16
PARTIERON con la madrugada,
abriéndose camino a lo largo de la costa en dirección al norte. Los
soldados tropezaban en la arena sembrada de guijarros, cargados con
las armaduras y las armas, escoltados por las mujeres tabasqueñas y
los esclavos cubanos. La columna se extendía a través de las dunas
como una serpiente de un tercio de legua. Malinalli marchaba detrás
de Portocarrero, montado en su yegua.
Era una marcha agotadora; el sol y la arena
no eran los únicos enemigos. A media mañana, uno de los hombres
pisó un escorpión y sus gritos podían oírse desde muy lejos.
Durante la tarde, Malinalli tropezó con una
raíz enterrada en la arena. Sintió el tirón en el tobillo. Soltó
una exclamación pero no gritó; después de todo, la habían criado
como una mexica, había aprendido a no demostrar el dolor.
Portocarrero continuó la marcha sin darse cuenta de lo
ocurrido.
La tropa desfiló a su lado, y algunos le
echaron una mirada, pero ninguno se detuvo, demasiado preocupados
por sus cargas y sus padecimientos como para encargarse de la
concubina de un oficial. Malinalli permaneció sentada y esperó
pacientemente a que disminuyera el dolor. Al cabo de un rato,
intentó levantarse pero la pierna no la sostuvo y volvió a
sentarse.
—¿Estáis bien, mi señora?
Una voz profunda y sonora. Era él. El sol a
sus espaldas creaba una aureola dorada en torno a su cabeza, y se
reflejaba en la armadura. La muchacha se llevó una mano a la frente
a modo de visera para mirarle. Le vio desmontar y acercarse con el
caballo.
—¿Estáis herida?
Malinalli no comprendió las palabras pero
captó el tono de bondadosa preocupación. Señaló el tobillo
izquierdo. Cortés se agacho para examinarlo. La tocó con suavidad,
no con las manos de un médico, uno con las de un amante. El hombre
la miró a la cara. La mirada de sus ojos grises era penetrante,
como si pudiera verle el alma.
La muchacha se mordió el labio inferior,
consiguió que una lágrima brotara en sus ojos, aunque el dolor
había disminuido bastante. Movió las piernas para que la falda se
le subiera un poco más por los muslos. Pero en aquel momento
apareció uno de los capitanes y estropeó el momento.
—¿Qué ocurre? —preguntó Alvarado, refrenando
a su caballo.
—Doña Marina se ha torcido un tobillo.
—¡Por los sacros cojones de todos los
papas!
—Ordenad que la columna se detenga. Haremos
que los porteadores construyan una angarilla. Tendrán que
llevarla.
Alvarado cabeceó con una expresión
incrédula.
—¿Todas estas molestias por una puta?
Dejadla aquí, mañana enviaremos a los porteadores para que la
recojan.
—No es una puta —replicó Cortés, con voz
calma— Es una dama cristiana. También es nuestros ojos y oídos con
los naturales ¿Podríais explicarme cómo nos comunicaríamos con los
totonacas o los mexicas sin su ayuda? ¿Acaso preferís que el
hermano Aguilar trace dibujos en la arena? En este momento, nos es
más valiosa que un cañón. Quizás incluso más valiosa que mi
segundo. ¿Debo dejaros aquí y montarla a ella en vuestro caballo?
Puedo enviar a los porteadores para que os recojan mañana.
Alvarado asintió, contrito y avergonzado por
la reprimenda.
—Ordenaré que paren.
—Os lo agradezco.
Cortés volvió su atención a la muchacha.
Malinalli le sonrió. Bellísima. Un rostro hermoso enmarcado por una
cabellera negra como el azabache. Un tobillo encantador, incluso
inflamado como estaba. Una piel de terciopelo. La falda levantada
le permitía ver con toda claridad la sedosa suavidad de la parte
interior de los muslos. Oyó el gruñido de la bestia en su
interior.
Una princesa nativa que sabe idiomas y, si
no me equivoco, es aficionada a la política. Me parece que es
demasiado para alguien como Porto— carrero. Aquello era algo que
solucionaría en su momento.
A la mañana siguiente vadearon un río poco
profundo y se desviaron tierra adentro; dejaron atrás los arenales
y se encontraron de pronto con grandes extensiones donde crecía el
maíz. A la izquierda había bosques, campos de orquídeas y algo que
parecían viñas. Vieron zapotillos altísimos, con los troncos
pegajosos y brillantes por el jugo lechoso que segregaban, y los
brillantes destellos de los pájaros tropicales, los guacamayos de
pecho rojo y las tanagras de plumas azules. De vez en cuando,
pasaban cerca de algún conjunto de chozas plagadas de moscas.
Llegaron a Cempoallan poco después del
mediodía.
Cortés contempló la nueva maravilla que se
desplegaba ante sus ojos. No tenía muy claro lo que había esperado
encontrar, pero desde luego no era aquello. Una ciudad se levantaba
en medio de la selva, miles de casas de adobe y techos de paja se
apiñaban alrededor de un gran número de palacios y templos con
paredes de piedra blanca pulida que resplandecían al sol. Una
ciudad, una urbe maravillosa, y no un montón de chozas miserables.
Dios había recompensado su fe.
—Por los sacros cojones de todos los papas
—susurró Alvarado.
Fueron anunciados por un largo toque de la
caracola que hizo sonar uno de los guías, que fue rápidamente
contestado por un redoble de tambores desde el interior de la
ciudad. Los cempoallanos les habían preparado una bienvenida.
Mientras recorrían las calles, los trataban como a héroes que
regresan victoriosos. Los totonacas se apiñaban a su alrededor, les
colgaban guirnaldas de flores del cuello, arrojaban piñas y
ciruelas a la tropa de infantería y ramos de rosas a los
jinetes.
Cortés maniobraba con su cabalgadura. Se
abría paso entre la muchedumbre con mucho cuidado, soportando los
apretujones de los cuerpos morenos vestidos con túnicas blancas.
Los totonacas se apartaban, temerosos ante los caballos. Encontró a
Malinalli, sentada en la litera, escoltada por Aguilar y Norte,
como había ordenado.
—Preguntadle —le gritó a Aguilar— a qué se
debe la bienvenida.
Malinalli y Aguilar tuvieron que
desgañitarse para hacerse oír por encima del griterío de la
muchedumbre y el clamor de los tambores y las flautas. Por fin,
Aguilar se volvió hacia Cortés.
—La mujer dice que somos libertadores, mi
señor.
—¿Libertadores?
—No he comprendido todo lo que me explicó.
Dijo algo sobre un dios serpiente. Por lo visto, estas gentes creen
que hemos venido a salvarles de La barbarie y guiarles a la
salvación.
Una totonaca, más valiente que sus
compatriotas, se acercó a Cortés y le arrojó una guirnalda de
flores e incluso tuvo la temeridad de tocar su caballo antes de
apartarse, riendo.
—Libertadores —murmuró Cortés—.
¡Libertadores! Por supuesto.
Sin embargo, en el momento del triunfo le
distrajo algo que Aguilar había considerado poco importante. El
regreso de un dios serpiente. Las palabras resonaban en su cabeza
como un tábano molesto.
Aquí había algo más de lo que había
pensado.
Su nombre era Chicomácatl, pero Alvarado lo
rebautizó inmediatamente con el apodo de Cacique Gordo. Primero
aparecieron los portaestandartes, cargados con largas cañas
rematadas con grandes abanicos de plumas trenzadas; luego venía el
Cacique Gordo, que se apoyaba sobre unos gruesos bastones, con unas
adolescentes a sus espaldas encargadas de aguantarle los pliegues
de grasa. Detrás marchaban otros príncipes que parecían enanos
comparados con la inmensa mole del jefe.
—Si todos son tan gordos como éste —comentó
Alvarado—, no me extraña que estas gentes sean caníbales.
—Sólo con los muslos habría suficiente para
alimentar a toda Salamanca durante un mes —replicó Jaramillo, con
un sonrisa.
Cortés desmontó y echó un vistazo. Lo mismo
que las grandes ciudades de España, Cempoallan tenía una plaza,
rodeada en tres de sus lados por las paredes de los patios de los
templos, mientras que el cuarto daba al palacio del Cacique Gordo.
Una columna de humo se elevaba en la cumbre de una de las
pirámides, el claro testimonio de la conclusión de alguna ceremonia
bárbara. Cortés se obligó a recordar que si bien los totonacas se
mostraban amistosos, no eran más que unos paganos caníbales. Que el
Señor se apiadara de ellos.
Malinalli se acercó en compañía de Aguilar.
La hinchazón del tobillo de la muchacha había disminuido bastante
gracias a un emplasto de hierbas que ella misma había preparado. No
tenía ningún hueso roto y caminaba sin ayuda, aunque con una leve
cojera. Cortés la recibió con una sonrisa, mientras advertía la
expresión de furia en el rostro de Aguilar. Sin duda era envidia.
Qué poco apropiado para un fraile.
El Cacique Gordo esperó mientras sus
súbditos fumigaban a Cortés y a los oficiales con los incensarios
de copal, y después se adelantó para abrazarle. El Cacique Gordo,
como los nobles que Cortés había visto el día anterior, llevaba
ornamentos de oro en las orejas y el labio inferior, además de un
pasador de turquesa que le atravesaba el tabique nasal. El capitán
general, como había ordenado que hicieran sus oficiales, intentó
ocultar su repulsión lo mejor posible.
Llegó el momento más esperado por los
españoles. Los esclavos del Cacique Gordo se acercaron para
depositar delante de Cortés una cesta llena de brazaletes, collares
y pendientes de oro. El cacique pronunció un breve discurso y
Cortés esperó pacientemente la traducción. Aguilar se apartó de
Malinalli.
—La mujer dice que él se disculpa por
traeros estos pobres regalos. Es todo lo que tienen para demostrar
su amistad. Afirma que los recaudadores mexicas les robaron y les
han dejado muy poca cosa.
—Decidle que les agradecemos profundamente
sus regalos.
Reinaba un silencio absoluto en la plaza,
tanto los aborígenes como los soldados españoles no se querían
perder ni una palabra. Después de un nuevo diálogo, Aguilar tradujo
para Cortés:
—La mujer —el comandante no pasó por alto el
tono de desprecio en la voz del hermano; la odiaba tanto que le
resultaba imposible pronunciar su nombre— dice que él tiene grandes
quejas contra Moctezuma, que los mexicas se han llevado todo el
oro, las plumas y el jade como pago de los impuestos, que les han
robado la mitad de la cosecha de vainilla y que se han llevado a
muchos de los jóvenes, chicos y chicas, para sacrificarlos en los
templos. Solicita vuestra ayuda.
Cortés contempló la mole de grasa que a
duras penas se aguantaba de pie. Ya era hora de que le pidieran
ayuda.
—Aguilar, por favor, decidle a doña Marina
que informe a Chicomácatl que nosotros somos súbditos de un rey muy
poderoso quien nos han enviado para librados de la tiranía. Si
acepta convertirse en vasallo del rey Carlos I ya no pagará más
tributos a los mexicas.
El Cacique Gordo sudaba a chorros en medio
de la plaza polvorienta donde el calor era insoportable, a pesar de
los esfuerzos de los esclavos con los abanicos para mantenerlo
fresco. Una vez más, se sucedieron los minutos de charla entre
Malinalli y Aguilar antes de que Cortés recibiera la versión
final.
—Creo que desea nuestra ayuda —manifestó
Aguilar—, pero tiene miedo poique hay una guarnición mexica no muy
lejos de aquí. Dice que si rechaza el vasallaje hacia Moctezuma,
los soldados vendrán, quemarán la ciudad y se llevarán a todos los
jóvenes a Tenochtitlan para sacrificarlos en sus templos.
—Decidle que si me obedece nunca más volverá
a tener miedo de Moctezuma.
Cortes oyó la exclamación ahogada de
Portocarrero a sus espaldas. El oficial inicio una protesta
mientras sujetaba nervioso a su cabalgadura, pero el capitán lo
silenció con una mirada.
Observó al impresionante cacique totonaca.
¿Era posible que un hombre pudiera mostrar una increíble expresión
de alegría y alivio, y al mismo tiempo, aparecer dominado por un
terror abyecto? Era evidente que el Cacique Gordo lo había
conseguido.
Alvarado se acercó montado en su caballo. Se
inclinó hacia un lado para susurrar al oído de Cortés:
—¿Os habéis vuelto loco?
—¿Alguna vez me habéis visto comportarme de
un modo temerario?
—Más de las que puedo contar. Sin ir más
lejos, la vez aquella que escalasteis un muro en Salamanca para
acercaros a la ventana de aquella moza.
—Siempre calculo los riesgos antes de
apostar —replicó Cortés—. Todo irá bien. Ya lo veréis.
Alvarado se sentó en la silla, con expresión
grave.
—Lo que digáis.
—Confiad en mí. Nos acaban de entregar las
llaves de la casa de Moctezuma.