102
LA batalla se prolongó durante
horas. Los mexicas, como siempre, luchaban para conseguir
prisioneros y no para matar. Los guerreros armado* con macanas, se
lanzaban contra los veteranos piqueros españoles que combatían como
unidades bien disciplinadas, en busca del combate individual. Los
mastines de los españoles, enloquecidos por el hambre, hicieron una
tremenda carnicería entre los indios. Por cada español morían
veintenas de mexicas. Pero la superioridad numérica era enorme, y
al mediodía, los soldados españoles, debilitados por el hambre y
las heridas, estaban al borde del agotamiento.
Sus líneas comenzaron a flaquear. Los
mexicas presionaron.
—Tened. Coged esta daga —dijo Jaramillo.
Sacó el arma de la vaina y la puso en la mano de La Malinche. Le
habían clavado una lanza en el muslo durante la Noche Triste, y
ahora yacía con los demás heridos en el centro del cuadro
defensivo. A unos pocos pasos de distancia, los mexicas continuaban
lanzándose contra la línea de piqueros.
—¿Mi señor?
—¡Cogedla! No quiero que me atrapen vivo. No
dejaré que derramen mi sangre en sus templos paganos. —Le temblaban
las manos, y el terror brillaba en su mirada—. He visto los
resultados de vuestra habilidad con el puñal. Sólo os pido que mi
final sea un poco más limpio y más rápido que el de mi señor
Moctezuma.
La Malinche sujetó la daga, desconcertada.
Un hombre no debía temer a la muerte en el campo de flores ni en el
altar. ¿Cómo podía nadie desear morir a manos de una mujer?
Jaramillo se levantó la camisa, sujetó la
mano de la muchacha y apoyó la punta de la daga en su pecho, a la
altura del corazón.
—¡Hacedlo! —suplicó.
La Malinche le miró sin saber qué
hacer.
—¿A qué esperáis?
—¡No! —gritó alguien, que le sujetó la
muñeca.
La Malinche se volvió. Era Aguilar.
—¡No debéis hacerlo! ¡Su alma ardería para
siempre en el fuego del infierno —añadió el hermano.
—¡Sólo si muero por mi propia mano! —replicó
Jaramillo.
—La intención es la misma —afirmó Aguilar.
Se le veía muy tranquilo. En algún momento del viaje había perdido
su precioso libro de horas, y parecía como si le faltara algo.
Llevaba colgada alrededor del cuello una gran cruz de oro —Cortés
había ordenado a los orfebres mixtecas de Tenochtitlan que las
fundieran para los religiosos a petición de fray Bartolomé—, y el
hermano la aferraba ahora con el mismo fervor que había aferrado su
adorado libro de oraciones. Cayó de rodillas—. Recemos a Dios para
que os dé fuerzas hasta el final.
Jaramillo lo apartó sin miramientos.
—¡No quiero vuestras plegarias! —Miró a La
Malinche—. ¡Hazlo! ¡Hazlo de una vez, puta del demonio! ¡Mátame
rápido! —chilló con una voz aguda, casi de mujer.
Aguilar intentó arrebatar la daga de la mano
de la muchacha.
—¡Perderá su alma inmortal!
«No son dignos de Cortés —se dijo La
Malinche—. ¿Cómo es posible que hiciera lo que hizo con este
ejército de enanos?»
La batalla parecía haber llegado a su punto
culminante. El choque de los aceros contra los escudos y las
corazas de cuero, los alaridos de los hombres cuando encontraban la
muerte en el campo de flores, el estrépito de los silbos y los
tambores les rodeaban por todas partes. La Malinche alzó la daga y
descargó el golpe. La hoja se hundió en la tierra hasta la
empuñadura, a un palmo de la cabeza del español.
Jaramillo se echó a llorar.
—Habéis salvado su alma —declaró
Aguilar.
La Malinche negó con la cabeza al escuchar
sus palabras.
—No —replicó en un susurro—. Lo he hecho
porque no creo que mi señor Cortés pueda perder.
«Estoy derrotado», admitió Cortés.
Interrumpió la carga, consciente de que había desobedecido sus
propias reglas: había cabalgado demasiado lejos de sus líneas. La
fatiga le había quitado la concentración: un error fatídico. Los
mexicas le habían dejado pasar hacia el centro de sus filas, y
ahora, mientras él hacía girar a su corcel, corrían para cerrar el
círculo. Podrían haberlo matado entonces con las macanas y las
lanzas pero ninguno se atrevió a derramar su sangre porque el señor
Malintzin pertenecía a Huitzilopochtli.
Descargó mandobles a diestro y siniestro,
cortando las manos de aquellos que intentaban sujetarlo. Pero eran
demasiados y consiguieron sus propósitos. Cayó de la silla y se
estrelló contra el suelo, con tanta fuerza que se quedó sin
aliento.
Entonces oyó el retumbar de los cascos.
Levantó la cabeza y vio los rostros de Benítez y Sandoval, que se
abrían paso a todo galope entre las filas indias. Un segundo más
tarde, Olid, Juan de Salamanca y Alvarado se sumaron al rescate del
comandante. Cortés se levantó de un salto y corrió a recuperar su
caballo.
«No puedo morir —pensó Cortés—. El Señor me
ha escogido para un destino. Me ha mantenido vivo con un
propósito.»
Fue en aquel momento cuando la vio, entre
las nubes que coronaban las colinas. La sonrisa serena, el rostro
pálido pero alumbrado por una luz interior. Ella tendió la mano
para alentarle. El viento del este agitó los pliegues de su manto
púrpura. Nuestra Señora de los Remedios.
Más abajo, en un altozano cubierto de
hierba, divisó el palanquín real, cubierto con un dosel dorado,
donde se reclinaba un gran señor. El personaje llevaba sujeto a la
espalda un estandarte con un arnés. El enorme emblema hecho con
plumas reproducía la insignia del cihuacóatl, el sacerdote
consejero del gran tlatoani. Estaba decorado con piedras preciosas
y oro. El consejero llevaba un penacho de plumas de quetzal y en
las orejas, la nariz y los brazos brillaban los adornos de
oro.
Cortés decidió que se trataba del comandante
en jefe. Su enloquecida carga le había llevado a menos de cien
varas de distancia, y sólo había unos centenares de mexicas entre
ellos. Recordó aquella primera batalla contra los tlaxcaltecas y lo
que La Malinche le había dicho: «Cuando pierden a su comandante,
abandonan el combate».
—¡Debemos regresar antes de que vuelvan a
rodearnos! —vociferó Benítez.
—¡No! ¡Iremos allí! —El capitán general
señaló el altozano—. ¡La Virgen nos marca el camino! ¡Si matamos a
sus jefes la victoria será nuestra!
Clavó las espuelas en su corcel y galopó
ladera arriba, abriéndose pasó entre las dispersas filas de los
mexicas. Delante, la Virgen animaba su carga.
Cortes galopó hacia el palanquín dorado.
Estaba a menos de cien pasos cuando los generales descubrieron sus
intenciones y vio cómo la sorpresa aparecía en sus rostros. Cabalgó
en línea recta hacia el sacerdote y le arrolló con su caballo. El
estandarte acabó destrozado bajo los cascos del corcel. El
comandante refrenó a su cabalgadura y se volvió en el momento que
el sacerdote se levantaba tambaleante. Juan de Salamanca, que venía
detrás, le atravesó el pecho con la lanza. Benítez, O lid, Sandoval
y Al varado mataron al resto de generales y consejeros.
Cortés recogió del suelo el estandarte
aplastado y lo sostuvo en alto. Al instante, sonaron los silbos y
los tambores.
Contempló cómo los mexicas iniciaban la
retirada, alejándose por la llanura, una inmensa ola moviéndose a
sus pies, como si le hubiera ordenado al mismísimo océano que se
retirara.
El conquistador bajó la espada. Lo había
conseguido. Había ganado
Los supervivientes dejaron atrás Otumba,
cruzaron la llanura y comenzaron a subir las estribaciones de las
montañas que les separaban de Tlaxcala. La Malinche, montada en uno
de los caballos cojos, se sujetaba el vientre, intentando no hacer
caso de los fuertes calambres. Se había producido el milagro, tal
como había anunciado Cortés. El comandante cabalgaba a su lado, y
la joven escuchó una vez más la promesa de que muy pronto volverían
a estar en el palacio de Tenochtitlan.
«Después de todo, ha demostrado que es un
ser divino —pensó—. Él es Colibrí, la Serpiente Emplumada,
Jesucristo, guerrero, salvador y redentor. Yo siempre estaré con
él, porque soy la Madre con el Niño.
»Es muy cierto que hoy somos dioses. Ha
regresado a través de mí para derrotar a Moctezuma. El lucero del
Alba alumbrará un nuevo día. Los ocelotes cantarán nuestra
victoria. Una nueva Serpiente Emplumada traerá la paz a
Tollan.
»Porque hoy, sí, somos dioses.