30

 

CORTÉS estaba en la playa, de espaldas al mar. Fray Bartolomé Olmedo se encontraba a su lado, sosteniendo una gran cruz de madera. Un detalle muy bonito, pensó Benítez. El mar desierto, la cruz, los símbolos gemelos de la desesperación que les atenazaba y de su fe. Al capitán le gustaban los efectos teatrales. Sabía cómo transmitir el mensaje sin necesidad de palabras.
Pero ahora resultaba difícil calibrar el humor de los hombres: era muy inestable. Habían soportado demasiados choques a lo largo del camino Benítez miró sus rostros y vio toda una gama de emociones: miedo, resignación, rabia, resentimiento. La expedición ya duraba mucho y había ido mucho más lejos de lo que esperaban cuando salieron de Cuba.
—Caballeros —comenzó el capitán general—, sé que todos vosotros estáis angustiados por lo ocurrido con nuestras naves. Os aseguro que nadie lo está más que yo. Aquí tenéis el informe de los contramaestres encargados de la flota, que recibí mientras algunos estabais en Cempoallan. Da testimonio de que este maldito clima pudrió el maderamen de nuestra naves y que la acción de los gusanos de agua y las ratas acabó por perforar los cascos. Nuestros pilotos también me dijeron que ya no estaban en condiciones de afrontar la navegación, y que lo único que se podía hacer con las naves era embarrancarías para poder salvar todo lo aprovechable.
Benítez había visto el documento. Los pilotos habían informado del estado de las naves con las mismas palabras que Cortés acababa de emplear, porque él les había pagado para que lo hicieran. Este subterfugio no tenía mucha importancia para Benítez. Ya había tomado la decisión de permanecer con Cortés, aunque en ello le fuera la vida. Se había despreocupado de las naves cuando vio cómo las hundían.
—Durante las últimas semanas —prosiguió Cortés—, hemos quitado todas las velas, la herrería y los cabos, y los cascos podridos de las naves yacen ahora en el fondo de la bahía. Fue una decisión difícil de adoptar, pero me vi obligado a ello por mis consejeros. Sencillamente, no había otra elección.
El capitán general hizo una pausa para sopesar el silencio. El viento agitó las hojas que sujetaba en la mano derecha.
—A la sobria luz de la reflexión todos vosotros comprenderéis que este desafortunado incidente no debe angustiarnos más de la cuenta, porque la desgracia viene en este caso acompañada de grandes beneficios. La pérdida de las naves significa que hemos ganado a un centenar de buenos hombres para nuestra expedición, dado que nuestros marinos ya no serán necesarios para manejar las naves. Hoy han jurado su alianza con nosotros y nos ayudarán, con la gracia de Dios, en nuestra empresa.
»Que nadie tenga la menor duda de que la gloria será nuestra. Los naturales de esta tierra creen que pertenecemos a una raza de seres superiores y no veo ninguna razón para decirles lo contrario.
Benítez miró un momento a Aguilar. El hermano miraba a doña Marina con expresión de odio.
—Juro que os haré ricos a todos y cada uno de vosotros, mucho más ricos de lo que hayáis soñado —continuó el capitán general—. Lo único que necesitamos es coraje y fe. Tened presente que, además de ir a la búsqueda de nuestras fortunas, tenemos encomendada otra misión, la de Nuestro Señor Jesucristo. Todos hemos visto a estos salvajes entregados a las prácticas más bárbaras en sus templos infernales. Derribaremos los edificios del demonio allí donde los encontremos y llevaremos la salvación y la fe verdadera a estas tierras paganas. En nuestra aventura nos encontramos en la feliz posición de servir no sólo a nuestros propios intereses sino también los de Dios Todopoderoso.
Cortés hizo una pausa teatral antes de acabar su arenga.
—¡Así que sigamos adelante, seguros en el conocimiento de que mientras hagamos el trabajo de Dios no podemos fallar! Con la pérdida de nuestras naves, la suerte está echada. ¡Seguiremos adelante., a Tenochtitlan!
Hubo un momento de vacilación, un instante crítico en que el destino de la expedición pendió de un hilo. Pero fue entonces cuando Velázquez de León desenvainó la espada y la levantó bien alto. El recuerdo del patíbulo y el perdón de Cortés habían producido un cambio radical en su carácter.
—¡A Tenochtitlan! —vociferó.
El resto de los hombres, sin un jefe que expresara las quejas y los miedos, se dejaron llevar por la marea.
—¡A Tenochtitlan! —corearon centenares de voces.
«Sí, a Tenochtitlan —pensó Benítez—, y que Dios se apiade de
nosotros.»
La princesa azteca
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