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AÑO de
Nuestro Señor, 1520.
Dos Cuchillo de
Pedernal del antiguo calendario azteca.
El centro del mundo había cambiado de
posición y ahora estaba en el palacio de Axayácatl.
Los tapices, los biombos, los enanos y las
esposas favoritas de Moctezuma habían sido trasladados bruscamente
a la nueva corte. Los escribas iban y venían por la plaza cargados
con códices y registros de tributos, y los grandes príncipes del
imperio se reunían en las salas para visitar a su emperador en los
aposentos que ahora vigilaban sus propios invitados.
Pero muchos otros no fueron allí:
Cuitláhuac, Cacamatzin, Cuauhtemoc, todos rehusaron las llamadas
para que se presentaran en palacio. Se retiraron a Texcoco e
Ixtalapalapa a ocultar su decepción.
Una paz incierta volvió a reinar en la
ciudad, aunque los cabildeos políticos entre Moctezuma y Cortés
continuaron detrás de los muros del palacio. Como una nueva
concesión a Cortés, la hija y la sobrina de Moctezuma abrazaron la
fe cristiana y fray Bartolomé las bautizó con los nombres de doña
Ana y doña Elvira.
En Veracruz, Juan Escalante falleció a
consecuencia de las heridas recibidas en la batalla contra el
ejército del desgraciado Cuauhpopoca y fue reemplazado por Gonzalo
de Sandoval.
Mientras tanto, los soldados se amoldaron a
la rutina. Jugaban a las cartas y a los dados, contemplaban la vida
urbana desde el aislamiento del palacio y no perdían de vista las
montañas, atentos a cualquier señal de la llegada de los refuerzos
que traería Portocarrero.
Benítez había notado un cambio en la
conducta de su pelotón, y en uno de sus miembros en particular:
Gonzalo Norte. En los siguientes a la entrada en Tenochtitlan se
había mantenido alejado de los demás, apartado por sus rarezas y
actitudes hostiles. Pero desde los combates en Tlaxcala, había
dejado de ser el blanco de las burlas de la tropa, y con el lento
paso de los meses le habían aceptado en sus pasatiempos y en sus
charlas. Había dejado de afeitarse la barba y ya no se bañaba todos
los días. Pasaba gran parte de su tiempo jugando con Flores y
Guzmán, sus antiguos torturadores.
«De hecho —se dijo Benítez—, va camino de
convertirse una vez más en un español auténtico.»
—Debéis decirle a mi señor Moctezuma que
necesito discutir con él un tema urgente. Es una cuestión
religiosa.
La sonrisa se heló en el rostro del gran
tlatoani. «Ha envejecido en el transcurso
de los últimos meses —pensó La Malinche—. Hoy parece un anciano
enfermo. Los captores le tratan con displicencia, como quien trata
a un tío que chochea. Ha perdido la seguridad en sí mismo.»
Estaba ocupado jugando al patolli con Alvarado y Jaramillo, uno de los
pasatiempos favoritos de los mexicas, que se jugaba con alubias
blancas marcadas. Los jugadores movían seis contadores de chinas
por el tablero de acuerdo con el resultado de cada tirada con las
judías. Desde el confinamiento, su única pasión era apostar por el
resultado de las partidas, aunque cada vez que ganaba su mayor
placer era darle todas las ganancias a los guardias.
—¿Qué desea decirme? —le preguntó Moctezuma,
apartando la atención del juego por un momento. Tenía la expresión
de un niño al que van a regañar.
Tradujo las palabras para Cortés y esperó,
tensa, a su lado. En las últimas semanas, Cortés se había
convertido en un extraño para ella. Recorría los pasillos del
palacio acompañado por una comitiva de sirvientes que le seguía a
todas partes, pavoneándose como un emperador. «He visto cómo mira a
las hijas de Moctezuma y veo el deseo en sus ojos. Ahora que ha
cruzado las montañas y está en el corazón del reino, ya no me
necesita.»
—Decidle que se trata del futuro del Templo
Mayor —respondió el capitán general—. Fray Bartolomé Olmedo y el
hermano Aguilar le han estado enseñando lo que es el cristianismo y
le han explicado a fondo la falsedad de sus dioses. Ahora ha
llegado el momento de destruir los ídolos del templo y poner en su
lugar una imagen de la Virgen. Decidle que si no accede lo haremos
por la fuerza y mataremos a los sacerdotes que quieran
impedirlo.
En cuanto La Malinche acabó de traducir las
palabras de Cortés, apareció en el rostro del gran tlatoani la habitual expresión de miedo. «¿Qué
espera conseguir con esto? —se preguntó la muchacha—. No puede
seguir conteniendo a Cortés. ¿Por qué es tan cobarde?»
—Decidle al señor Malintzin que no debe
hacerlo —le dijo el emperador en voz baja—. Si lo intenta, nuestros
dioses le destruirán. Si ellos no lo hacen, entonces mi pueblo se
rebelará. Es un asunto muy delicado. Necesito más tiempo para
resolver este tema a mi manera.
La expresión de Cortés se suavizó cuando
escuchó la respuesta.
—Chiquita, decidle a mi señor Moctezuma que
si de mí dependiera, dejaría este asunto en sus manos. Pero mis
capitanes insisten. Quizá si pudiera darles algo en que entretener
sus ocios...
«¿A qué estás jugando ahora?*, pensó La
Malinche.
—Si pudiera decirnos dónde consiguen los
orfebres todo el oro, quizá podríamos aliviar la enfermedad en los
corazones de los capitanes y hacerles más amables.
La Malinche sintió como si le hubieran dado
un puñetazo en el estómago. «¿Sólo oro, mi señor? ¿Es lo que
siempre habéis deseado?*
—Mi señor Malintzin dice que no es él, sino
sus capitanes, quienes insisten en la destrucción del templo
—tradujo—. Cree que puede comprarlos con vuestras minas de oro.
Quiere saber dónde están.
La sombra de una sonrisa, pero una sonrisa
triste. La Malinche no tenía ninguna pista de los verdaderos
pensamientos del emperador. «¿Todavía cree que Cortés es la
Serpiente Emplumada? —se preguntó—. ¿Se da cuenta de que el mundo
nunca volverá a ser como antes, y de que él nunca más será
emperador? Debe de saber que Cortés no tiene la intención de
marcharse. La única manera para conseguir que los mexicas vuelvan a
ser libres es que Moctezuma les ordene combatir y, si lo hace,
Cortés le matará. Quizá todavía espera gobernar congraciándose con
Cortés. ¿O es que este juego de la espera conduce a algo más, a una
última maniobra que ha proyectado?»
—Decidle que la mayor parte de nuestro oro
se consigue por lavado —explicó Moctezuma—. Los yacimientos se
encuentra en Zacatula, en el sur, que pertenece a nuestros
vasallos, los mixtecas. Hay otros cerca de Malinaltepec...
—Un momento —le interrumpió el capitán
general. Le hizo una seña a Cáceres. El mayordomo se acercó con el
recado de escribir—. Debemos anotar los nombres, junto con la
localización exacta para poder enviar expediciones a esos lugares.
A ver, Zacatula, ¿a cuántos días está de Tenochtitlan?
En cuanto acabaron con el inventario, Cortés
y los capitanes abandonaron la sala y La Malinche se quedó sola con
Moctezuma. El gran tlatoani permaneció en
silencio, mirando a una de las cacatúas amarillas encerrada en su
jaula de plata.
—Ahora sé cómo se siente este pobre pájaro
—comentó.
Cogió la jaula, salió a la terraza y abrió
la puerta. La cacatúa vaciló un momento para después abandonar su
prisión y alejarse, volando por encima de los tejados del palacio.
Después arrojó la jaula al suelo.
—Los extranjeros vuelven a padecer la
enfermedad del oro.
—Eso parece —respondió La Malinche.
Moctezuma contempló la ciudad rosa y
blanca.
—Me pregunto qué tiene de especial el oro
—comentó, de espaldas a la muchacha—. La plata es más difícil de
trabajar, las plumas de quetzal y el jade son más exóticos y mucho
más bellos de admirar. —Cuando se volvió, La Malinche se llevó una
sorpresa al ver que estaba sonriendo. Había desaparecido el anciano
enclenque. ¿Había existido alguna vez? ¿Había tenido miedo de
Cortés o todo había sido una farsa?—. ¿Por qué hacéis lo que os
manda? —preguntó el gran tlatoani
ásperamente.
—¿Por qué lo hacéis vos, mi señor?
—No tengo otra elección. —La miró
atentamente como si quisiera bucear en las profundidades de sus
ojos oscuros—. ¿Confiáis en el señor Malintzin?
La joven permaneció en silencio. ¿Qué debía
contestar?
—He visto que vuestra cintura se ha
engordado —añadió el emperador—. ¿Os engordan los tamales, o es su
hijo el que hincha vuestro vientre?
La Malinche apoyó una mano sobre la
barriga.
—El futuro gran tlatoani de México —declaró.
Moctezuma negó con la cabeza.
—Os traicionará. Vuestro hijo jamás
gobernará Tenochtitlan.
Por un momento, La Malinche notó que le
faltaba la respiración. Las palabras resonaron en la habitación, y
los frágiles sueños se hicieron añicos contra el suelo de mármol.
«No, él no me traicionará.» Pero el dolor la inmovilizó, como si le
hubiesen asestado una puñalada en el vientre.
El emperador volvió a sonreír. Tenía los
dientes podridos.
—Vuestro hijo jamás gobernará Tenochtitlan
—repitió.
—Tampoco el vuestro —replicó La Malinche,
furiosa, y se marchó.
73
La Malinche se despertó cuando acababa la
última guardia nocturna Vio a Cortés vestido y de pie junto a la
ventana, esperando impaciente la salida del sol. Era una escena que
se había repetido muchas veces desde la llegada a Tenochtitlan. En
esos días, el capitán general apenas si dormía.
—Mi señor.
. T-NO quería despertarte, chiquita.
—Vuelve a la cama, por favor. —Cortés
vaciló, pero después se tendió en el lecho completamente vestido.
Ella se acurrucó contra el cuerpo del hombre, con la cabeza apoyada
en su pecho—. ¿Qué hacías?
—Pensaba.
—¿En qué?
—En aquella mañana en Reunión de los
Mercaderes. ¿Cómo adivinaste que el señor que nos enviaron no era
Moctezuma?
—Mi señor, no estoy segura, pero creo que
fue el comportamiento de los demás hacia él lo que me convenció de
la impostura.
—¿Eso fue todo?
—El porte de un hombre, la manera de
comportarse los demás cuando están con él. ¿Qué otra manera hay
para saber si un hombre es un rey o un campesino?
El capitán general la besó en la
frente.
—¿Cómo me comporto yo, mi señora? ¿Soy un
rey?
—Eres más que un rey, mi señor.
—Más que un rey...
Una luz grisácea despuntó en el horizonte, y
La Malinche deseó poder estar abrazada a él por el resto de sus
días. Había cortado todos los lazos con sus antepasados y su raza,
pero aquí, entre los brazos de Cortés, al menos estaba segura.
Desde la llegada a la ciudad el capitán general se
había convertido en un extraño para ella. No
obstante, ¿qué podía hacer? Era su esclava. Tal como le había
manifestado a Aguilar, se quemaba todos los días.
«Él te traicionará. Vuestro hijo jamás
gobernará Tenochtitlan.»
La Malinche lo abrazó con todas sus fuerzas.
Cortés nunca la traicionaría. Llevaba a su hijo en el vientre. Él
era su destino. Sin él, la vida no tenía sentido.