70

 

CORTÉS se presentó en el palacio acompañado por los oficiales superiores: Alvarado, Sandoval, León y Benítez, además de un pelotón de soldados al mando de Bernal Díaz del Castillo. Todos vestían la armadura, una táctica más psicológica que práctica, porque si se producía una pelea las armaduras no les salvarían de la multitud de guardias que custodiaban al emperador.
Esta vez les hicieron pasar a una sala privada de los aposentos reales. Moctezuma les esperaba, entreteniéndose con sus pájaros: estorninos de un plumaje negro resplandeciente con algunos toques de verde, encerrados en jaulas de plata.
El emperador, al verles entrar, fue a sentarse en un ypcalli de madera tallada y le indicó a Cortés que se sentara a su lado.
El capitán general le pidió a La Malinche que transmitiera al monarca su deseo de permanecer de pie. Un sombra de aprensión apareció fugazmente en el rostro de Moctezuma.
El gran tlatoani, quizá con el deseo de calmar el enfado del señor Malintzin, le señaló a dos muchachas lujosamente ataviadas que permanecían sentadas con mucho recato a un costado de su trono.
—Moctezuma dice que las dos jóvenes son sus hijas —tradujo La Malinche—. Os las ofrece como esposas. —La muchacha comprendió el razonamiento del emperador: los hijos de esos matrimonios serían descendientes de él mismo y de los dioses. Gracias a la alianza entre la casa real y los dioses esperaba, al estilo tradicional mexicano, evitar cualquier confrontación.
El capitán general observó a las dos muchachas, enarcando las cejas como una manifestación de aprecio ante su belleza. La Malinche sintió la punzada de los celos.
Es muy amable de su parte —respondió Cortés, pero no había amabilidad en el tono ni en la frialdad de la mirada de sus ojos grises—, pero, por favor, decidle que no puedo tomar otra esposa porque ya tengo una.
La Malinche se mordió el labio inferior. ¿Quién era esa mujer que ejercía tanto dominio sobre la vida de su señor? Claro que bien podría tratarse sólo de una excusa. «Tal vez la mujer que le parece irremplazable soy yo.»
—Decidle —añadió el comandante—, que no he venido para discutir sobre sus hijas.
Esta vez, Moctezuma se mostró asustado de verdad.
—Mi señor os da las gracias por vuestra bondadosa oferta —tradujo La Malinche—. Sin embargo, desea tratar de otros asuntos.
—Preguntadle si todavía nene la cabeza de Juan de Argüello —dijo Cortés con voz ronca.
Moctezuma empalideció ante la mención de la cabeza decapitada.
—Decidle al señor Malinche que no sé a qué se refiere.
Cortés levantó una mano para hacerla callar antes de que la joven pudiera transmitir la respuesta.
—No es necesario que lo traduzcáis —señaló—. Veo que sabe a quién me refiero.
Durante un momento, se miraron a los ojos. La Malinche disfrutó con el instante de complicidad. A primera hora de la mañana habían analizado en profundidad el desarrollo de la entrevista, y Cortés le había enseñado lo que debía decir y hacer. Nunca se había sentido tan fuerte, o tan orgullosa. Sólo deseaba que el espíritu de su padre, que erraba tristemente por la tierra de los Muertos, pudiera verla en esos momentos.
—Pedidle que explique el ataque no provocado contra mis hombres en Veracruz.
La Malinche creyó que Moctezuma se desmayaría cuando le formuló la pregunta.
—No sé absolutamente nada de lo ocurrido —respondió el emperador, y se echó a reír con una risita aguda.
—¿Acaso cree que se trata de una broma? —gritó Alvarado, adelantándose, furioso.
El capitán general puso una mano sobre el brazo de Alvarado, y volvió a ocuparse del interrogatorio al monarca.
—Nueve de mis hombres fueron asesinados por sus guerreros —añadió sin hacer caso de las protestas de Moctezuma—. Decidle que mis capitanes están dispuestos a tomarse la venganza inmediatamente. Yo soy lo único que les impide quemar su capital y sus templos.
La muchacha repitió la ridícula amenaza y se sorprendió al ver que Moctezuma se la creía a pie juntillas.
—Debéis decirle —tartamudeó el Adorado Portavoz—, que no soy yo quien está en falta, sino el gobernador de aquel distrito, Águila Humeante. Enviaré a buscarle inmediatamente para que responda a las preguntas del señor Malintzin.
—Le echa todas las culpas al gobernador del distrito —informó La Malinche—. Tal como dijisteis que haría.
El capitán general asintió.
—Decidle lo que queremos que haga.
—Mi señor está muy desilusionado —comunicó La Malinche—. Hasta ahora no os ha demostrado otra cosa que su amistad, pero ahora cree que les habéis tratado falsamente. Sin embargo, dice que os perdonará si le acompañáis, con discreción, a su palacio, y permanecéis allí con él hasta que todo este asunto quede aclarado.
En un primer momento, Moctezuma dio la impresión de haber escuchado la propuesta. La Malinche repitió las órdenes de Cortés. El emperador la miró como si ella hubiese perdido el juicio.
—Le he explicado que no tengo nada que ver con todo esto. No me puede dar semejante orden. ¿Quién ha oído nunca algo parecido?
—Se niega, mi señor —tradujo La Malinche.
—Explicadle que si por mí fuera, nunca le pediría nada semejante, pero mis capitanes insisten —señaló el comandante—. No hay otra manera de resolver el problema.
La muchacha transmitió la información a Moctezuma, que parecía incapaz de comprender lo que estaba pasando.
—Esta es la mayor afrenta a la dignidad de los mexicas —replicó finalmente—. Mis jefes y los sacerdotes nunca consentirán este arreglo.
—Por favor, explicadle —manifestó Cortés, con un tono paciente, cuando La Malinche le comunicó la afirmación del emperador— que esto no constituye afrenta alguna. Después de todo, el palacio donde residirá perteneció antaño a su propio padre. Será tratado con todos los respetos que se merece por su rango.
—Mi pueblo no permitirá que esto ocurra —proclamó Moctezuma, sin esperar a que Cortés terminara la frase—. ¡Habrá una rebelión!
—Decidles que os lo han pedido vuestros dioses —sugirió La Malinche—, y que vais por propia voluntad.
—¡No puede hacer semejante cosa! ¡Es imposible!
La discusión se prolongó más o menos en los mismos términos durante casi una hora. Los capitanes comenzaban a dar muestras de impaciencia. Escuchaban el estéril debate mientras que no le quitaban el ojo de encima a los guardias apostados junto a las paredes.
Velázquez de León fue el primero en perder el control de los nervios. Echó mano a la espada.
—Saquémosle de aquí con un cuchillo en la garganta —le dijo al comandante—. ¡No podemos perder más tiempo con esta farsa!
—¡Silencio! —le ordenó Cortés, con voz imperiosa.
—¡Ya hemos malgastado demasiada saliva con este perro! —gritó Jaramillo. El miedo alimentaba su osadía.
Moctezuma seguía la agria disputa entre los extranjeros, con una expresión de asombro y terror. La Malinche se acercó al trono.
—Quieren mataros —le murmuró al emperador.
—¿Matarme? —Su voz sonó aguda como la de un niña.
—Cortés es el único capaz de contenerlos. Quieren mataros e incendiar el Templo Mayor.
—¡No se atreverán!
—Miradles, mi señor. Estos hombres no tienen miedo de nada. Lo sé, he estado con ellos desde el principio.
—Decidle al señor Malintzin que se lleve a mis hijas, y también a mi hijo. ¿No será eso bastante para satisfacer a sus guerreros?
La Malinche transmitió la oferta a Cortés, que la rechazó con un gesto de desprecio.
—¡Esto se está demorando demasiado! —repitió Jaramillo, sin disimular el pánico—. ¡Apresémosle ahora!
—¡Nadie tocará al emperador si no doy la orden —gritó Cortés.
Moctezuma le suplicaba a La Malinche. «Ay, padre, si pudieras verle ahora, cómo suda y se humilla», pensaba la muchacha.
—Sólo hay una manera para evitar el desastre que todos tememos —le dijo ella—. Mi señor está muy furioso con vos y todos los mexicas. Debéis hacer lo que pide e ir con él. Ninguna otra cosa le calmará.
Se preguntó si Moctezuma les desafiaría. En ese caso, acabaría atravesado por la espada de León y ellos no tardarían en morir a manos de los guardias. Pero mientras Moctezuma creyera que Cortés era la Serpiente Emplumada, no dejaría que sucediera.
El mismo pensamiento debió ocurrírsele a Moctezuma. Pareció comprender que no había otra solución al dilema que no fuese el sacrificio del emperador en persona. El peso de la situación le abrumaba. Agachó la cabeza y se echó a llorar.
Lo sacaron del palacio en la sencilla litera que su chambelán empleaba para visitar los mercados de Tlatelolco. Vestía una simple túnica de algodón blanco, la misma que usaba en las visitas al templo. Mientras pasaba por las inmensas salas, gritaba a los atónitos sirviente y cortesanos que se marchaba con los españoles por decisión propia, que sólo deseaba conocer y comprender mejor a los extranjeros, que había consultado con Colibrí del Sur y que el dios aprobaba su conducta. Dio órdenes para que la corte, los músicos, los saltimbanquis y las concubinas se trasladaran al palacio de su padre inmediatamente.
Luego no se oyó otra cosa que el resonar de las botas de los españoles que marchaban con las espadas desenvainadas y las miradas al frente. El tiempo parecía haberse detenido en di palacio. Entonces, uno de los guardaespaldas le preguntó al emperador si quería que se enfrentaran a los es-

 

 

 

—No —les respondió—. Estos extranjeros son amigos míos. No corro ningún peligro. —Pero mientras lo decía no dejaba de llorar.

 

El palacio de Axayácatl no estaba a más de cien pasos, al otro extremo de la plaza. Moctezuma vio que se había congregado una pequeña multitud para contemplar la insólita procesión. En los rostros de todos se reflejaba el horror.
«¿Qué más puedo hacer? —se preguntó Moctezuma con el pecho oprimido por la humillación que debía soportar—. Debo impedir a cualquier precio que se produzca una confrontación entre los dioses que acabaría con los mexicas para siempre. Quizá cuando Cuauhpopoca reciba el castigo por lo que hizo, me dejarán en libertad. El señor Malintzin se casará con mis hijas y este espantoso momento no será más que un mal sueño. Todavía puedo ser más listo que la Serpiente Emplumada.»
La princesa azteca
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