, como si le costara encontrar las palabras. Se encogió de hombros—. No puedes escapar de tus orígenes. Siempre acaban por encontrarte.
El español se había acercado a ella, estaba demasiado cerca. Entre su propia gente, el adulterio se castigaba con la muerte, y Flor de Lluvia suponía, como seguramente también los españoles, que estaba casada con Benítez. Norte tendió una mano para acariciarle el pelo. La muchacha se apartó.
—Lo siento —dijo Norte, bajando la mano.
—¿O sea que no sois dioses? —susurró Flor de Lluvia.
—No, somos españoles. —Norte volvió a sonreír—. Eso es mucho peor. —Sin perder la sonrisa, le volvió la espalda y se alejó, emprendiendo el camino de regreso al campamento.
Flor de Lluvia le contempló marcharse y, de pronto, se sintió muy enfadada. «¡Acabo de estar con un hombre al que me hubiera entregado voluntariamente! —pensó—. ¿Por qué Cortés no me entregó a él para ser su esposa?»
Como siempre, la vida era demasiado cruel.

 

—¿Habéis oído lo que dicen los hombres? —preguntó Aguilar.
—¿Qué dicen? —replicó Benítez.
—Comentan que Cortés quiere regresar a Cuba y entregarle al gobernador Velázquez todo el oro a cambio de su clemencia.
Benítez ya conocía el rumor. De hecho, había estado presente cuando Cortés le dijo a Alvarado que lo hiciera correr.
—¿Creéis que es cierto?
—No creo que Cortés lo haga —respondió el fraile—. Sabe que tenemos una misión que cumplir aquí. Debemos traer la salvación a estas almas benditas. Cortés es demasiado buen cristiano para pensar sólo en él mismo en estos momentos.
—Sí, estoy seguro de que tenéis razón —afirmó Benítez.

 

Cortés había mandado que sacaran la gran mesa de roble de su tienda y la colocaran en la playa a la sombra de las palmeras. Todos los participantes en la expedición estaban presentes, ansiosos por conocer lo que se había decidido sobre su futuro. El murmullo de las conversaciones cesó de inmediato para ser reemplazado por un silencio tenso en cuanto Cortés hizo acto de presencia y se encaramó en la mesa para que todos pudieran vedo.
—¡Caballeros! —comenzó Cortés—. Tengo entendido que algunos de vosotros estáis cada vez más molestos por nuestra estancia aquí, en esta playa.
Se oyó un murmullo de asentimiento. «Ve con cuidado, Cortés —pensó Benítez—. La situación es peligrosa. Los hombres están disconformes y hostiles. Esto podría desembocar en una rebelión si no se les maneja como es debido.»
—Comprendo muy bien vuestros sentimientos —añadió el comandante—. He padecido lo mismo que vosotros a lo largo de estas últimas semanas. Sin embargo, antes de tomar cualquier decisión, debemos repasar todo lo que hemos conseguido. En primer lugar, cuando salimos de Cuba, el gobernador nos ordenó asegurar el rescate de cualquier español cautivo de los naturales de Yucatán. —Se permitió una leve sonrisa—Como el hermano Aguilar y nuestro camarada Norte pueden testimoniar, conseguimos dicho objetivo.
»También se nos encargó explorar las costas de estas nuevas tierras, observar las costumbres y las religiones de los nativos que las habitan y negociar con ellos para conseguir oro. Creo que en todas estas cosas hemos superado las expectativas.
»Por consiguiente, debemos decidir lo que haremos a partir de ahora. Yo me aventuraría a decir que si regresamos a Cuba es probable que todas las glorias y, por cierto, las ganancias obtenidas por el valor de nuestras armas en el río Tabasco y en Ceutla, os sean arrebatadas. ¿Confiáis acaso en que el gobernador Velázquez os dará la parte que os corresponde de los tesoros? Muchos de vosotros estáis hoy aquí porque no estabais conformes con vuestra vida en Cuba y os sentíais insatisfechos con el tamaño de las encomiendas que el gobernador os había dado. Entonces, ¿cómo es que ahora estáis tan ansiosos por someteros a su bondadosa discreción?
—¡Estamos aquí con la carta de autorización del gobernador de Cuba! —gritó un hombre llamado Escudero—. ¡Actuar fuera de los límites de la carta es ilegal!
Cortés no le respondió, pero la sonrisa se borró de su semblante.
—Es posible que tengáis razón. Pero antes de decidir nuestras próximas acciones, permitidme que os diga algo que he descubierto.
«Una elección muy astuta de las palabras —se dijo Benítez—. Deja que los hombres crean que ellos tomarán la decisión final.»
—Estas tierras están gobernadas por un gran príncipe que reside en una ciudad situada en el centro de un hermoso lago. Si regresáramos ahora a Cuba, estaríamos volviéndole la espalda a la posibilidad de conseguir algo más que unas cuantas baratijas y aquella gran rueda de oro. ¡Creo que en estas tierras hay tantas riquezas que cada uno de los hombres que están aquí podría tener su propia rueda de oro!
Velázquez de León no pudo contenerse más.
—¡No contamos con autorización! ¿Es que estamos dispuestos a marchar contra todo un reino sólo con quinientos hombres y una docena de cañones? ¡Yo digo que debemos regresar a Cuba!
—¡Tenemos que regresar! —proclamó Ordaz—. Si nos quedamos sentados aquí, moriremos de hambre o acabaremos muertos por los indios.
Muchos de los hombres agitaron los puños en el aire y gritaron su asentimiento. Cortés aflojó los hombros como si se diera por vencido. Levantó las manos para pedir silencio.
—De acuerdo. Sólo quiero hacer lo mejor para el bien de todos. Comenzaremos los preparativos para el regreso inmediatamente.
Se oyeron algunos vítores. Cortés se disponía a bajar de la improvisada tarima cuando Alvarado se encaramó a la mesa de un salto.
—¡Aguardad! ¡Todavía no está decidido! ¡Yo afirmó que regresar a Cuba no es más que una traición!
El griterío que siguió a las palabras de Alvarado fue descomunal. Velázquez de León y Ordaz intentaron acallar a Alvarado, pero él gritaba tan fuerte como el que más. Cortés consiguió finalmente restablecer el orden. En cuanto la tropa guardó silencio, se volvió hacia Alvarado.
—¿Queréis explicarnos qué significa eso de acusarnos a todos de traición?
—Si regresamos a Cuba, Su Majestad el rey podría perder todas las posesiones que ya hemos ganado para la Corona. ¿Podemos estar seguros de que el próximo año los naturales no estarán esperándonos, que no habrán formado un gran ejército dispuesto a arrojarnos al mar? Si ése es el caso, nuestro rey lo perdería todo. ¡No, debemos construir aquí un fuerte y consolidar los derechos de la Corona!
—Estoy de acuerdo con Pedro —gritó Portocarrero—. Esta tierra ha demostrado ser muy rica. ¿Por qué no la colonizamos?
La palabra colonizar galvanizó a los presentes. Velázquez de León y Ordaz tuvieron que desgañitarse para que se escucharan sus protestas en medio del griterío general. Incluso Cortés protestó.
—¡No tenemos autoridad para hacer algo así! Admiro vuestros argumentos, caballeros, pero quizá nuestros camaradas León y Ordaz tengan razón. Nos queda poca comida y nos enfrentamos a un posible ataque de los aborígenes. Debo confesar de que no estoy a favor de nuestro regreso, porque perderé hasta el último maravedí que poseo. Lo he invertido todo en este viaje. Pero en este punto debo aceptar la decisión de mis oficiales y de los hombres cuya seguridad me ha sido confiada.
—¡No sois el único que ha invertido en esta expedición! —le recordó Portocarrero.
—Le he dado mi palabra a estos hombres —replicó Cortés, con un tono de indefensión—. Ya les he dicho que regresaríamos, tal como desean.
—Entonces, dejad que se marchen aquellos que deseen hacerlo —manifestó Sandoval. Sus palabras fueron respaldadas por unos cuantos.
—El resto de nosotros estableceremos nuestra propia colonia —intervino Jaramillo.
—¡Eso es ilegal! —protestó Escudero, furioso.
—No lo es —señaló Cortés, y un silencio absoluto siguió a su afirmación. Todos le miraron boquiabiertos. Sabían muy bien que de todos ellos, era Cortés quien mejor conocía los entresijos legales. Había sido magistrado en Santiago de Cuba—. De acuerdo con las leyes del reino, es legal que cualquier grupo de españoles funde su propio ayuntamiento si lo solicitan y se les otorga la sanción real. Entonces sólo tienen que responder directamente ante la Corona y a nadie más. Estos hombres están en su derecho.
—¡No tenemos sanción real! —afirmó Escudero.
—Se podría conseguir rápidamente —replicó Cortés.
Velázquez de León buscó el apoyo de los presentes.
—¡Tenemos órdenes de Velázquez! ¡Regresaremos a Cuba!
—¡Estoy harto de este mando! —le gritó Cortés—. ¡A quienes quieran regresar les deseo la ayuda de Dios!
—¿Qué hay del oro? —preguntó alguien.
—¡El oro se queda con quienes lo ganaron, no con los que huyen! —respondió Cortés. Bajó de la mesa de un salto y se alejó.
Una vez más, se generalizaron las discusiones.
Benítez sonrió. Una magnífica jugada. Nadie hubiera dicho que la idea de fundar una ciudad en las dunas de San Juan de Ulúa había salido del propio Cortés.

 

Norte no recordaba cuándo le había abandonado el viejo mundo y el nuevo se había insinuado en su alma, no había un momento preciso para señalar el momento en que las arenas doradas de la isla de Cozumel se había vuelto más importantes para él que la plaza del Mercado de Sevilla. El caballero cristiano que había zarpado de Palos ocho años antes le resultaba un total desconocido. Como el actor en un escenario, se confundía con las frases y le costaba trabajo representar el papel de aquel hombre.
Era como si hubiese vivido toda su vida en un sueño, porque nada le parecía real y sólido. «Mañana me despertaré y estaré otra vez entre los mayas —pensó—, y entonces tendré que volver a ser como antes, cambiaré una superstición por otra.» Aquel sentimiento no era nuevo, la terrible y oscura agonía del desarraigo y la soledad. Ahora le parecía una ironía haber pasado años con la mirada puesta en el mar y rezando fervorosamente para ver llegar a sus compatriotas de Castilla y Extremadura. Se había considerado a sí mismo como un caballero cristiano, perdido entre paganos. Ahora se veía como había sido ocho años atrás: un pirata, un ladrón y un hipócrita, que apestaba con el insoportable hedor de su transpiración.
Se echó sobre el jergón de paja, con los ojos bien abiertos, y miró el techo oscuro. Vio a dos chiquillos de piel cobriza de pie en una playa de Yucatán. Los había querido más que a cualquier otra cosa en el mundo. Se preguntó qué estarían haciendo ahora, si ya habrían celebrado los ritos funerarios por su padre. Pero no quería saberlo.
Se levantó. No podía dormir y su cuerpo necesitaba movimiento, escapar de los demonios que le atormentaban. Aguilar roncaba, sumergido en el sueño de los justos. Norte lo maldijo en silencio y salió de la choza.
La luz de la luna llena se filtraba a través de una fina capa de nubes, iluminando las olas que llegaban mansamente a la playa. Norte inspiró con fuerza, arrugó la nariz al oler en el aire la podredumbre de los pantanos y aplastó de un manotazo un mosquito que zumbaba junto a su oreja. Inquieto, caminó en dirección a la playa mientras intentaba concentrar la atención en otra cosa que no fuera su soledad.
No se había alejado más de unas cien varas cuando le atraparon.

 

Benítez era el oficial de guardia. A diferencia de algunos de sus colegas, se tomaba la responsabilidad muy en serio y no mataba las horas jugando a las cartas o emborrachándose. Visitó cada uno de los puestos, reprendió a los centinelas que encontró dormidos, inspeccionó las armas de todos y les advirtió que debían estar preparados para usarlas. Fue mientras hacía la segunda ronda cuando oyó ruidos en las dunas que estaban a su derecha; eran unos gemidos ahogados, como los de un hombre herido, o de un animal en celo. Desenfundó la espada como una medida de precaución y echó a correr.
Los encontró en la segunda subida, ocultos en las sombras en un valle entre dos dunas. Eran dos: uno lo sujetaba mientras el otro se tomaba su placer. El primero vio la silueta de Benítez recortada por la luz de la luna en lo alto de la duna y dio un grito de advertencia. Se levantaron de un salto y huyeron a trompicones por la arena suelta. Benítez vio el trasero desnudo del hombre que intentaba subirse las calzas mientras corría.
La víctima yacía tendida sobre el vientre. Se quitó el trapo que le habían metido en la boca a modo de mordaza y respiró con ansia.
—¿Norte?
Benítez vio que estaba desnudo de cintura para abajo. De pronto le entraron náuseas. Sabía qué le habían hecho.
—Estoy bien —dijo Norte.
—¿Quiénes eran? —preguntó Benítez, aunque en realidad no quería saberlo. Tenía claro cuál era el castigo que les aplicaría Cortés.
—No lo sé —respondió Norte.
«Un tipo sensato —pensó Benítez—. Los demás te matarían si los denuncias.» Uno de ellos era Guzmán. Le había visto el rostro con toda claridad a la luz de la luna. Por lo tanto, el otro debía de ser Cristóbal Flores.
—¿No les visteis las caras? —insistió Benítez—. ¿No les escuchasteis hablar?
—No. —Norte se subió los pantalones y permaneció tendido de costado en La arena. Comenzó a vomitar.
Benítez envainó la espada y se arrodilló a su lado.
—¿Estáis herido?
—¿Qué creéis?
Benítez se estremeció. Prefería morir antes de hacer de mujer para cualquier hombre.
—¿Llamo al doctor?
—Marchaos de una buena vez —murmuró Norte.
Benítez esperó, aguardando quizás alguna muestra de gratitud. Pero Norte no dijo nada. Continuó tendido; respiraba con dificultad. Benítez se apartó unos pasos, se detuvo en lo alto de la duna. Al cabo de unos minutos, oyó como Norte se incorporaba y caminaba después de regreso al campamento. Benítez lo siguió para asegurarse de que llegaba sin más problemas.
Satisfecho de que ya se hubiera cometido la tropelía de la noche, continuó su recorrido por los puestos de vigilancia.
«Pobre Norte», pensó, sorprendido por su reacción. No le gustaba el renegado, le producía una profunda desconfianza. Sin embargo, le repugnaba lo que aquellos hombres le habían hecho. La mayoría de los hombres no eran más que animales. La verdad, se dijo, que si mirabas atentamente el alma de cualquier hombre, no encontrabas a un caballero cristiano, sino que te veías cara a cara con una bestia despiadada.

 

Diego Godoy, vestido con jubón y gorra de terciopelo negro, leyó en voz alta la proclamación de Cortés que autorizaba la partida inmediata hacia Cuba de tres de los bergantines a su mando. Eran las primeras horas de la mañana y el humo negro de las hogueras del campamento se elevaba hacia el cielo de color azul claro. Los hombres formaban pequeños grupos y escuchaban las palabras del notario con expresiones hoscas y la mirada puesta en el horizonte.
En cuanto acabó la lectura de la proclama, Ordaz, León, Escudero y los demás cruzaron las dunas para ir a la tienda de Cortés. Ordaz le dijo a Cáceres, el mayordomo, que deseaban hablar con el capitán.
Cortés se hizo esperar. Cuando apareció, vestido con una camisa de lino blanco y calzas, su rostro mostraba expresión de cansancio e impaciencia.
—Caballeros...
—Hemos decidido quedarnos —manifestó Velázquez de León.
«Por supuesto que ahora queréis quedaros —pensó Cortés—. Aquí es donde está el oro. Si os presentáis ante Velázquez con las manos vacías, desde luego que no os darán las gracias por vuestra lealtad. Sin el oro seréis considerados unos traidores y cobardes.»
—Nuestro lugar está aquí a vuestro lado —añadió Montejo, otro de loa oficiales.
—Mi señor capitán —gritó León—. Debéis perdonar nuestra impaciencia anterior. Comprendemos que cometimos un grave error. No podemos abandonaros a vos o a nuestros camaradas. Debéis revocar la orden y permitir que nos quedemos.
—Este mando agotaría la paciencia de un santo —se lamentó Cortés con un suspiro. Miró los rostros de los reunidos—. Alvarado y Porto— carrero me han persuadido para que me quede. Pero debéis entender que he aceptado con dos condiciones.
Los hombres congregados delante de la tienda esperaron en silencio las palabras de su capitán.
—En primer lugar, continuaré esta expedición si se me designa capitán general y juez supremo de la nueva colonia.
Velázquez de León y Ordaz intercambiaron una mirada y después miraron a los compañeros. En realidad, no tenían a nadie más para el cargo de comandante. Portocarrero no tenía agallas para el combate y Alvarado era demasiado terco.
—Aceptado —dijo León.
—En segundo lugar, como capitán general de la provincia, recibiré una quinta parte de todo lo que recaude nuestra expedición.
—¡Un quinto! —exclamó Ordaz.
Un quinto. Lo mismo que el rey.
—Los demás lo han aceptado. Si no estáis de acuerdo, podéis regresar a Cuba.
«A ver si tenéis agallas para desafiarme», pensó Cortés.
—De acuerdo —respondió Velázquez de León. Ordaz asintió.
—Entonces, todo arreglado. No hablemos más de Cuba. Caballeros, confiad en mí, y en Dios, y conseguiremos más riquezas y fama de las que jamás habíamos soñado.
Benítez contempló el desarrollo de los acontecimientos de la mañana, con la espalda apoyada en el tronco de una ceiba. Tiritaba a pesar del tremendo calor. Le dolían los huesos. Un pequeño ramalazo de fiebre, nada más. Había mis hombres que tiritaban, pero tampoco sufrían mucho. Sólo unos pocos morían. Se pondría bien.
Aquel era un país mísero y apestoso.
La princesa azteca
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