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CORTÉS estaba en la playa, de
espaldas al mar. Fray Bartolomé Olmedo se encontraba a su lado,
sosteniendo una gran cruz de madera. Un detalle muy bonito, pensó
Benítez. El mar desierto, la cruz, los símbolos gemelos de la
desesperación que les atenazaba y de su fe. Al capitán le gustaban
los efectos teatrales. Sabía cómo transmitir el mensaje sin
necesidad de palabras.
Pero ahora resultaba difícil calibrar el
humor de los hombres: era muy inestable. Habían soportado
demasiados choques a lo largo del camino Benítez miró sus rostros y
vio toda una gama de emociones: miedo, resignación, rabia,
resentimiento. La expedición ya duraba mucho y había ido mucho más
lejos de lo que esperaban cuando salieron de Cuba.
—Caballeros —comenzó el capitán general—, sé
que todos vosotros estáis angustiados por lo ocurrido con nuestras
naves. Os aseguro que nadie lo está más que yo. Aquí tenéis el
informe de los contramaestres encargados de la flota, que recibí
mientras algunos estabais en Cempoallan. Da testimonio de que este
maldito clima pudrió el maderamen de nuestra naves y que la acción
de los gusanos de agua y las ratas acabó por perforar los cascos.
Nuestros pilotos también me dijeron que ya no estaban en
condiciones de afrontar la navegación, y que lo único que se podía
hacer con las naves era embarrancarías para poder salvar todo lo
aprovechable.
Benítez había visto el documento. Los
pilotos habían informado del estado de las naves con las mismas
palabras que Cortés acababa de emplear, porque él les había pagado
para que lo hicieran. Este subterfugio no tenía mucha importancia
para Benítez. Ya había tomado la decisión de permanecer con Cortés,
aunque en ello le fuera la vida. Se había despreocupado de las
naves cuando vio cómo las hundían.
—Durante las últimas semanas —prosiguió
Cortés—, hemos quitado todas las velas, la herrería y los cabos, y
los cascos podridos de las naves yacen ahora en el fondo de la
bahía. Fue una decisión difícil de adoptar, pero me vi obligado a
ello por mis consejeros. Sencillamente, no había otra
elección.
El capitán general hizo una pausa para
sopesar el silencio. El viento agitó las hojas que sujetaba en la
mano derecha.
—A la sobria luz de la reflexión todos
vosotros comprenderéis que este desafortunado incidente no debe
angustiarnos más de la cuenta, porque la desgracia viene en este
caso acompañada de grandes beneficios. La pérdida de las naves
significa que hemos ganado a un centenar de buenos hombres para
nuestra expedición, dado que nuestros marinos ya no serán
necesarios para manejar las naves. Hoy han jurado su alianza con
nosotros y nos ayudarán, con la gracia de Dios, en nuestra
empresa.
»Que nadie tenga la menor duda de que la
gloria será nuestra. Los naturales de esta tierra creen que
pertenecemos a una raza de seres superiores y no veo ninguna razón
para decirles lo contrario.
Benítez miró un momento a Aguilar. El
hermano miraba a doña Marina con expresión de odio.
—Juro que os haré ricos a todos y cada uno
de vosotros, mucho más ricos de lo que hayáis soñado —continuó el
capitán general—. Lo único que necesitamos es coraje y fe. Tened
presente que, además de ir a la búsqueda de nuestras fortunas,
tenemos encomendada otra misión, la de Nuestro Señor Jesucristo.
Todos hemos visto a estos salvajes entregados a las prácticas más
bárbaras en sus templos infernales. Derribaremos los edificios del
demonio allí donde los encontremos y llevaremos la salvación y la
fe verdadera a estas tierras paganas. En nuestra aventura nos
encontramos en la feliz posición de servir no sólo a nuestros
propios intereses sino también los de Dios Todopoderoso.
Cortés hizo una pausa teatral antes de
acabar su arenga.
—¡Así que sigamos adelante, seguros en el
conocimiento de que mientras hagamos el trabajo de Dios no podemos
fallar! Con la pérdida de nuestras naves, la suerte está echada.
¡Seguiremos adelante., a Tenochtitlan!
Hubo un momento de vacilación, un instante
crítico en que el destino de la expedición pendió de un hilo. Pero
fue entonces cuando Velázquez de León desenvainó la espada y la
levantó bien alto. El recuerdo del patíbulo y el perdón de Cortés
habían producido un cambio radical en su carácter.
—¡A Tenochtitlan! —vociferó.
El resto de los hombres, sin un jefe que
expresara las quejas y los miedos, se dejaron llevar por la
marea.
—¡A Tenochtitlan! —corearon centenares de
voces.
«Sí, a Tenochtitlan —pensó Benítez—, y que
Dios se apiade de
nosotros.»