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A última hora de la tarde
llegaron a una extensa llanura, un paisaje verde de cultivos de
maíz. Los nativos habían abandonado las cosas, llevándoselo todo,
pero unos cuantos perros pequeños deambulaban por el poblado en
busca de algún resto de comida; los soldados los cazaron para la
olla.
Instalaron el campamento cerca de un pequeño
arroyo. No era todavía noche cerrada cuando comenzó a llover.
Cuatro jinetes habían resultado heridos en
la refriega con la avanzadilla tlaxcalteca, y llamaron a Méndez
para que les cauterizara las heridas. Los alaridos de los hombres
provocaron escalofríos entre la tropa que se acurrucaba en la
oscuridad. Flor de Lluvia y La Malinche hicieron de enfermeras una
vez más. Le enseñaron a Méndez como recubrir las heridas con la
grasa de un indio muerto.
Los centinelas ocuparon sus posiciones
alrededor del campamento y los demás intentaron dormir, aunque se
sobresaltaban cada vez que se oía el chistido de un búho o el rugir
de un gato montés en la montaña.
Las velas ardieron hasta muy tarde en la
tienda de Cortés. El ambiente en el consejo de guerra era sombrío.
«Están asustados —pensó La Malinche—. Todos tienen miedo excepto
Cortés.»
—Tenemos que regresar —afirmó Velázquez de
León.
—No podemos regresar, aunque quisiéramos
—replico el capitán general—. Oled el viento, caballeros. ¿No lo
oléis? El dulce aroma de la savia del pino que viene del este. La
puerta por la que entramos ya no está vacía. Las tlaxcaltecas nos
esperan y si pretendemos pasar recibiremos un baño de resina
hirviente. Además, como ya os he dicho antes, nuestros aliados
totonacas nos apoyan porque creen que somos invencibles. Si les
demostramos lo contrario, acabaremos engordando un poco más la
barriga del Cacique Gordo.
Un largo silencio siguió a las palabras del
capitán general.
—He discutido los acontecimientos del día
con doña Marina, y a mí me parece que no hay motivos para el
desánimo —añadió Cortés.
—Ella no tiene ningún motivo para sentirse
desanimada —protestó Alvarado—. No tiene que luchar contra esos
demonios.
La Malinche no podía creer lo que estaba
escuchando.
—Dadme una espada y lucharé contra esos
hijos de puta tan bien como vos —manifestó, en voz baja—. A cambio,
vos podréis cocinar el perro de mi señor para la cena. —Para que su
decisión quedará bien clara, añadió—: ¡Cabronazo!
Los ojos de Alvarado brillaron furiosos.
Muchos de los presentes sonrieron y otros hicieron lo imposible
para dominar la carcajada.
—Antes de que os dejéis llevar por vuestro
temperamento —intervino Cortés, para calmar el enfado de su
lugarteniente—, escuchemos lo que tenga que decir.
Los oficiales miraron a La Malinche. «Al
menos, mi señor me trata con el debido respeto —se dijo la joven—.
Sirvo a mi señor Cortés, pero eso no me convierte en vasalla de
ninguno de vosotros, enanos.»
—Algunos de vosotros os preguntáis por qué
los tlaxcaltecas regresaron para recoger a sus muertos y heridos
—dijo con voz pausada porque necesitaba buscar cada palabra en la
extraña lengua de los españoles—. La razón es que los guerreros
creen que si dejan el cuerpo de un camarada en el campo de flores,
Tezcatlipoca, el dios de las Tinieblas le maldecirá hasta que
muera. También cree que el enemigo se comerá los cadáveres para
absorber su coraje y su fuerza, y de esa manera ser el doble de
fiero en el combate de mañana. Por eso intentan llevarse los
cuerpos de los suyos a cualquier precio.
—Ese comportamiento les ha significado tener
hoy el doble de bajas —señaló Benítez.
—Se trate de un mexica, tlaxcalteca o
totonaca, el guerrero tiene un código estricto que debe obedecer en
el campo de las flores. Matar a una persona, como hacéis vosotros,
con las grandes serpientes de hierro, con armas y flechas desde una
gran distancia, es antinatural, deshonroso. Es la manera de los
cobardes.
—¿Nos está insultando? —le preguntó Alvarado
a Cortés, perplejo.
—Lo que nos dice —respondió Cortés
sonriente—, es que si tenemos el nervio, no hay ningún motivo para
que un hombre no pueda matar a decenas, o quizá centenares, de
naturales. No tienen noción de lo que es la disciplina militar, y
sus lanzas de cristal se rompen contra las armaduras de acero. Si
fueran un ejército convencional, su número bastaría para
aplastarnos. Pero no combaten de una manera convencional. —El
comandante golpeó la mesa con las palmas de las manos—. Dejemos que
vengan mañana. Les enseñaremos lo que pueden hacer las armas
españolas y les daremos una lección, como hicimos con los
tabasqueños. Ya volverán para rogarnos que seamos sus
aliados.
La Malinche, que no dejaba de mirar los
semblantes de los oficiales, no comprendía por qué se mostraban tan
asustados. Eran polvo, arrastrado por el viento de los dioses, el
viento del este de Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada. Gozaban
del privilegio de estar por encima de la vida común de los hombres,
de plantar y recoger, de nacer y morir. Si no se podía sacrificar
un cuerpo al servicio de un dios, ¿qué sentido tenía la vida?
El viento azotaba la lóbrega llanura.
Benítez vio a una docena de soldados que se apiñaban alrededor de
una pequeña hoguera cuando salió de la tienda del comandante. En la
oscuridad, tropezó con un cuerpo.
—Me cago en tus muertos —maldijo una
voz.
—¿Norte?
—Os pido perdón, señor —gruñó Norte—. De
haber sabido que era un capitán quien me pisaba la cabeza hubiera
guardado silencio.
Benítez se sentó sobre los talones. En la
oscuridad no veía el rostro del otro hombre, pero se imaginó la
sonrisa burlona. Norte temblaba de frío, envuelto sólo con una fina
manta.
—¿Por qué no estáis con los demás?
—¿Por qué creéis que no lo estoy?
Benítez sacó del bolsillo la mazorca que
había cogido de la mesa de Cortés y la puso en las manos de
Norte.
—Tened. Cogedla. Adelante, no está
envenenada.
Norte aceptó la comida, y murmuró su
agradecimiento, aunque al parecer a regañadientes. Benítez se echó
el aliento en las manos para calentarlas. Se preguntó cuánto más
tendrían que sufrir. Quizá no tanto si todos estaban destinados a
morir al día siguiente.
—¿Cómo está vuestro caballo? —preguntó
Norte, con la boca llena.
—Cojo.
—Tenéis mucha suerte de seguir con vida
—comentó Norte—. Los tlaxcaltecas tienen fama de ser grandes
guerreros. Cortés tendría que parlamentar con ellos. No podrá
derrotarlos en combate.
—El cree lo contrario.
—En cuanto se habitúen a los estampidos de
la artillería no les haremos retroceder con la misma facilidad de
hoy.
El aullido del viento sonaba como una
oración de difuntos.
—Hoy podrían haberme matado con toda
facilidad —admitió Benítez. Estaba asombrado ante la capacidad de
lucha de los tlaxcaltecas. Podían ser unos salvajes, pero no les
faltaba valor.
—No querían mataros —replicó Norte—. A un
auténtico guerrero sólo le interesa la captura, la gloria de tener
un prisionero para sacrificar a sus dioses. ¿Cuál si no es el
sentido de la guerra?
—La victoria.
Benítez oyó la risa de Norte, un sonido
hueco como el ladrido de un perro asustado.
—Eso es lo que creen los españoles. Para
estas gentes el combate es una sucesión de duelos. ¿Lo comprendéis?
Un hombre contra otro, un millar de veces.
—¿Es esa la razón por la que se apartan y no
se ayudan los unos a los otros? Podrían haberme capturado si
hubieran unido sus fuerzas.
—Si te entrometes en un combate' le robas a
un hombre la oportunidad de capturar a un prisionero y ganar el
honor y la gloria. Para muchos, el campo de batalla es el único
camino para que un joven ascienda en la vida. Si captura muchos
prisioneros, obtiene el derecho a vestir prendas finas, tener
concubinas y vivir en una hermosa casa. Por eso no se ayudan entre
ellos. No le robas a un camarada la oportunidad de tener una vida
mejor.
—¿Es así como luchabais con los mayas?
—preguntó Benítez, repelido y también fascinado por las palabras
del otro.
—Nunca me pidieron que luchara. Les hacía
otros servicios. Les di un nuevo linaje.
—¿El gran amante luchará mañana con
nosotros?
—Debo hacerlo. Si no lo hago los
tlaxcaltecas me matarán.
—¿Aunque sea vuestra gente?
—Los mayas eran mi gente. Estos son
tlaxcaltecas.
—Son naturales.
—¿Por qué me tentáis, Benítez? ¿Queréis que
diga las palabras? De acuerdo. Es verdad. Os desprecio, a vos y a
todos los demás. Incluso desprecio el hecho de ser español. Si
pudiera volvería a vivir con los mayas. Pero no puedo. ¿Tenéis
bastante? ¿Ahora mandaréis ahorcarme?
El viento cesó por un momento, y Benítez oyó
el triste aullido de un coyote en algún lugar mis allá del
resplandor del fuego. ¿Por qué Norte se negaba a comprender que
para un hombre civilizado vivir con los paganos era una abominación
a los ojos de Dios? ¿Cómo podía un español decir que preferiría
vivir como un salvaje? ¿Cómo un hombre podía encontrar la felicidad
en aquellos templos hediondos, de rodillas delante de ídolos de
barro?
Se puso de pie y se marchó sin decir ni una
palabra más. No era amante de los sacerdotes, pero había decidido
que, antes de que se acabara aquella expedición, conseguiría un
converso. Norte comprendería que él tenía razón. Entonces, quizá
permitiría que lo ahorcaran.
La Malinche observó en silencio mientras
Cortés rezaba ante la imagen de la Virgen, pasando las cuentas del
rosario. El capitán general, ensimismado en sus rezos, no advirtió
que la muchacha estaba despierta. Acabó la plegaria y se
persignó.
Recogió los guanteletes y las espada. Se
había desnudado para explorar los placeres de su cueva, pero cuando
acabaron volvió a vestirse de pies a cabeza, excepto la armadura.
Ella le había asegurado que los tlaxcaltecas nunca peleaban de
noche, y Cortés le había replicado que un buen comandante nunca
daba nada por sentado. Había enviado patrullas a recorrer el
perímetro del campamento y había ordenado a todos los hombres que
durmieran vestidos con las armaduras.
—¿Ya es la mañana? —susurró La
Malinche.
Cortés la miró, los ojos brillantes en la
luz grisácea.
—No quería despertarte.
—No me has despertado. —La joven se sentó,
echándose la áspera manta de lana sobre los hombros—. Oí la llamada
de los ocelotes en el valle.
El capitán general se abrochó el cinto con
la espada y cogió de la mesa la borgoñota con la larga pluma verde.
El viento de la mañana sacudió la seda de la tienda. Vaciló antes
de salir.
—¿Cederán los tlaxcaltecas, Marina?
—preguntó en voz baja—. Si hoy los derrotamos, ¿querrán parlamentar
para hacer la paz?
—No lo sé, mi señor. Todo lo que sé es que
nunca cedieron ante los mexicas.
—No quiero luchar contra ellos —manifestó
Cortés, con una expresión triste—. Me han obligado. ¿Qué debo
hacer?
«¿Qué clase de dios es éste que sólo combate
contra sus enemigos cuando le obligan? —pensó ella—. ¿Que llora por
cada gota de sangre que se derrama? ¿Por qué los tlaxcaltecas no
comprenden que no es su enemigo sino su salvación?»
Oyó el murmullo de los soldados que se
confesaban con fray Bartolomé Olmedo y el padre Juan Díaz, como
habían hecho durante toda la noche. Los tambores tlaxcaltecas
comenzaron a sonar en la distancia. Cortés frunció el
entrecejo.
—¿No es mejor que derramen su sangre
luchando contra los mexicas que contra nosotros?
—Mi señor —respondió La Malinche,
sujetándole por la muñeca—, cuando planees la batalla recuerda que
no pelean como tú. Si pierden a sus comandantes perderán el
corazón.
—Lo recordaré. —Le dio un beso y salió de la
tienda.
La Malinche contempló en silencio cómo la
luz del alba esfumaba las sombras, oyó a los gatos monteses aullar
una vez más en las quebradas para saludar a Cortés, que iba a
buscar a su caballo. Los ocelotes eran sagrados para la Serpiente
Emplumada, el señor del Alba, y le habían esperado especialmente en
este día entre todos los días para aclamar su llegada.
Por primera vez sintió miedo. Si Cortés
perdía la batalla, regresaría al país de las Nubes para esperar un
tiempo más propicio. Pero para ella no habría más días, ni tampoco
los deseaba. ¿Qué sentido tenía vivir el resto de su vida en las
sombras? Era mejor una muerte gloriosa que una vida vulgar.
Así y todo, tenía miedo.