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UNA lluvia suave acompañada de un viento fresco caía sobre los adoquines del patio alumbrado por las antorchas. El tiempo no era malo. La suerte acompañaba a Cortés.
Habían decidido abandonar el palacio al amparo de la oscuridad, dirigirse hacia la calzada más corta, la que llevaba al oeste, hacia Tlacopan. Martín López y sus carpinteros habían construido un puente portátil y asignado a cuatrocientos tlaxcaltecas para llevarlo.
Los preparativos se realizaban en silencio por todo el palacio, pero en ninguna otra parte el sigilo era mayor que en aquel discreto patio. Habían llevado ocho caballos heridos, con los cascos envueltos en trapos para que no hicieran ruido, y habían reunido a un centenar de tlaxcaltecas para vigilarlos. Cada animal estaba cargado con varios cajones. Benítez abrió uno para verificar el contenido. Alvarado le observó, con los brazos en jarras.
—Cuando nos vayamos, tendréis otros ciento cincuenta soldados, los mejores infantes de Narváez. Vuestra es la responsabilidad de guardar con vuestra vida el tesoro que va en esas cajas. Pertenecen al rey —comentó Alvarado.
—Guardaré mi propia vida con mi vida —replicó Benítez—. Si el rey quiere su oro, que venga aquí y lo vigile esta noche.
—Un pensamiento sedicioso.
—Si creéis que soy un traidor, encargaos vos de cuidar el oro.
Benítez vigiló mientras continuaban cargando cajas. Si eso era el quinto real, habían ganado mucho más de lo que se había dicho. El comandante había afirmado que el valor del oro era de trescientas mil coronas. A menos que la mitad de las cajas estuvieran llenas con piedras, el oro acumulado valía por lo menos el doble. Sospechó que lo que estaba viendo no era el quinto del rey sino los beneficios ocultos de Cortés. No era de extrañar que éste no quisiera irse.
—Aquí hay mis de las sesenta mil coronas que dijo Cortés —comentó por lo bajo.
—Más os valdría no hacer comentarios, Benítez —replicó Alvarado—. Ya recibiréis vuestra recompensa.
—Sí, una lanza mexica en la espalda antes de que amanezca.
—Cortés nunca se olvida de sus amigos.
—Siempre jura por su conciencia. No tiene más conciencia que un perro.
Benítez se ajustó la capa sobre los hombros. Otra noche lluviosa, como aquella en la que atacaron a Narváez. Entonces había sido su aliada, había ocultado sus movimientos. Esperaba que ahora ocurriera lo mismo.
Sin venir a cuento, comenzó a pensar en Flor de Lluvia. ¿Dónde estaría, qué habría sido de ella? Otra de sus debilidades. Había sido tan tonto como para enamorarse de una concubina india. Se preguntó, no por primera vez, qué habría sucedido si él se hubiera encontrado en la situación de Norte, sólo y abandonado en las costas de Yucatán, y le hubieran entregado como marido a alguien como Flor de Lluvia. En esas circunstancias, podía ser muy sencillo olvidarse de España y del mundo cristiano.
Quizás él y Norte no eran tan diferentes, después de todo. En lo que se refería a Flor de Lluvia...
Supuso que había ido a refugiarse entre los mexicas. Esperaba que no le hubieran hecho ningún daño. Intentó alejar de su mente la imagen de la muchacha atada en cruz en el altar del templo de Tlatelolco.
Cuánto deseaba estar con ella ahora.
Se preguntó qué pasaría si llegaba a sobrevivir a aquella noche. De nuevo en Cuba, un hidalgo pobre con un mísero trozo de tierra, despreciado por todos, sudando bajo el sol, temeroso de las enfermedades, y una muerte temprana, ebria y anónima en su encomienda.
Quizá fuera mejor morir esa noche, si esa era la voluntad divina.

 

—¿Habéis visto a Cortés?
—Creo que está en la capilla, mi señora —contestó Cáceres, pálido de miedo—. Está rezando para que esta noche vaya todo bien.
La Malinche se alejó a paso rápido por el pasillo. Habían transformado en capilla una de las habitaciones cercanas a los aposentos del capitán general. Martín López había construido una cruz y un altar de madera. La habitación estaba iluminada con un centenar de velas colocadas sobre el altar y en los nichos de las paredes donde antes habían estado los ídolos mexicas. En la capilla sólo estaba Aguilar, que rezaba de rodillas ante la imagen de la Virgen, con el libro de horas contra el pecho.
La muchacha salió de la capilla para correr hasta las habitaciones asignadas a doña Ana, la hija de Moctezuma. No hizo caso de las protestas de los centinelas y apartó la cortina que tapaba la entrada.
Doña Ana estaba de rodillas, inclinada sobre el lecho, y Cortés la sujetaba por los hombros para que no se moviera. La había montado por detrás, así que La Malinche se los encontró de frente cuando entró en la habitación. Cortés tenía el pelo y el rostro empapados de sudor, el gesto retorcido por la tensión, mientras el rostro simiesco de la muchacha reflejaba el dolor que le producían las brutales embestidas del conquistador.
«No tiene nada que la recomiende —pensó La Malinche— excepto su linaje.»
Cortés advirtió la presencia de ella, pero no se detuvo. Continuó con las embestidas hasta que eyaculó. La joven esperó, con las manos cruzadas sobre el vientre hinchado. Notó los movimientos y las patadas del bebé. Quizás él también lo sabía.
Permaneció muy quieta, mirando a la pareja, hasta que acabaron. Escuchó el jadeo de Cortés. La hija de Moctezuma se tapaba el rostro con los brazos.
Entonces La Malinche cayó en la cuenta de una cosa. «Quiere tener un hijo que lleve sangre real. Así legitimará sus derechos al trono. Todavía no ha renunciado a sus pretensiones.»
Cortés levantó la cabeza para mirar a la visitante.
—Doña Marina, en vuestro estado tendríais que estar descansando.
—¿Mi estado me hace tan repulsiva, mi señor?
—Todos los emperadores tienen sus concubinas. No es propio de las mujeres de su casa que cuestionen sus apetitos.
—Tendríais que pasar los últimos momentos conmigo.
—¡Quién sabe quién sobrevivirá a esta noche! Debo hacer todo lo posible para asegurar que mi simiente reciba el trono de México. Es mi derecho. Me lo he ganado.
La Malinche se palmeó el vientre.
—El trono de México está aquí, mi señor.
Cortés apartó las manos de los hombros de doña Ana y las bajó para sujetar la panza incipiente de la muchacha.
—Aquí también —afirmó.
La Malinche dio media vuelta y salió de la habitación sin decir palabra. «Ya lo veremos —pensó—. Ya lo veremos.»
La princesa azteca
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