85

 

COFRE de Perote

 

El aliento helado de Nombre de Dios le hizo tiritar dentro de la capa. La yegua volvió la cabeza al viento y siguió adelante.
Benítez estaba anonadado. Le sorprendía porque había esperado sentir algo más. Pero ¿qué? ¿Quizá rabia por la traición, vergüenza por haber acogido a una asesina en su cama, dolor por haberla perdido? ¿Debía sentirse como un idiota por no haber albergado nunca la más mínima sospecha, o dolorido porque echaba de menos la sonrisa, la ternura, las caricias?
Se maldijo a sí mismo por haberse resistido a aprender su idioma. ¿No había intentado advertirle la última noche que pasaron juntos? El sólo recordaba haberse quedado dormido en sus brazos y después el violento despertar cuando los gritos de los guardias daban la voz de alarma por todo el palacio.
Había tendido una mano para tocar su cuerpo, y ella no estaba.
Sin embargo, nadie lo sabía. Doña Marina le había jurado a Cortés que el asesino era un guerrero mexica y todos le habían creído. A la mañana siguiente, Benítez había abandonado Tenochtitlan con Cortés y nadie había echado de menos a Flor de Lluvia. Los que se quedaron en la capital creían que se había marchado con Benítez, y los participantes de la expedición daban por hecho que se había quedado en la ciudad.
Benítez volvió a estremecerse a pesar del abrigo.
Sin duda, ella era ahora su enemiga, pero la echaba de menos.

 

Cempoallan

 

Velázquez de León siempre había sido un personaje popular, sabía ganarse el aprecio de la multitud. Narváez, codeado por los oficiales más jóvenes, alegre, vocinglero, peligroso, le observaba. Se había presentado a lomos de su yegua gris, en cota de malla, con una borgoñota de elegante penacho y una cadena de oro de dos vueltas alrededor del cuello. ¡Condenado rufián!
—¡León! —gritó Narváez—. ¡Primo! —Le dio un abrazo—. ¡No sé te ve nada mal a pesar de tus aventuras! ¿Has venido a unirte a nosotros?
—He venido con el ánimo de evitar una catástrofe —respondió León.
Narváez frunció el entrecejo. No era la respuesta que esperaba escuchar de labios de un pariente del gobernador.
—¿Una catástrofe? ¿A qué te refieres? ¿Cómo puede ser una catástrofe aplastar a un traidor?
La sonrisa desapareció del rostro de León.
—No considero a Cortés un traidor. Todo lo contrario. Es un leal y valioso súbdito de Su Majestad y no toleraré que se le difame en mi presencia.
Narváez dio un paso atrás. Cesaron las risas, y reinó el silencio.
—¿Esa es la razón por la que has venido?
—Esperaba que pudiéramos hablar de paz —manifestó Velázquez de León—, y evitarte una derrota ignominiosa.
«¡Insolente hijo de puta! —pensó Narváez—. Dispongo por lo menos del triple de soldados y de caballos. Puedo aplastar al mísero ejército de Cortés cuando quiera. ¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera?*
—Yo me ocuparé de él —le susurró Salvatierra, al oído—. ¡Veremos si le dura el orgullo cuando lo tengamos encadenado!
—Mi señor —se apresuró a intervenir el padre Ruiz de Guevara—. No creo que debamos actuar impulsivamente. Cuando mis camaradas y yo fuimos hechos prisioneros por ese perro de Sandoval, Cortés se comportó como una persona razonable. Sin duda no nos hubiera dejado libres si sólo deseara una guerra. Hablemos con el señor Velázquez de León y escuchemos lo que ha venido a decir.
Parlamentar con un hombre como Cortés iba en contra de todos los instintos de Narváez. Pero Guevara era un sacerdote y no se podía descartar su influencia. Tampoco se podía dejar de lado la popularidad de León. «A mis oficiales no les hará ninguna gracia si mando que le pongan grilletes —pensó—. Quizá Guevara tenga razón. Lo mejor será actuar con astucia. Si consigo ganarme a León tendré un amigo y un espía en el campo enemigo.»
—Ahora no es el momento de hablar de estos asuntos —comentó, con una sonrisa forzada—. Estarás agotado después del viaje. Tu caballo necesita descansar y tú puedes entretenerte con tus amigos. Ya hablaremos más tarde en mi tienda, después de una buena comida y unas cuantas copas de vino cubano.
Le dolía mostrarse amable. Se volvió con una sonrisa feroz y regresó a su tienda, escoltado por Salvatierra, que no dejaba de maldecir por lo bajo.

 

Tenochtitlan

 

—Hacédselo probar —dijo Alvarado.
Un alarido. El hombre se retorció sobre la mesa. El aire se llenó del hedor de sebo ardiente. Alvarado frunció la nariz en un gesto de repugnancia como si la pestilencia fuera culpa de la víctima.
Habían atado al sacerdote en cruz sobre la mesa. El pelo largo y enredado caía por el borde, casi hasta el suelo. El olor del indio, incluso sin las complicaciones adicionales provistas por Alvarado, les había provocado náuseas en cuanto entraron en el cuarto más iluminado. Ahora incluso Jaramillo parecía molesto.
Ninguno de los presentes se compadeció en lo más mínimo del prisionero. El hecho de que fuera un indio le hacía menos merecedor, y que se tratara de un sacerdote convertía su trabajo casi en un placer. Alvarado se preguntó cuántos corazones palpitantes habría arrancado aquel demonio en nombre de sus falsos dioses. Las orejas desgarradas y el pelo apelmazado con sangre le convertían en un ser repugnante, en un demonio viviente.
Esperaron mientras el padre Díaz salía a vomitar. No podían actuar sin la presencia de un testigo oficial. Alvarado no ocultó su desagrado. Esperaba que un sacerdote tuviera un estómago más fuerte. Díaz regresó al cuarto, pálido y sudoroso.
—¿Podemos continuar? —preguntó Alvarado.
El fraile asintió.
—¿No estáis bien?
—El olor me resulta desagradable.
—Lo lamentamos —manifestó Alvarado, enarcando las cejas. Miró al hermano Aguilar, que asistía como intérprete—. Preguntadle a este desgraciado si es cierto que los mexicas planean atacarnos y cuándo tendrá lugar el ataque.
Aguilar le tradujo la pregunta a Ciuacuecuenotzin, que a su vez tradujo las palabras al náhuatl. Escuchó la respuesta del prisionero y se La comunicó al hermano, que a su vez se la pasó a Sandoval.
—Afirma que no sabe nada de ningún ataque.
—¡Miente! —exclamó Alvarado. Miró a Jaramillo—. Le convenceremos para que ahonde un poco más en la verdad.
Jaramillo empuñó unas tenazas para levantar un tronco verde, que ardía lentamente en un brasero, y lo colocó sobre el vientre del indio. Los ojos de la víctima parecieron salirse de las órbitas mientras su cuerpo brincaba y se retorcía como una serpiente furiosa.
Alvarado esperó un par de minutos antes de ordenar con un gesto que Jaramillo retirara el tronco. El sacerdote emitía unos extraños gorjeos agudos. Alvarado se dijo que eran los demonios que escapaban del cuerpo. Miró el vientre del hombre. Estaba chamuscado y soltaba un líquido amarillento.
—Hermano Aguilar, por favor, preguntadle al prisionero una vez más cuándo planean atacarnos los mexicas.
Otra vez hubo que esperar al laborioso proceso de la traducción.
—Pregunta qué deseáis que conteste —le dijo Ciuacuecuenotzin a Aguilar en chontal.
—Decidle que sólo queremos saber la verdad.
Ciuacuecuenotzin habló con la víctima.
—Le he dicho que estamos enterados de los planes de ataque de los mexicas —informó el jefe tlaxcalteca—, y confiesa que yo tenía razón. No sabe cuándo será pero no falta mucho.
Aguilar se apresuró a comunicar la información a Alvarado.
—El prisionero declara que los mexicas preparan a sus ejércitos para atacarnos antes de que acaben los festejos.
—Sois testigo de la respuesta —le dijo Alvarado al padre Díaz—. Esa es la prueba que necesitábamos.
Dio media vuelta y caminó hacia la puerta.
—¿Qué hacemos con éste? —le preguntó Jaramillo.
—Mátalo.

 

Cempoallan

 

Los sirvientes del Cacique Gordo sirvieron la comida: pavos, tortillas de maíz, boniatos, tomates, chiles. Las mesas y las sillas las habían acarreado los esclavos cubanos desde la costa para que Narváez pudiera comer en su tienda con el mismo esplendor que disfrutaba en su casa en Santiago de Cuba. Incluso se había llevado la cubertería de plata.
Pero era Velázquez de León quien hacía los honores, divirtiendo a los oficiales jóvenes con los relatos de las aventuras vividas a lo largo de los últimos quince meses. El enviado de Velázquez se irritó al ver cómo sus hombres estaban pendientes de cada una de las palabras del invitado, como gatitos lamiendo un platillo de leche tibia.
—Cuando llegamos a Nueva España —dijo León, y Narváez frunció el entrecejo al escuchar la expresión que el padre Guevara había utilizado a la vuelta de su viaje al campamento de Cortés—, admito que era uno de los mayores críticos del comandante. Me parecía que nos encaminábamos a un desastre militar y que, probablemente, estaríamos contraviniendo las órdenes del gobernador. Incluso después, cuando me convencí de que mis colegas actuaban legalmente en la fundación de una provincia...
Le interrumpió un estallido de tos. A Salvatierra se le había atragantado el vino. Hubo una pausa mientras se recuperaba, pero Salvatierra fue incapaz de pronunciar palabra.
Narváez tampoco intervino. «Le daré cuerda para que se ahorque él mismo», se dijo para sus adentros.
—...incluso cuando me convencí de que mis camaradas actuaban en 1a más estricta legalidad —prosiguió León—, no renuncié a la opinión de que nuestras acciones nos conducirían al desastre. Éramos muy pocos enfrentados a miles, en una tierra hostil. Pero Cortés no se amilanó, y a medida que las victorias se sucedían y nuestras fortunas aumentaban, día tras día, me persuadí de que estaba ante un hombre capaz de darnos fama y fortuna a todos.
La luz de las velas se reflejó en la gruesa cadena de oro que llevaba alrededor del cuello, como una reafirmación de lo dicho.
—Ya hemos ganado para nosotros y nuestro rey una fortuna en oro y piedras preciosas —añadió el representante de Cortés—. Somos los amos de Tenochtitlan, la ciudad más maravillosa que conozco, y donde Cortés es considerado como su señor. Ha reclamado estas tierras para España y ha logrado que muchos naturales abracen la única fe verdadera.
—Quizá pueda hacer algo más por España —intervino Narváez—. Puede venir aquí y rendirse pacíficamente, para responder a los cargos presentados contra él por el gobernador de Cuba.
—La autoridad del gobernador no tiene ninguna validez —replicó León tranquilamente—. Sólo somos responsables de nuestros actos ante la Corona. Por cierto, que ahora estáis en el reino de Moctezuma, el amigo de mi señor, que ha jurado lealtad al rey y está bajo su protección.
Corréis el riesgo de ver cómo destruyen a vuestro ejército y de perder la vida como consecuencia de la transgresión.
Narváez le miró, enmudecido de rabia y asombro.
—¿Te atreves a amenazarnos? —gritó Salvatierra.
—Caballeros —intervino Guevara rápidamente—. Estoy seguro de que hay una manera amistosa de resolver nuestras diferencias. ¿No es así, señor León?
—Mi señor Cortés considera vuestra llegada muy oportuna. Está dispuesto a permitir que exploréis la costa entre Veracruz y el río Grijalva. De hecho, lo consideraría un gran servicio. De esa manera, Su Majestad consolidaría este reino.
—¡Antes veré a tu Cortesillo en el infierno! —afirmó Salvatierra.
—Estoy seguro de que allí acabarás cualquier día de estos. Pero dudo mucho de que veas allí a mi señor Cortés, aunque bien puede ser que él te contemple desde lo alto en alguna ocasión.
Salvatierra se levantó de un salto. Narváez puso una mano sobre el brazo de su lugarteniente para contenerlo. Si se enfrentaba a León en un duelo, acabaría cortado a tiras. Todos lo sabían.
El enviado de Velázquez miró a los reunidos. Algunos oficiales parecían disfrutar con el desafío de León a su autoridad. Narváez decidió que había llegado el momento de jugar su triunfo.
—Creo que te equivocas al decir que Moctezuma sólo es amigo de tu señor. También a nosotros nos ha enviado muchos obsequios, la mayoría de oro. Pareces sorprendido. ¿Todavía crees que Cortesillo tiene en exclusiva la amistad del gran tlatoani?
Por primera vez, León pareció perder terreno. Narváez aprovechó el desconcierto del otro para aumentar la ventaja.
—Pretendo que Cortés responda por lo que ha hecho. Asimismo, rescataré al gran tlatoani de un encierro injusto, a cambio de una considerable cantidad de oro.
—Si es así —manifestó Velázquez de León, levantándose—, debo decirte que mi señor Cortés no se hará responsable de tu seguridad.
Narváez no podía creer lo que estaba escuchando.
—¡Mi seguridad! Tengo un ejército de mil quinientos hombres y treinta cañones. ¿Crees que me asusta tu pequeña banda de ladrones?
—Hemos vencido a ejércitos muchos más grande que el tuyo en los últimos doce meses.
—Tu actitud me desilusiona profundamente, León. Confiaba en que entrarías en razón. Incluso había pensado en ofrecerte un alto cargo entre mis oficiales.
—No estoy dispuesto a traicionar a alguien que tanto ha hecho por la prosperidad de su país y de la Iglesia.
«Asombroso —pensó Narváez—. ¿Desde cuándo Cortés despierta tanta lealtad y respeto?»
—Dile que le asaré las orejas y me las comeré —dijo Salvatierra.
—Algo muy propio de un caníbal, pero no de un español.
—Creo que lo mejor será que te marches —opinó Narváez—, antes de que abuses más de mi paciencia y generosidad.
—Por nada del mundo me quedaría ni un minuto más en compañía de gente como vosotros —respondió León, abandonando la tienda.
Narváez era consciente de las miradas de los oficiales subalternos. La discusión no le había ido muy bien.
Más tarde, cuando se quedó a solas con Salvatierra, le dijo a su lugarteniente:
—No quieto que León abandone el campamento. Espera a que todos estén dormidos y luego arréstalo.
Al cabo de una hora, Salvatierra inició una minuciosa búsqueda por todo el campamento. No encontró ni rastro de León.

 

León cabalgó hacia el oeste, guiándose por la luna llena. Estaba seguro de que a Cortés le interesaría mucho escuchar lo que había averiguado. Había ido a captar el ambiente del campamento, y le había alegrado ver que la moral de la tropa era muy baja y que los oficiales sospechaban de su comandante y de sus camaradas. Los veinte mil castellanos que había ofrecido a cada oficial habían encontrado muchas bolsas dispuestas. Mientras tanto, el padre Guevara se había ocupado de divulgar lo que había visto en Tenochtitlan, de cómo los soldados de Cortés se paseaban por la fortaleza con los bolsillos repletos de oro. Esto también había convencido a muchos de los soldados de Narváez de que les iría mucho mejor sirviendo a Cortés que no a su actual jefe.
Pero todas esas noticias alentadoras quedaban compensadas por la nueva de la perfidia de Moctezuma. A Cortés no le haría ninguna gracia, y a León le preocupaba ahora lo que podía estar pasando en Tenochtitlan. Rogó para que Alvarado supiera manejar al gran tlatoani con la misma habilidad que su comandante.
La princesa azteca
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