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BAJO ellos se abría un amplio valle donde se veían las manchas verdes de los cultivos de maíz, los campos de espliego y los huertos frutales. El viento soplaba ahora del oeste, barriendo el cielo de nubes y calentando a los hombres muertos de frío que bajaban de la montaña. Cortés recorría la columna dando órdenes para que mantuvieran la formación. Entraron en Zautla con el paso de un ejército victorioso, y no como una tropa que había estado a punto de morir helada en los puertos.

 

Al capitán general le habían dado la mejor casa de Zautla. La gran mesa de roble y su silla favorita de madera tallada, con incrustaciones de latón y turquesas, transportadas desde la costa a hombros de los porteadores, ocupaban el centro de la habitación principal.
Benítez observó que en la reunión matinal con los capitanes había una novedad: La Malinche estaba allí, pero sin Aguilar para oficiar de traductor. El humor general era de optimismo. La noche anterior habían saciado su hambre con pavos asados y tortillas de maíz, y por primera vez habían dormido bajo techo desde que salieron de Cempoallan. Ya comenzaban a olvidar los horrores del viaje.
—Caballeros, tenemos que tomar una decisión —anunció Cortés—. Al parecer, se ha suscitado una discusión sobre cómo debemos proceder a partir de aquí.
—¿Cuáles son las alternativas? —preguntó Alvarado.
—Podemos seguir por dos rutas. Anoche hablé con el cacique de esta ciudad e insistió mucho en que vaya por un lugar que ellos llaman Cholulan. Dijo que podíamos estar seguros de tener una entusiasta bienvenida. No obstante, los totonacas me aconsejan la ruta más larga y difícil y sugieren que pasemos a través de las tierras de Tlaxcala.
—¡Por el culo de la Virgen! —exclamó una voz—. No podéis valorar la palabra de un mexica por encima de la de un totonaca.
Todos se volvieron para mirar a La Malinche.
Benítez sonrió. La muchacha había pasado demasiado tiempo en compañía de hombres como Jaramillo, Sandoval y Alvarado. El capitán general parecía atónito.
—Tendremos que reemplazar a vuestros tutores —manifestó a modo de reproche.
—¿Qué sabéis de los tlaxcaltecas, doña Marina? —preguntó Alvarado.
—Están en guerra contra los mexicas desde hace más tiempo de lo que cualquiera recuerda —respondió ella—La mayoría de los corazones que se arrancan cada año en los altares de Moctezuma pertenecen a los cautivos tlaxcaltecas. Son sus enemigos mortales.
Un largo silencio siguió a las palabras de La Malinche. Cortés miró a los presentes.
—Entonces, ¿vamos a Tlaxcala? —Todos asintieron—. Muy bien. Le pediré a los totonacas que envíen cuatro emisarios a los tlaxcaltecas para explicarles nuestra misión y ofrecerles una alianza contra los mexicas. ¿Cómo pueden negarse? Cuando se unan a nosotros tendremos a dos grandes pueblos como aliados. El día que entremos en Tenochtitlan, Moctezuma se encontrará solo y aislado sin necesidad de que nosotros desenvainemos las espadas.
Todos asintieron con grandes sonrisas, cautivados por las palabras de Cortés. Hacía que todo pareciera sencillo. Benítez se imaginó a él mismo regresando a Extremadura vestido de terciopelo con anillos de oro en los dedos y la bolsa repleta de joyas. Lo que había parecido imposible en la costa se había convertido repentinamente en algo posible en las montañas. Quizás era tan sencillo como les había dicho Cortés. Como recoger la fruta madura de un árbol.
Los cuatro totonacas partieron al día siguiente, vestidos con el atuendo correspondiente a su rango: capas con doble nudo en los hombros, pañuelos de algodón y escudos. También llevaban con ellos una carta de salutación, firmada por Cortés, con un sello de lacre rojo, además de algunos regalos especiales: una espada toledana, una ballesta y un sombrero de tafetán rojo, que estaba de moda entre la clase alta de la sociedad cubana.
El jefe de la delegación llevaba con él un objeto vital: un diminuto trozo de jade, tallado en forma de corazón. Lo había sujetado al pelo. Pagaría su pasaje a la Bestia Amarilla del Mundo Subterráneo si resultaba que los tlaxcaltecas no eran tan amables como creían los españoles.
Todos sabían que el plato favorito de los tlaxcaltecas era el estofado de embajador.
La princesa azteca
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