8

 

SAN JUAN de Ulúa

 

Llegaron por la mañana del Domingo de Pascua, precedidos por el redoble de los tambores y las notas de las caracolas.
Eran cincuenta y dos delegados, uno por cada año de un haz de tiempo. El sol se reflejaba en los pectorales dorados y en los adornos labiales; las plumas verdes se movían con la brisa matutina. En general, eran bajos que los españoles, peto musculosos. Tenían la can ancha y cuadra— da, la nariz ganchuda y el pelo les caía sobre los hombros y sobre la ficen— te en un flequillo cortado recto. Los delegados llevaban el pelo recogido sobre la cabeza en un moño, atado con una cinta de algodón Todos iban desarmados.
Cortés los recibió a la sombra de las palmeras, a unas pocas varas del campamento. El jefe de la delegación se acercó. Llevaba un palillo de jade atravesado en el tabique de la nariz. Cortes hizo todo lo posible para disimular el asco que le producía el adorno.
El hombre tocó el suelo con un dedo y después se lo acercó a los labios. Cortés replicó con un reverencia mientras llamaba a Aguilar para que hiciera de trujimán.
El aborigen acabó el saludo y Cortés esperó la traducción. Aguilar parecía confuso. Le habló al jefe en chontal. Entonces fue el indio quien frunció el entrecejo, en una muestra de perplejidad.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Cortes.
—No entiendo su lenguaje —respondió Aguilar—. Nunca lo había oído antes.
—Si no podéis hablar para mí, ¿de qué me sirve que estéis aquí?
—Pasé ocho años entre los mayas —protestó Aguilar—. Lo que este hombre habla no es un dialecto, sino una idioma completamente distinto.
Cortés oyó una voz a sus espaldas, la voz de una mujer. Se volvió. Se trataba de la muchacha que le había dado a Portocarrero. En su rostro se dibujaba una sonrisa curiosa.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó a Aguilar.
—Creo que entiende a este extranjero —manifestó Aguilar, con una expresión agria—. Dice que el idioma se llama náhuatl.
—¡Entonces traedla aquí! —Cortés le hizo una seña a la muchacha para que se acercara—. Puede que tardemos muchísimo para llegar a decir sólo un simple saludo, pero al menos podemos hablar en cadena. Yo hablaré contigo, tú hablarás con ella, y ella hablará con nuestro invitado. Muy bien, Aguilar, vamos a averiguar qué quieren de nosotros estos caballeros.

 

La conversación a cuatro bandas se puso en marcha. El visitante se presentó como Teuhtitl —Aguilar lo transformó en Tendile—, y era un mexica, el gobernador de la provincia en la que habían desembarcado. Les dio la bienvenida en nombre del gran Moctezuma, el adorado Primer Portavoz de la Triple Alianza. El mismo, añadió, era un vasallo de Moctezuma, el mayor príncipe de todo el mundo, que vivía al otro lado de las montañas en un lugar llamado Tenochtitlan.
Cortés se mostró complacido al escuchar esta información.
Tendile llamó a sus esclavos. Estos colocaron esteras en el suelo y presentaron a Cortés los regalos que habían llevado; había un puñado de figurillas, trabajadas en oro, además de algunas joyas, capas decoradas con plumas de quetzal, y diez piezas de tela blanca muy fina. También les obsequiaba con comida: pavos, jobos y tortas de maíz.
Aguilar le dijo a Malinalli que agradeciera a Tendile los regalos. Cortés le dio una orden a Al varado, que se marchó rápidamente de vuelta al campamento. Malinalli adivinó que iba a buscar algo adecuado para regalar a los embajadores.
Mientras tanto, Tendile se dirigió directamente a Malinalli.
—¿Quiénes son tus peludos compañeros? ¿Son humanos? ¿Qué es lo que quieren de nosotros?
Ella le tradujo textualmente la última pregunta a Aguilar, quien a su vez se b repitió a Cortés.
—Diles que nos envía nuestra muy católica majestad Carlos I, rey de España, quien ha oído hablar mucho del gran señor Moctezuma. Me ha enviado aquí para ofrecerle amistad, comercio y mostrarle el camino a la fe verdadera.
«¿De qué está hablando? —preguntó Malinalli—. Sí pudiera hablar directamente con Cortés... Aguilar es tonto.» Permaneció en silencio durante unos momentos mientras componía una respuesta más adecuada.
—¡Las viejas profecías se han cumplido! —le dijo a Tendile—. ¡Quetzalcóatl ha vuelto!
Un largo silencio siguió a esta afirmación. Tendile no pareció muy sorprendido por el anuncio. Sin duda, las noticias de su avance a lo largo de la costa les habían precedido.
—¿De verdad es un dios? —preguntó finalmente.
—Mira su rostro blanco, la barba negra. ¿No le reconoces?
Tendile miró una vez más a Cortés, y sus pensamientos se reflejaron claramente en su rostro.
—Imposible —afirmó.
—Ha regresado del este en una gran canoa, como prometió que haría. Mira cómo viste. ¡Lleva los colores de la Serpiente Emplumada!
Tendile parecía confuso. Entonces vio que regresaba Alvarado. Por debajo del casco, asomaban los rizos de pelo rojo.
—¿Quién es ese hombre?
—No es un hombre —manifestó Malinalli—. Se llama Tonatiuh. El dios Sol.
—¿Qué dice? —interrumpió Aguilar, impaciente—. Parece excitado. ¿Desea que le explique los misterios de la Cruz?
Malinalli frunció el entrecejo. ¿Los misterios de la Cruz? Entre los mayas la cruz era el símbolo de la fertilidad. ¿Querían enseñarle a Tendile como se hacían los niños? Creía que no.
—Desea saber más sobre el lugar de donde viene mi señor y por qué ha regresado.
—¿Regresado? Ah, así que recuerdan el viaje de Grijalva del año pasado. —Habló rápidamente con Cortés y luego miró otra vez a Malinalli—. Dile que mi señor Cortés es el súbdito de un gran rey que vive en el este, al otro lado del mar. Mi señor Cortés quiere saber dónde y cuándo puede reunirse con Moctezuma y darle la buena nueva de la única fe verdadera.
¿Qué eran todas aquellas tonterías? Malinalli tradujo para Tendile.
—Quetzalcóatl desea reunirse con Moctezuma inmediatamente. Como puedes imaginar, tienen mucho de qué hablar. Sobre todo de asuntos concernientes a los dioses.
Tendile parpadeó, mientras hacía lo imposible por mantener el rostro imperturbable de un embajador ante tantas exigencias y afirmaciones escandalosas.
—¿Cómo puede pedir entrevistarse con el Adorado Portavoz? —replicó—. Es un recién llegado a nuestras tierras.
—Son sus tierras —le corrigió Malinalli—. Puede hacer lo que quiera.
—Mi señor Cortés quiere saber lo que decís —interrumpió Aguilar.
Malinalli se preguntó cómo podía acomodar la respuesta sin ofender a Cortés. —Dice que transmitirá la petición de mi señor a Moctezuma, pero no sabe si puede concertar una entrevista inmediatamente. Después de todo, mi señor acaba de llegar a estas costas. Necesitará descansar de sus viajes.
Esto dio lugar a otra breve discusión.
—Mi señor Cortés dice que él no se fatiga fácilmente y que no se puede demorar ninguna misión encomendada por su rey.
Malinalli consideró esta réplica. Se preguntó quién sería el gran príncipe que provocaba tanto miedo en Cortés. Sin duda, se refería a Ollintéotl, el padre de todos los dioses. Miró a Tendile.
—Ahora le has hecho enfadarse. Dice que debe reunirse con Moctezuma y hablar con él de inmediato y sin demoras. Ollintéotl en persona se lo ha ordenado.
Alvarado regresó seguido por sus esclavos cubanos, que cargaban con los presentes para Moctezuma: un cesto lleno de cuentas de vidrio azul y una silla con agujeros de carcoma en las patas y el respaldo.
—Dile al jefe —manifestó Aguilar—, que mi señor Cortés confía en que Moctezuma encuentre gratos sus regalos. Quizá quiera utilizar este trono para sentarse cuando se encuentren.
—Transmitiré sus palabras —le comunicó Tendile a Malinalli, después de escuchar la traducción.
Pero él y Malinalli miraron la silla comida por la carcoma y tuvieron el mismo pensamiento: «alguien acaba de ser insultado con toda intención».

 

El cacique Tendile fue informado de que era domingo de Pascua, un día muy importante y sagrado para los españoles, y que él y su comitiva estaban invitados a presenciar su primera misa católica. Los naturales se sentaron a la sombra de las palmeras mientras fray Bartolomé Olmedo y el hermano Aguilar levantaban una gran cruz de madera en la arena. Luego, el fraile leyó el Ángelus acompañado por los toques de la campanilla de plata que se había llevado de la nave. A continuación, Olmedo cantó la misa con su agradable voz de tenor.

 

—¿Qué están haciendo? —le susurró Tendile a Malinallí—. ¿Qué es lo que beben? ¿Es sangre?
Malinalli vaciló, sin saber muy bien qué contestar. Lo único que sabía de las costumbres de los extranjeros eran las tonterías que había dicho Aguilar.
—Es sangre —respondió—, pero no es sangre humana. La sangre pertenece a su dios.
Tendile la miró, perplejo.
—Nuestros dioses nos reclaman sangre —añadió Malinalli, con un poco más de seguridad—. En cambio, la Serpiente Emplumada y sus acompañantes le piden sangre a sus dioses. Los dioses se sacrifican ellos mismos.
El cacique permaneció en silencio. Se preguntó lo que diría el Adorado Portavoz cuando escuchara su relato.
Cortés observó a los mexicas. Desde la llegada de Tendile, dos miembros de la comitiva no habían dejado de trabajar. Se habían sentado en sus esteras para dedicarse a dibujar todo lo que veían. «Así que ésta no sólo una delegación de bienvenida sino también una delegación de espías —se dijo—Quizá pueda utilizar esto en mi favor.»
En cuanto acabó la misa, se dirigió a Alvarado.
—Decidle a Benítez y a los demás que ensillen los caballos. Ordena a Mesa que prepare una descarga de artillería. Le daremos a este presuntuoso salvaje algo que contarle a Moctezuma cuando regrese a su casa.
Alvarado sonrió complacido y se alejó presuroso.
Cortés llevó a Tendile y a su comitiva hasta la playa.
—Dile a La Malinche que quiero mostrarle algo a mis invitados —le comunicó a Aguilar. La muchacha tradujo la información a los mexicas.
Tendile siguió al conquistador, con la misma expresión circunspecta que había mantenido desde su llegada. Los otros señores mexicas les acompañaron, con la cabeza bien alta.
Maldita sea vuestra arrogancia, pensó Cortés.
De pronto se oyó el retumbar del trueno en el cielo azul. Todos los mexicas cayeron de rodillas, incluso Tendile, con la compostura rota por la sorpresa. Un segundo trueno, y después un tercero.
Cortés reprimió la sonrisa. La pequeña demostración estaba dando los resultados que esperaba. Tendile y la comitiva temblaban.
Mesa disparó otra descarga de las culebrinas. Al otro lado de la bahía, los árboles volaban arrancados de cuajo, los cocoteros se partían como frágiles palillos, y las ramas y las hojas caían sobre la playa como una lluvia verde.
Acabada la demostración, Tendile y los suyos se levantaron, temblorosos. Cortés le hizo un gesto a Alvarado. El lugarteniente desenvainó la espada y la levantó en el aire para transmitir la orden. Al fondo de la playa, aparecieron los jinetes, seguidos por los mastines, galopando hacia ellos en una formación cerrada. El batir de los cascos en la arena dura sonaba como el redoblar de mil tambores.
Los mexicas se quedaron alelados. Tendile retrocedió un paso, con el rostro ceniciento. Los demás le rodearon, buscando protección.
Los jinetes continuaron con la carga y pasaron tan cerca del grupo que rozaron a los mexicas con las cabalgaduras.
Cortés miró a los escribas de Moctezuma que se afanaban por dibujar todo lo que acababan de ver. No había duda de que aquello causaría mucha impresión en el Adorado Portavoz.

 

Malinalli no le quitaba el ojo de encima. «Es todo lo que he esperado —se dijo—. No le tiene miedo a nada, incluso los mexicas tiemblan. Seguiré con Alonso mientras sea necesario, pero este dios me pertenece, su destino está ligado al mío.»
Cortés se dirigió a Aguilar.
—Mi señor Cortés desea que le digas a Tendile —tradujo el hermano—, que espera tener muy pronto el placer de estar con Moctezuma.
Malinalli transmitió este deseo con una sonrisa.
«¡Mira cómo tiembla el poderoso señor mexica! —Por primera vez en su vida se sintió poderosa—. Ya no soy la llorosa chiquilla atada de pies y manos en una choza, la indefensa princesa que contempla cómo los soldados de Moctezuma estrangulan a su padre. Ya no soy el polvo del suelo. Soy el viento de obsidiana, el aliento de los dioses.»

 

El cacique Tendile se tomó tiempo para recuperar la compostura y la dignidad. Lo hizo como quien se pone una capa. Señaló a Alvarado.
—Le pregunta a Tonatiuh si puede llevarse su casco como un regalo para su señor Moctezuma —interpretó Aguilar para Cortés.
Alvarado se echó a reír cuando escuchó la solicitud. Se quitó el casco, y se le arrojó a Malinalli.
—Se lo presto con la condición de que me lo devuelva lleno de oro.
Cortés pensó en detenerlo, pero Aguilar y Malinalli ya habían traducido las palabras de su lugarteniente. Algunas veces deseaba poder controlar la lengua de Alvarado. La petición revelaba con demasiada claridad cuáles eran sus intenciones.
Tendile frunció el entrecejo, e inició una rápida discusión con Malinalli.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Cortés.
—Al parecer —respondió Aguilar después de conferenciar con la mujer—, pregunta qué tiene de especial el oro.
Se produjo un silencio tenso. Varios de los españoles intercambiaron miradas, preguntándose si aquello significaba lo que ellos creían que significaba.
—Dile —manifestó Cortés, después de pensar unos momentos—. que los españoles padecemos una terrible enfermedad del corazón. El oro es lo único que la cura.
—Amén —exclamó Jaramillo, con una sonrisa de oreja a oreja.

 

Tendile se marchó con la promesa de regresar muy pronto con la respuesta de Moctezuma. Cortés intentó disimular su entusiasmo ante los demás. Todo lo que había escuchado sobre el oro, el poder y las riquezas de Moctezuma le había convencido de que estaba muy cerca de descubrir lo que buscaba con afán.
El conquistador miró a Malinalli.
—Decidle que le doy las gracias —le pidió a Aguilar—. De ahora en adelante, se quedará conmigo para ayudarme a hablar con los mexicas.
Aguilar mostró una expresión agria al escuchar las palabras de su comandante, pero tradujo puntualmente.
Malinalli agachó la cabeza, arrebolada de placer. Cortés creyó ver la sombra de una sonrisa. El instinto no le había engañado. De todos los tesoros recibidos aquella mañana, sospechaba que ella sería el más valioso.
La princesa azteca
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