72

 

AÑO de Nuestro Señor, 1520.
Dos Cuchillo de Pedernal del antiguo calendario azteca.

 

El centro del mundo había cambiado de posición y ahora estaba en el palacio de Axayácatl.
Los tapices, los biombos, los enanos y las esposas favoritas de Moctezuma habían sido trasladados bruscamente a la nueva corte. Los escribas iban y venían por la plaza cargados con códices y registros de tributos, y los grandes príncipes del imperio se reunían en las salas para visitar a su emperador en los aposentos que ahora vigilaban sus propios invitados.
Pero muchos otros no fueron allí: Cuitláhuac, Cacamatzin, Cuauhtemoc, todos rehusaron las llamadas para que se presentaran en palacio. Se retiraron a Texcoco e Ixtalapalapa a ocultar su decepción.
Una paz incierta volvió a reinar en la ciudad, aunque los cabildeos políticos entre Moctezuma y Cortés continuaron detrás de los muros del palacio. Como una nueva concesión a Cortés, la hija y la sobrina de Moctezuma abrazaron la fe cristiana y fray Bartolomé las bautizó con los nombres de doña Ana y doña Elvira.
En Veracruz, Juan Escalante falleció a consecuencia de las heridas recibidas en la batalla contra el ejército del desgraciado Cuauhpopoca y fue reemplazado por Gonzalo de Sandoval.
Mientras tanto, los soldados se amoldaron a la rutina. Jugaban a las cartas y a los dados, contemplaban la vida urbana desde el aislamiento del palacio y no perdían de vista las montañas, atentos a cualquier señal de la llegada de los refuerzos que traería Portocarrero.
Benítez había notado un cambio en la conducta de su pelotón, y en uno de sus miembros en particular: Gonzalo Norte. En los siguientes a la entrada en Tenochtitlan se había mantenido alejado de los demás, apartado por sus rarezas y actitudes hostiles. Pero desde los combates en Tlaxcala, había dejado de ser el blanco de las burlas de la tropa, y con el lento paso de los meses le habían aceptado en sus pasatiempos y en sus charlas. Había dejado de afeitarse la barba y ya no se bañaba todos los días. Pasaba gran parte de su tiempo jugando con Flores y Guzmán, sus antiguos torturadores.
«De hecho —se dijo Benítez—, va camino de convertirse una vez más en un español auténtico.»

 

—Debéis decirle a mi señor Moctezuma que necesito discutir con él un tema urgente. Es una cuestión religiosa.
La sonrisa se heló en el rostro del gran tlatoani. «Ha envejecido en el transcurso de los últimos meses —pensó La Malinche—. Hoy parece un anciano enfermo. Los captores le tratan con displicencia, como quien trata a un tío que chochea. Ha perdido la seguridad en sí mismo.»
Estaba ocupado jugando al patolli con Alvarado y Jaramillo, uno de los pasatiempos favoritos de los mexicas, que se jugaba con alubias blancas marcadas. Los jugadores movían seis contadores de chinas por el tablero de acuerdo con el resultado de cada tirada con las judías. Desde el confinamiento, su única pasión era apostar por el resultado de las partidas, aunque cada vez que ganaba su mayor placer era darle todas las ganancias a los guardias.
—¿Qué desea decirme? —le preguntó Moctezuma, apartando la atención del juego por un momento. Tenía la expresión de un niño al que van a regañar.
Tradujo las palabras para Cortés y esperó, tensa, a su lado. En las últimas semanas, Cortés se había convertido en un extraño para ella. Recorría los pasillos del palacio acompañado por una comitiva de sirvientes que le seguía a todas partes, pavoneándose como un emperador. «He visto cómo mira a las hijas de Moctezuma y veo el deseo en sus ojos. Ahora que ha cruzado las montañas y está en el corazón del reino, ya no me necesita.»
—Decidle que se trata del futuro del Templo Mayor —respondió el capitán general—. Fray Bartolomé Olmedo y el hermano Aguilar le han estado enseñando lo que es el cristianismo y le han explicado a fondo la falsedad de sus dioses. Ahora ha llegado el momento de destruir los ídolos del templo y poner en su lugar una imagen de la Virgen. Decidle que si no accede lo haremos por la fuerza y mataremos a los sacerdotes que quieran impedirlo.
En cuanto La Malinche acabó de traducir las palabras de Cortés, apareció en el rostro del gran tlatoani la habitual expresión de miedo. «¿Qué espera conseguir con esto? —se preguntó la muchacha—. No puede seguir conteniendo a Cortés. ¿Por qué es tan cobarde?»
—Decidle al señor Malintzin que no debe hacerlo —le dijo el emperador en voz baja—. Si lo intenta, nuestros dioses le destruirán. Si ellos no lo hacen, entonces mi pueblo se rebelará. Es un asunto muy delicado. Necesito más tiempo para resolver este tema a mi manera.
La expresión de Cortés se suavizó cuando escuchó la respuesta.
—Chiquita, decidle a mi señor Moctezuma que si de mí dependiera, dejaría este asunto en sus manos. Pero mis capitanes insisten. Quizá si pudiera darles algo en que entretener sus ocios...
«¿A qué estás jugando ahora?*, pensó La Malinche.
—Si pudiera decirnos dónde consiguen los orfebres todo el oro, quizá podríamos aliviar la enfermedad en los corazones de los capitanes y hacerles más amables.
La Malinche sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. «¿Sólo oro, mi señor? ¿Es lo que siempre habéis deseado?*
—Mi señor Malintzin dice que no es él, sino sus capitanes, quienes insisten en la destrucción del templo —tradujo—. Cree que puede comprarlos con vuestras minas de oro. Quiere saber dónde están.
La sombra de una sonrisa, pero una sonrisa triste. La Malinche no tenía ninguna pista de los verdaderos pensamientos del emperador. «¿Todavía cree que Cortés es la Serpiente Emplumada? —se preguntó—. ¿Se da cuenta de que el mundo nunca volverá a ser como antes, y de que él nunca más será emperador? Debe de saber que Cortés no tiene la intención de marcharse. La única manera para conseguir que los mexicas vuelvan a ser libres es que Moctezuma les ordene combatir y, si lo hace, Cortés le matará. Quizá todavía espera gobernar congraciándose con Cortés. ¿O es que este juego de la espera conduce a algo más, a una última maniobra que ha proyectado?»
—Decidle que la mayor parte de nuestro oro se consigue por lavado —explicó Moctezuma—. Los yacimientos se encuentra en Zacatula, en el sur, que pertenece a nuestros vasallos, los mixtecas. Hay otros cerca de Malinaltepec...
—Un momento —le interrumpió el capitán general. Le hizo una seña a Cáceres. El mayordomo se acercó con el recado de escribir—. Debemos anotar los nombres, junto con la localización exacta para poder enviar expediciones a esos lugares. A ver, Zacatula, ¿a cuántos días está de Tenochtitlan?
En cuanto acabaron con el inventario, Cortés y los capitanes abandonaron la sala y La Malinche se quedó sola con Moctezuma. El gran tlatoani permaneció en silencio, mirando a una de las cacatúas amarillas encerrada en su jaula de plata.
—Ahora sé cómo se siente este pobre pájaro —comentó.
Cogió la jaula, salió a la terraza y abrió la puerta. La cacatúa vaciló un momento para después abandonar su prisión y alejarse, volando por encima de los tejados del palacio. Después arrojó la jaula al suelo.
—Los extranjeros vuelven a padecer la enfermedad del oro.
—Eso parece —respondió La Malinche.
Moctezuma contempló la ciudad rosa y blanca.
—Me pregunto qué tiene de especial el oro —comentó, de espaldas a la muchacha—. La plata es más difícil de trabajar, las plumas de quetzal y el jade son más exóticos y mucho más bellos de admirar. —Cuando se volvió, La Malinche se llevó una sorpresa al ver que estaba sonriendo. Había desaparecido el anciano enclenque. ¿Había existido alguna vez? ¿Había tenido miedo de Cortés o todo había sido una farsa?—. ¿Por qué hacéis lo que os manda? —preguntó el gran tlatoani ásperamente.
—¿Por qué lo hacéis vos, mi señor?
—No tengo otra elección. —La miró atentamente como si quisiera bucear en las profundidades de sus ojos oscuros—. ¿Confiáis en el señor Malintzin?
La joven permaneció en silencio. ¿Qué debía contestar?
—He visto que vuestra cintura se ha engordado —añadió el emperador—. ¿Os engordan los tamales, o es su hijo el que hincha vuestro vientre?
La Malinche apoyó una mano sobre la barriga.
—El futuro gran tlatoani de México —declaró.
Moctezuma negó con la cabeza.
—Os traicionará. Vuestro hijo jamás gobernará Tenochtitlan.
Por un momento, La Malinche notó que le faltaba la respiración. Las palabras resonaron en la habitación, y los frágiles sueños se hicieron añicos contra el suelo de mármol. «No, él no me traicionará.» Pero el dolor la inmovilizó, como si le hubiesen asestado una puñalada en el vientre.
El emperador volvió a sonreír. Tenía los dientes podridos.
—Vuestro hijo jamás gobernará Tenochtitlan —repitió.
—Tampoco el vuestro —replicó La Malinche, furiosa, y se marchó.

 

 

 

73

 

La Malinche se despertó cuando acababa la última guardia nocturna Vio a Cortés vestido y de pie junto a la ventana, esperando impaciente la salida del sol. Era una escena que se había repetido muchas veces desde la llegada a Tenochtitlan. En esos días, el capitán general apenas si dormía.
—Mi señor.
. T-NO quería despertarte, chiquita.
—Vuelve a la cama, por favor. —Cortés vaciló, pero después se tendió en el lecho completamente vestido. Ella se acurrucó contra el cuerpo del hombre, con la cabeza apoyada en su pecho—. ¿Qué hacías?
—Pensaba.
—¿En qué?
—En aquella mañana en Reunión de los Mercaderes. ¿Cómo adivinaste que el señor que nos enviaron no era Moctezuma?
—Mi señor, no estoy segura, pero creo que fue el comportamiento de los demás hacia él lo que me convenció de la impostura.
—¿Eso fue todo?
—El porte de un hombre, la manera de comportarse los demás cuando están con él. ¿Qué otra manera hay para saber si un hombre es un rey o un campesino?
El capitán general la besó en la frente.
—¿Cómo me comporto yo, mi señora? ¿Soy un rey?
—Eres más que un rey, mi señor.
—Más que un rey...
Una luz grisácea despuntó en el horizonte, y La Malinche deseó poder estar abrazada a él por el resto de sus días. Había cortado todos los lazos con sus antepasados y su raza, pero aquí, entre los brazos de Cortés, al menos estaba segura. Desde la llegada a la ciudad el capitán general se

 

había convertido en un extraño para ella. No obstante, ¿qué podía hacer? Era su esclava. Tal como le había manifestado a Aguilar, se quemaba todos los días.
«Él te traicionará. Vuestro hijo jamás gobernará Tenochtitlan.»
La Malinche lo abrazó con todas sus fuerzas. Cortés nunca la traicionaría. Llevaba a su hijo en el vientre. Él era su destino. Sin él, la vida no tenía sentido.
La princesa azteca
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