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AGOSTO,
el mes de la caída de los frutos
Cortés dejó a Juan Escalante, uno de los
oficiales subalternos, al mando del fuerte de Veracruz, con una
tropa integrada por soldados enfermos o demasiado viejos para
soportar los rigores de la marcha. El resto se marchó con el
capitán general.
Salieron en formación cerrada, con
Cristóbal, el abanderado, a la cabeza de la columna, montado en un
caballo tordo, seguido por Cortés, con el casco y el peto
relucientes. La Malinche le escoltaba a pie, al lado del padre
Olmedo, que iba cargado con la gran cruz tachonada con las
turquesas que había quitado de las orejas y las narices de los
totonacas conversos. Detrás venía el cuerpo principal de
infantería, seis compañías de cincuenta hombres cada una.
Los totonacas y los porteadores cubanos
llevaban las pesadas armaduras de los españoles y tiraban de los
carretones donde transportaban las piezas de artillería. Detrás de
los cañones, marchaban los piqueros, los arcabuceros y los
ballesteros. Un ejército de cinco mil guerreros totonacas,
resplandecientes con sus atavíos de plumas, cerraban la marcha. Los
rayos del sol abrasador arrancaban reflejos en los cascos de acero,
en los cañones de los arcabuces y en los tachonados de latón de los
arreos de los caballos.
«Una locura —pensó Benítez—. Un ejército de
quinientos soldados y unos pocos miles de nativos con garrotes y
escudos hechos de caparazones de tortugas dispuestos a conquistar
un imperio entero. ¡Una auténtica locura!»
El camino desde Cempoallan los llevó a
través de los campos de maíz maduro; después avanzaron por los
senderos de la selva bordeados de árboles de frutos de la pasión y
trepadoras de color rojo fuego. Los soldados jadeaban y maldecían
por el calor intolerable, encerrados en las armaduras. Las mujeres
tabasqueñas que no habían dejado en Cempoallan desaparecieron en la
selva a la primera ocasión. Sólo La Malinche y Flor de Lluvia
continuaron con los españoles.
Acamparon en un ancho y fértil valle donde
crecían la vainilla y el nopal de la cochinilla, y al día siguiente
subieron hasta Jalapa, la ciudad del río Arena. Cuando los
españoles miraron atrás comprobaron que estaban muy lejos de la
selva y la fiebre costera; en cambio, ante ellos se abría ahora un
territorio montañoso con picos nevados.
Cortés se vistió con la armadura completa,
incluida la celada borgoñona con un airoso penacho para hacer la
entrada en Jalapa, una ciudad construida en las faldas de un valle
boscoso. Las habitantes ya habían sido avisados de su llegada y se
habían llevado las estatuas de los dioses a algún lugar secreto
para anticiparse a los deseos de la Serpiente Emplumada. Los
sacerdotes se habían cortado las cabelleras sucias de sangre y
ahora vestían túnicas de algodón blanco. Los nobles de Jalapa
ofrecieron sus casas para alojar a los españoles. Habían preparado
una fiesta en honor de los conquistadores.
Hasta el momento, la suya había sido una
marcha triunfal, un desfile Pero al día siguiente dejarían la
tierra de los totonacas y darían los primeros pasos por el
territorio de los mexicas.
La niebla cubría el valle. El bosque, donde
abundaban los helechos y las orquídeas, era una masa oscura. El
frío de la noche hacía que se levantaran nubecillas de vapor de los
flancos de un caballo zaino. Una lechuza parpadeó en su escondite,
la cabeza ladeada y el oído atento a los gritos de los
humanos.
La Malinche se quitó la camisa y la falda, y
se tendió sobre el áspero suelo de la cueva, con los brazos
levantados por encima de la cabeza, en gesto de sacrificio a un
dios. Cortés se arrodilló entre sus piernas, con el rostro sudoroso
y los ojos brillantes en la oscuridad. Una tercera figura
presenciaba la escena. Tenía el rostro de la Serpiente Emplumada,
con los colmillos al descubierto y la lengua fuera, una estatuilla
de terracota que cobraba vida con la pintura policroma.
Cortés, revoloteando como un águila sobre su
presa, entre las ofrendas de frutos y pequeñas aves. El rugido de
la bestia; el pelo oscuro enredado, el brillo del medallón, los
iconos de la Virgen y el Bautista. El momento de la conquista, el
instante de la posesión. El abrazo al invasor, dándole la
bienvenida.
Cortés, montado, miró la boca de la
Serpiente, cara a cara con el demonio en el momento de felicidad.
La gloria purgaría todos sus pecados mortales.
La Malinche ya estaba con su dios. Había
logrado su destino.