36

 

A última hora de la tarde llegaron a una extensa llanura, un paisaje verde de cultivos de maíz. Los nativos habían abandonado las cosas, llevándoselo todo, pero unos cuantos perros pequeños deambulaban por el poblado en busca de algún resto de comida; los soldados los cazaron para la olla.
Instalaron el campamento cerca de un pequeño arroyo. No era todavía noche cerrada cuando comenzó a llover.
Cuatro jinetes habían resultado heridos en la refriega con la avanzadilla tlaxcalteca, y llamaron a Méndez para que les cauterizara las heridas. Los alaridos de los hombres provocaron escalofríos entre la tropa que se acurrucaba en la oscuridad. Flor de Lluvia y La Malinche hicieron de enfermeras una vez más. Le enseñaron a Méndez como recubrir las heridas con la grasa de un indio muerto.
Los centinelas ocuparon sus posiciones alrededor del campamento y los demás intentaron dormir, aunque se sobresaltaban cada vez que se oía el chistido de un búho o el rugir de un gato montés en la montaña.

 

Las velas ardieron hasta muy tarde en la tienda de Cortés. El ambiente en el consejo de guerra era sombrío. «Están asustados —pensó La Malinche—. Todos tienen miedo excepto Cortés.»
—Tenemos que regresar —afirmó Velázquez de León.
—No podemos regresar, aunque quisiéramos —replico el capitán general—. Oled el viento, caballeros. ¿No lo oléis? El dulce aroma de la savia del pino que viene del este. La puerta por la que entramos ya no está vacía. Las tlaxcaltecas nos esperan y si pretendemos pasar recibiremos un baño de resina hirviente. Además, como ya os he dicho antes, nuestros aliados totonacas nos apoyan porque creen que somos invencibles. Si les demostramos lo contrario, acabaremos engordando un poco más la barriga del Cacique Gordo.
Un largo silencio siguió a las palabras del capitán general.
—He discutido los acontecimientos del día con doña Marina, y a mí me parece que no hay motivos para el desánimo —añadió Cortés.
—Ella no tiene ningún motivo para sentirse desanimada —protestó Alvarado—. No tiene que luchar contra esos demonios.
La Malinche no podía creer lo que estaba escuchando.
—Dadme una espada y lucharé contra esos hijos de puta tan bien como vos —manifestó, en voz baja—. A cambio, vos podréis cocinar el perro de mi señor para la cena. —Para que su decisión quedará bien clara, añadió—: ¡Cabronazo!
Los ojos de Alvarado brillaron furiosos. Muchos de los presentes sonrieron y otros hicieron lo imposible para dominar la carcajada.
—Antes de que os dejéis llevar por vuestro temperamento —intervino Cortés, para calmar el enfado de su lugarteniente—, escuchemos lo que tenga que decir.
Los oficiales miraron a La Malinche. «Al menos, mi señor me trata con el debido respeto —se dijo la joven—. Sirvo a mi señor Cortés, pero eso no me convierte en vasalla de ninguno de vosotros, enanos.»
—Algunos de vosotros os preguntáis por qué los tlaxcaltecas regresaron para recoger a sus muertos y heridos —dijo con voz pausada porque necesitaba buscar cada palabra en la extraña lengua de los españoles—. La razón es que los guerreros creen que si dejan el cuerpo de un camarada en el campo de flores, Tezcatlipoca, el dios de las Tinieblas le maldecirá hasta que muera. También cree que el enemigo se comerá los cadáveres para absorber su coraje y su fuerza, y de esa manera ser el doble de fiero en el combate de mañana. Por eso intentan llevarse los cuerpos de los suyos a cualquier precio.
—Ese comportamiento les ha significado tener hoy el doble de bajas —señaló Benítez.
—Se trate de un mexica, tlaxcalteca o totonaca, el guerrero tiene un código estricto que debe obedecer en el campo de las flores. Matar a una persona, como hacéis vosotros, con las grandes serpientes de hierro, con armas y flechas desde una gran distancia, es antinatural, deshonroso. Es la manera de los cobardes.
—¿Nos está insultando? —le preguntó Alvarado a Cortés, perplejo.
—Lo que nos dice —respondió Cortés sonriente—, es que si tenemos el nervio, no hay ningún motivo para que un hombre no pueda matar a decenas, o quizá centenares, de naturales. No tienen noción de lo que es la disciplina militar, y sus lanzas de cristal se rompen contra las armaduras de acero. Si fueran un ejército convencional, su número bastaría para aplastarnos. Pero no combaten de una manera convencional. —El comandante golpeó la mesa con las palmas de las manos—. Dejemos que vengan mañana. Les enseñaremos lo que pueden hacer las armas españolas y les daremos una lección, como hicimos con los tabasqueños. Ya volverán para rogarnos que seamos sus aliados.
La Malinche, que no dejaba de mirar los semblantes de los oficiales, no comprendía por qué se mostraban tan asustados. Eran polvo, arrastrado por el viento de los dioses, el viento del este de Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada. Gozaban del privilegio de estar por encima de la vida común de los hombres, de plantar y recoger, de nacer y morir. Si no se podía sacrificar un cuerpo al servicio de un dios, ¿qué sentido tenía la vida?

 

El viento azotaba la lóbrega llanura. Benítez vio a una docena de soldados que se apiñaban alrededor de una pequeña hoguera cuando salió de la tienda del comandante. En la oscuridad, tropezó con un cuerpo.
—Me cago en tus muertos —maldijo una voz.
—¿Norte?
—Os pido perdón, señor —gruñó Norte—. De haber sabido que era un capitán quien me pisaba la cabeza hubiera guardado silencio.
Benítez se sentó sobre los talones. En la oscuridad no veía el rostro del otro hombre, pero se imaginó la sonrisa burlona. Norte temblaba de frío, envuelto sólo con una fina manta.
—¿Por qué no estáis con los demás?
—¿Por qué creéis que no lo estoy?
Benítez sacó del bolsillo la mazorca que había cogido de la mesa de Cortés y la puso en las manos de Norte.
—Tened. Cogedla. Adelante, no está envenenada.
Norte aceptó la comida, y murmuró su agradecimiento, aunque al parecer a regañadientes. Benítez se echó el aliento en las manos para calentarlas. Se preguntó cuánto más tendrían que sufrir. Quizá no tanto si todos estaban destinados a morir al día siguiente.
—¿Cómo está vuestro caballo? —preguntó Norte, con la boca llena.
—Cojo.
—Tenéis mucha suerte de seguir con vida —comentó Norte—. Los tlaxcaltecas tienen fama de ser grandes guerreros. Cortés tendría que parlamentar con ellos. No podrá derrotarlos en combate.
—El cree lo contrario.
—En cuanto se habitúen a los estampidos de la artillería no les haremos retroceder con la misma facilidad de hoy.
El aullido del viento sonaba como una oración de difuntos.
—Hoy podrían haberme matado con toda facilidad —admitió Benítez. Estaba asombrado ante la capacidad de lucha de los tlaxcaltecas. Podían ser unos salvajes, pero no les faltaba valor.
—No querían mataros —replicó Norte—. A un auténtico guerrero sólo le interesa la captura, la gloria de tener un prisionero para sacrificar a sus dioses. ¿Cuál si no es el sentido de la guerra?
—La victoria.
Benítez oyó la risa de Norte, un sonido hueco como el ladrido de un perro asustado.
—Eso es lo que creen los españoles. Para estas gentes el combate es una sucesión de duelos. ¿Lo comprendéis? Un hombre contra otro, un millar de veces.
—¿Es esa la razón por la que se apartan y no se ayudan los unos a los otros? Podrían haberme capturado si hubieran unido sus fuerzas.
—Si te entrometes en un combate' le robas a un hombre la oportunidad de capturar a un prisionero y ganar el honor y la gloria. Para muchos, el campo de batalla es el único camino para que un joven ascienda en la vida. Si captura muchos prisioneros, obtiene el derecho a vestir prendas finas, tener concubinas y vivir en una hermosa casa. Por eso no se ayudan entre ellos. No le robas a un camarada la oportunidad de tener una vida mejor.
—¿Es así como luchabais con los mayas? —preguntó Benítez, repelido y también fascinado por las palabras del otro.
—Nunca me pidieron que luchara. Les hacía otros servicios. Les di un nuevo linaje.
—¿El gran amante luchará mañana con nosotros?
—Debo hacerlo. Si no lo hago los tlaxcaltecas me matarán.
—¿Aunque sea vuestra gente?
—Los mayas eran mi gente. Estos son tlaxcaltecas.
—Son naturales.
—¿Por qué me tentáis, Benítez? ¿Queréis que diga las palabras? De acuerdo. Es verdad. Os desprecio, a vos y a todos los demás. Incluso desprecio el hecho de ser español. Si pudiera volvería a vivir con los mayas. Pero no puedo. ¿Tenéis bastante? ¿Ahora mandaréis ahorcarme?
El viento cesó por un momento, y Benítez oyó el triste aullido de un coyote en algún lugar mis allá del resplandor del fuego. ¿Por qué Norte se negaba a comprender que para un hombre civilizado vivir con los paganos era una abominación a los ojos de Dios? ¿Cómo podía un español decir que preferiría vivir como un salvaje? ¿Cómo un hombre podía encontrar la felicidad en aquellos templos hediondos, de rodillas delante de ídolos de barro?
Se puso de pie y se marchó sin decir ni una palabra más. No era amante de los sacerdotes, pero había decidido que, antes de que se acabara aquella expedición, conseguiría un converso. Norte comprendería que él tenía razón. Entonces, quizá permitiría que lo ahorcaran.

 

La Malinche observó en silencio mientras Cortés rezaba ante la imagen de la Virgen, pasando las cuentas del rosario. El capitán general, ensimismado en sus rezos, no advirtió que la muchacha estaba despierta. Acabó la plegaria y se persignó.
Recogió los guanteletes y las espada. Se había desnudado para explorar los placeres de su cueva, pero cuando acabaron volvió a vestirse de pies a cabeza, excepto la armadura. Ella le había asegurado que los tlaxcaltecas nunca peleaban de noche, y Cortés le había replicado que un buen comandante nunca daba nada por sentado. Había enviado patrullas a recorrer el perímetro del campamento y había ordenado a todos los hombres que durmieran vestidos con las armaduras.
—¿Ya es la mañana? —susurró La Malinche.
Cortés la miró, los ojos brillantes en la luz grisácea.
—No quería despertarte.
—No me has despertado. —La joven se sentó, echándose la áspera manta de lana sobre los hombros—. Oí la llamada de los ocelotes en el valle.
El capitán general se abrochó el cinto con la espada y cogió de la mesa la borgoñota con la larga pluma verde. El viento de la mañana sacudió la seda de la tienda. Vaciló antes de salir.
—¿Cederán los tlaxcaltecas, Marina? —preguntó en voz baja—. Si hoy los derrotamos, ¿querrán parlamentar para hacer la paz?
—No lo sé, mi señor. Todo lo que sé es que nunca cedieron ante los mexicas.
—No quiero luchar contra ellos —manifestó Cortés, con una expresión triste—. Me han obligado. ¿Qué debo hacer?
«¿Qué clase de dios es éste que sólo combate contra sus enemigos cuando le obligan? —pensó ella—. ¿Que llora por cada gota de sangre que se derrama? ¿Por qué los tlaxcaltecas no comprenden que no es su enemigo sino su salvación?»
Oyó el murmullo de los soldados que se confesaban con fray Bartolomé Olmedo y el padre Juan Díaz, como habían hecho durante toda la noche. Los tambores tlaxcaltecas comenzaron a sonar en la distancia. Cortés frunció el entrecejo.
—¿No es mejor que derramen su sangre luchando contra los mexicas que contra nosotros?
—Mi señor —respondió La Malinche, sujetándole por la muñeca—, cuando planees la batalla recuerda que no pelean como tú. Si pierden a sus comandantes perderán el corazón.
—Lo recordaré. —Le dio un beso y salió de la tienda.
La Malinche contempló en silencio cómo la luz del alba esfumaba las sombras, oyó a los gatos monteses aullar una vez más en las quebradas para saludar a Cortés, que iba a buscar a su caballo. Los ocelotes eran sagrados para la Serpiente Emplumada, el señor del Alba, y le habían esperado especialmente en este día entre todos los días para aclamar su llegada.
Por primera vez sintió miedo. Si Cortés perdía la batalla, regresaría al país de las Nubes para esperar un tiempo más propicio. Pero para ella no habría más días, ni tampoco los deseaba. ¿Qué sentido tenía vivir el resto de su vida en las sombras? Era mejor una muerte gloriosa que una vida vulgar.
Así y todo, tenía miedo.
La princesa azteca
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