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COFRE de
Perote
El aliento helado de Nombre de Dios le hizo
tiritar dentro de la capa. La yegua volvió la cabeza al viento y
siguió adelante.
Benítez estaba anonadado. Le sorprendía
porque había esperado sentir algo más. Pero ¿qué? ¿Quizá rabia por
la traición, vergüenza por haber acogido a una asesina en su cama,
dolor por haberla perdido? ¿Debía sentirse como un idiota por no
haber albergado nunca la más mínima sospecha, o dolorido porque
echaba de menos la sonrisa, la ternura, las caricias?
Se maldijo a sí mismo por haberse resistido
a aprender su idioma. ¿No había intentado advertirle la última
noche que pasaron juntos? El sólo recordaba haberse quedado dormido
en sus brazos y después el violento despertar cuando los gritos de
los guardias daban la voz de alarma por todo el palacio.
Había tendido una mano para tocar su cuerpo,
y ella no estaba.
Sin embargo, nadie lo sabía. Doña Marina le
había jurado a Cortés que el asesino era un guerrero mexica y todos
le habían creído. A la mañana siguiente, Benítez había abandonado
Tenochtitlan con Cortés y nadie había echado de menos a Flor de
Lluvia. Los que se quedaron en la capital creían que se había
marchado con Benítez, y los participantes de la expedición daban
por hecho que se había quedado en la ciudad.
Benítez volvió a estremecerse a pesar del
abrigo.
Sin duda, ella era ahora su enemiga, pero la
echaba de menos.
Cempoallan
Velázquez de León siempre había sido un
personaje popular, sabía ganarse el aprecio de la multitud.
Narváez, codeado por los oficiales más jóvenes, alegre, vocinglero,
peligroso, le observaba. Se había presentado a lomos de su yegua
gris, en cota de malla, con una borgoñota de elegante penacho y una
cadena de oro de dos vueltas alrededor del cuello. ¡Condenado
rufián!
—¡León! —gritó Narváez—. ¡Primo! —Le dio un
abrazo—. ¡No sé te ve nada mal a pesar de tus aventuras! ¿Has
venido a unirte a nosotros?
—He venido con el ánimo de evitar una
catástrofe —respondió León.
Narváez frunció el entrecejo. No era la
respuesta que esperaba escuchar de labios de un pariente del
gobernador.
—¿Una catástrofe? ¿A qué te refieres? ¿Cómo
puede ser una catástrofe aplastar a un traidor?
La sonrisa desapareció del rostro de
León.
—No considero a Cortés un traidor. Todo lo
contrario. Es un leal y valioso súbdito de Su Majestad y no
toleraré que se le difame en mi presencia.
Narváez dio un paso atrás. Cesaron las
risas, y reinó el silencio.
—¿Esa es la razón por la que has
venido?
—Esperaba que pudiéramos hablar de paz
—manifestó Velázquez de León—, y evitarte una derrota
ignominiosa.
«¡Insolente hijo de puta! —pensó Narváez—.
Dispongo por lo menos del triple de soldados y de caballos. Puedo
aplastar al mísero ejército de Cortés cuando quiera. ¿Cómo te
atreves a hablarme de esa manera?*
—Yo me ocuparé de él —le susurró
Salvatierra, al oído—. ¡Veremos si le dura el orgullo cuando lo
tengamos encadenado!
—Mi señor —se apresuró a intervenir el padre
Ruiz de Guevara—. No creo que debamos actuar impulsivamente. Cuando
mis camaradas y yo fuimos hechos prisioneros por ese perro de
Sandoval, Cortés se comportó como una persona razonable. Sin duda
no nos hubiera dejado libres si sólo deseara una guerra. Hablemos
con el señor Velázquez de León y escuchemos lo que ha venido a
decir.
Parlamentar con un hombre como Cortés iba en
contra de todos los instintos de Narváez. Pero Guevara era un
sacerdote y no se podía descartar su influencia. Tampoco se podía
dejar de lado la popularidad de León. «A mis oficiales no les hará
ninguna gracia si mando que le pongan grilletes —pensó—. Quizá
Guevara tenga razón. Lo mejor será actuar con astucia. Si consigo
ganarme a León tendré un amigo y un espía en el campo
enemigo.»
—Ahora no es el momento de hablar de estos
asuntos —comentó, con una sonrisa forzada—. Estarás agotado después
del viaje. Tu caballo necesita descansar y tú puedes entretenerte
con tus amigos. Ya hablaremos más tarde en mi tienda, después de
una buena comida y unas cuantas copas de vino cubano.
Le dolía mostrarse amable. Se volvió con una
sonrisa feroz y regresó a su tienda, escoltado por Salvatierra, que
no dejaba de maldecir por lo bajo.
Tenochtitlan
—Hacédselo probar —dijo Alvarado.
Un alarido. El hombre se retorció sobre la
mesa. El aire se llenó del hedor de sebo ardiente. Alvarado frunció
la nariz en un gesto de repugnancia como si la pestilencia fuera
culpa de la víctima.
Habían atado al sacerdote en cruz sobre la
mesa. El pelo largo y enredado caía por el borde, casi hasta el
suelo. El olor del indio, incluso sin las complicaciones
adicionales provistas por Alvarado, les había provocado náuseas en
cuanto entraron en el cuarto más iluminado. Ahora incluso Jaramillo
parecía molesto.
Ninguno de los presentes se compadeció en lo
más mínimo del prisionero. El hecho de que fuera un indio le hacía
menos merecedor, y que se tratara de un sacerdote convertía su
trabajo casi en un placer. Alvarado se preguntó cuántos corazones
palpitantes habría arrancado aquel demonio en nombre de sus falsos
dioses. Las orejas desgarradas y el pelo apelmazado con sangre le
convertían en un ser repugnante, en un demonio viviente.
Esperaron mientras el padre Díaz salía a
vomitar. No podían actuar sin la presencia de un testigo oficial.
Alvarado no ocultó su desagrado. Esperaba que un sacerdote tuviera
un estómago más fuerte. Díaz regresó al cuarto, pálido y
sudoroso.
—¿Podemos continuar? —preguntó
Alvarado.
El fraile asintió.
—¿No estáis bien?
—El olor me resulta desagradable.
—Lo lamentamos —manifestó Alvarado,
enarcando las cejas. Miró al hermano Aguilar, que asistía como
intérprete—. Preguntadle a este desgraciado si es cierto que los
mexicas planean atacarnos y cuándo tendrá lugar el ataque.
Aguilar le tradujo la pregunta a
Ciuacuecuenotzin, que a su vez tradujo las palabras al náhuatl.
Escuchó la respuesta del prisionero y se La comunicó al hermano,
que a su vez se la pasó a Sandoval.
—Afirma que no sabe nada de ningún
ataque.
—¡Miente! —exclamó Alvarado. Miró a
Jaramillo—. Le convenceremos para que ahonde un poco más en la
verdad.
Jaramillo empuñó unas tenazas para levantar
un tronco verde, que ardía lentamente en un brasero, y lo colocó
sobre el vientre del indio. Los ojos de la víctima parecieron
salirse de las órbitas mientras su cuerpo brincaba y se retorcía
como una serpiente furiosa.
Alvarado esperó un par de minutos antes de
ordenar con un gesto que Jaramillo retirara el tronco. El sacerdote
emitía unos extraños gorjeos agudos. Alvarado se dijo que eran los
demonios que escapaban del cuerpo. Miró el vientre del hombre.
Estaba chamuscado y soltaba un líquido amarillento.
—Hermano Aguilar, por favor, preguntadle al
prisionero una vez más cuándo planean atacarnos los mexicas.
Otra vez hubo que esperar al laborioso
proceso de la traducción.
—Pregunta qué deseáis que conteste —le dijo
Ciuacuecuenotzin a Aguilar en chontal.
—Decidle que sólo queremos saber la
verdad.
Ciuacuecuenotzin habló con la víctima.
—Le he dicho que estamos enterados de los
planes de ataque de los mexicas —informó el jefe tlaxcalteca—, y
confiesa que yo tenía razón. No sabe cuándo será pero no falta
mucho.
Aguilar se apresuró a comunicar la
información a Alvarado.
—El prisionero declara que los mexicas
preparan a sus ejércitos para atacarnos antes de que acaben los
festejos.
—Sois testigo de la respuesta —le dijo
Alvarado al padre Díaz—. Esa es la prueba que necesitábamos.
Dio media vuelta y caminó hacia la
puerta.
—¿Qué hacemos con éste? —le preguntó
Jaramillo.
—Mátalo.
Cempoallan
Los sirvientes del Cacique Gordo sirvieron
la comida: pavos, tortillas de maíz, boniatos, tomates, chiles. Las
mesas y las sillas las habían acarreado los esclavos cubanos desde
la costa para que Narváez pudiera comer en su tienda con el mismo
esplendor que disfrutaba en su casa en Santiago de Cuba. Incluso se
había llevado la cubertería de plata.
Pero era Velázquez de León quien hacía los
honores, divirtiendo a los oficiales jóvenes con los relatos de las
aventuras vividas a lo largo de los últimos quince meses. El
enviado de Velázquez se irritó al ver cómo sus hombres estaban
pendientes de cada una de las palabras del invitado, como gatitos
lamiendo un platillo de leche tibia.
—Cuando llegamos a Nueva España —dijo León,
y Narváez frunció el entrecejo al escuchar la expresión que el
padre Guevara había utilizado a la vuelta de su viaje al campamento
de Cortés—, admito que era uno de los mayores críticos del
comandante. Me parecía que nos encaminábamos a un desastre militar
y que, probablemente, estaríamos contraviniendo las órdenes del
gobernador. Incluso después, cuando me convencí de que mis colegas
actuaban legalmente en la fundación de una provincia...
Le interrumpió un estallido de tos. A
Salvatierra se le había atragantado el vino. Hubo una pausa
mientras se recuperaba, pero Salvatierra fue incapaz de pronunciar
palabra.
Narváez tampoco intervino. «Le daré cuerda
para que se ahorque él mismo», se dijo para sus adentros.
—...incluso cuando me convencí de que mis
camaradas actuaban en 1a más estricta legalidad —prosiguió León—,
no renuncié a la opinión de que nuestras acciones nos conducirían
al desastre. Éramos muy pocos enfrentados a miles, en una tierra
hostil. Pero Cortés no se amilanó, y a medida que las victorias se
sucedían y nuestras fortunas aumentaban, día tras día, me persuadí
de que estaba ante un hombre capaz de darnos fama y fortuna a
todos.
La luz de las velas se reflejó en la gruesa
cadena de oro que llevaba alrededor del cuello, como una
reafirmación de lo dicho.
—Ya hemos ganado para nosotros y nuestro rey
una fortuna en oro y piedras preciosas —añadió el representante de
Cortés—. Somos los amos de Tenochtitlan, la ciudad más maravillosa
que conozco, y donde Cortés es considerado como su señor. Ha
reclamado estas tierras para España y ha logrado que muchos
naturales abracen la única fe verdadera.
—Quizá pueda hacer algo más por España
—intervino Narváez—. Puede venir aquí y rendirse pacíficamente,
para responder a los cargos presentados contra él por el gobernador
de Cuba.
—La autoridad del gobernador no tiene
ninguna validez —replicó León tranquilamente—. Sólo somos
responsables de nuestros actos ante la Corona. Por cierto, que
ahora estáis en el reino de Moctezuma, el amigo de mi señor, que ha
jurado lealtad al rey y está bajo su protección.
Corréis el riesgo de ver cómo destruyen a
vuestro ejército y de perder la vida como consecuencia de la
transgresión.
Narváez le miró, enmudecido de rabia y
asombro.
—¿Te atreves a amenazarnos? —gritó
Salvatierra.
—Caballeros —intervino Guevara rápidamente—.
Estoy seguro de que hay una manera amistosa de resolver nuestras
diferencias. ¿No es así, señor León?
—Mi señor Cortés considera vuestra llegada
muy oportuna. Está dispuesto a permitir que exploréis la costa
entre Veracruz y el río Grijalva. De hecho, lo consideraría un gran
servicio. De esa manera, Su Majestad consolidaría este reino.
—¡Antes veré a tu Cortesillo en el infierno!
—afirmó Salvatierra.
—Estoy seguro de que allí acabarás cualquier
día de estos. Pero dudo mucho de que veas allí a mi señor Cortés,
aunque bien puede ser que él te contemple desde lo alto en alguna
ocasión.
Salvatierra se levantó de un salto. Narváez
puso una mano sobre el brazo de su lugarteniente para contenerlo.
Si se enfrentaba a León en un duelo, acabaría cortado a tiras.
Todos lo sabían.
El enviado de Velázquez miró a los reunidos.
Algunos oficiales parecían disfrutar con el desafío de León a su
autoridad. Narváez decidió que había llegado el momento de jugar su
triunfo.
—Creo que te equivocas al decir que
Moctezuma sólo es amigo de tu señor. También a nosotros nos ha
enviado muchos obsequios, la mayoría de oro. Pareces sorprendido.
¿Todavía crees que Cortesillo tiene en exclusiva la amistad del
gran tlatoani?
Por primera vez, León pareció perder
terreno. Narváez aprovechó el desconcierto del otro para aumentar
la ventaja.
—Pretendo que Cortés responda por lo que ha
hecho. Asimismo, rescataré al gran tlatoani de un encierro injusto, a cambio de una
considerable cantidad de oro.
—Si es así —manifestó Velázquez de León,
levantándose—, debo decirte que mi señor Cortés no se hará
responsable de tu seguridad.
Narváez no podía creer lo que estaba
escuchando.
—¡Mi seguridad! Tengo un ejército de mil
quinientos hombres y treinta cañones. ¿Crees que me asusta tu
pequeña banda de ladrones?
—Hemos vencido a ejércitos muchos más grande
que el tuyo en los últimos doce meses.
—Tu actitud me desilusiona profundamente,
León. Confiaba en que entrarías en razón. Incluso había pensado en
ofrecerte un alto cargo entre mis oficiales.
—No estoy dispuesto a traicionar a alguien
que tanto ha hecho por la prosperidad de su país y de la
Iglesia.
«Asombroso —pensó Narváez—. ¿Desde cuándo
Cortés despierta tanta lealtad y respeto?»
—Dile que le asaré las orejas y me las
comeré —dijo Salvatierra.
—Algo muy propio de un caníbal, pero no de
un español.
—Creo que lo mejor será que te marches
—opinó Narváez—, antes de que abuses más de mi paciencia y
generosidad.
—Por nada del mundo me quedaría ni un minuto
más en compañía de gente como vosotros —respondió León, abandonando
la tienda.
Narváez era consciente de las miradas de los
oficiales subalternos. La discusión no le había ido muy bien.
Más tarde, cuando se quedó a solas con
Salvatierra, le dijo a su lugarteniente:
—No quieto que León abandone el campamento.
Espera a que todos estén dormidos y luego arréstalo.
Al cabo de una hora, Salvatierra inició una
minuciosa búsqueda por todo el campamento. No encontró ni rastro de
León.
León cabalgó hacia el oeste, guiándose por
la luna llena. Estaba seguro de que a Cortés le interesaría mucho
escuchar lo que había averiguado. Había ido a captar el ambiente
del campamento, y le había alegrado ver que la moral de la tropa
era muy baja y que los oficiales sospechaban de su comandante y de
sus camaradas. Los veinte mil castellanos que había ofrecido a cada
oficial habían encontrado muchas bolsas dispuestas. Mientras tanto,
el padre Guevara se había ocupado de divulgar lo que había visto en
Tenochtitlan, de cómo los soldados de Cortés se paseaban por la
fortaleza con los bolsillos repletos de oro. Esto también había
convencido a muchos de los soldados de Narváez de que les iría
mucho mejor sirviendo a Cortés que no a su actual jefe.
Pero todas esas noticias alentadoras
quedaban compensadas por la nueva de la perfidia de Moctezuma. A
Cortés no le haría ninguna gracia, y a León le preocupaba ahora lo
que podía estar pasando en Tenochtitlan. Rogó para que Alvarado
supiera manejar al gran tlatoani con la
misma habilidad que su comandante.