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CORTÉS se presentó en el
palacio acompañado por los oficiales superiores: Alvarado,
Sandoval, León y Benítez, además de un pelotón de soldados al mando
de Bernal Díaz del Castillo. Todos vestían la armadura, una táctica
más psicológica que práctica, porque si se producía una pelea las
armaduras no les salvarían de la multitud de guardias que
custodiaban al emperador.
Esta vez les hicieron pasar a una sala
privada de los aposentos reales. Moctezuma les esperaba,
entreteniéndose con sus pájaros: estorninos de un plumaje negro
resplandeciente con algunos toques de verde, encerrados en jaulas
de plata.
El emperador, al verles entrar, fue a
sentarse en un ypcalli de madera tallada
y le indicó a Cortés que se sentara a su lado.
El capitán general le pidió a La Malinche
que transmitiera al monarca su deseo de permanecer de pie. Un
sombra de aprensión apareció fugazmente en el rostro de
Moctezuma.
El gran tlatoani, quizá con el deseo de
calmar el enfado del señor Malintzin, le señaló a dos muchachas
lujosamente ataviadas que permanecían sentadas con mucho recato a
un costado de su trono.
—Moctezuma dice que las dos jóvenes son sus
hijas —tradujo La Malinche—. Os las ofrece como esposas. —La
muchacha comprendió el razonamiento del emperador: los hijos de
esos matrimonios serían descendientes de él mismo y de los dioses.
Gracias a la alianza entre la casa real y los dioses esperaba, al
estilo tradicional mexicano, evitar cualquier confrontación.
El capitán general observó a las dos
muchachas, enarcando las cejas como una manifestación de aprecio
ante su belleza. La Malinche sintió la punzada de los celos.
Es muy amable de su parte —respondió Cortés,
pero no había amabilidad en el tono ni en la frialdad de la mirada
de sus ojos grises—, pero, por favor, decidle que no puedo tomar
otra esposa porque ya tengo una.
La Malinche se mordió el labio inferior.
¿Quién era esa mujer que ejercía tanto dominio sobre la vida de su
señor? Claro que bien podría tratarse sólo de una excusa. «Tal vez
la mujer que le parece irremplazable soy yo.»
—Decidle —añadió el comandante—, que no he
venido para discutir sobre sus hijas.
Esta vez, Moctezuma se mostró asustado de
verdad.
—Mi señor os da las gracias por vuestra
bondadosa oferta —tradujo La Malinche—. Sin embargo, desea tratar
de otros asuntos.
—Preguntadle si todavía nene la cabeza de
Juan de Argüello —dijo Cortés con voz ronca.
Moctezuma empalideció ante la mención de la
cabeza decapitada.
—Decidle al señor Malinche que no sé a qué
se refiere.
Cortés levantó una mano para hacerla callar
antes de que la joven pudiera transmitir la respuesta.
—No es necesario que lo traduzcáis —señaló—.
Veo que sabe a quién me refiero.
Durante un momento, se miraron a los ojos.
La Malinche disfrutó con el instante de complicidad. A primera hora
de la mañana habían analizado en profundidad el desarrollo de la
entrevista, y Cortés le había enseñado lo que debía decir y hacer.
Nunca se había sentido tan fuerte, o tan orgullosa. Sólo deseaba
que el espíritu de su padre, que erraba tristemente por la tierra
de los Muertos, pudiera verla en esos momentos.
—Pedidle que explique el ataque no provocado
contra mis hombres en Veracruz.
La Malinche creyó que Moctezuma se
desmayaría cuando le formuló la pregunta.
—No sé absolutamente nada de lo ocurrido
—respondió el emperador, y se echó a reír con una risita
aguda.
—¿Acaso cree que se trata de una broma?
—gritó Alvarado, adelantándose, furioso.
El capitán general puso una mano sobre el
brazo de Alvarado, y volvió a ocuparse del interrogatorio al
monarca.
—Nueve de mis hombres fueron asesinados por
sus guerreros —añadió sin hacer caso de las protestas de
Moctezuma—. Decidle que mis capitanes están dispuestos a tomarse la
venganza inmediatamente. Yo soy lo único que les impide quemar su
capital y sus templos.
La muchacha repitió la ridícula amenaza y se
sorprendió al ver que Moctezuma se la creía a pie juntillas.
—Debéis decirle —tartamudeó el Adorado
Portavoz—, que no soy yo quien está en falta, sino el gobernador de
aquel distrito, Águila Humeante. Enviaré a buscarle inmediatamente
para que responda a las preguntas del señor Malintzin.
—Le echa todas las culpas al gobernador del
distrito —informó La Malinche—. Tal como dijisteis que haría.
El capitán general asintió.
—Decidle lo que queremos que haga.
—Mi señor está muy desilusionado —comunicó
La Malinche—. Hasta ahora no os ha demostrado otra cosa que su
amistad, pero ahora cree que les habéis tratado falsamente. Sin
embargo, dice que os perdonará si le acompañáis, con discreción, a
su palacio, y permanecéis allí con él hasta que todo este asunto
quede aclarado.
En un primer momento, Moctezuma dio la
impresión de haber escuchado la propuesta. La Malinche repitió las
órdenes de Cortés. El emperador la miró como si ella hubiese
perdido el juicio.
—Le he explicado que no tengo nada que ver
con todo esto. No me puede dar semejante orden. ¿Quién ha oído
nunca algo parecido?
—Se niega, mi señor —tradujo La
Malinche.
—Explicadle que si por mí fuera, nunca le
pediría nada semejante, pero mis capitanes insisten —señaló el
comandante—. No hay otra manera de resolver el problema.
La muchacha transmitió la información a
Moctezuma, que parecía incapaz de comprender lo que estaba
pasando.
—Esta es la mayor afrenta a la dignidad de
los mexicas —replicó finalmente—. Mis jefes y los sacerdotes nunca
consentirán este arreglo.
—Por favor, explicadle —manifestó Cortés,
con un tono paciente, cuando La Malinche le comunicó la afirmación
del emperador— que esto no constituye afrenta alguna. Después de
todo, el palacio donde residirá perteneció antaño a su propio
padre. Será tratado con todos los respetos que se merece por su
rango.
—Mi pueblo no permitirá que esto ocurra
—proclamó Moctezuma, sin esperar a que Cortés terminara la frase—.
¡Habrá una rebelión!
—Decidles que os lo han pedido vuestros
dioses —sugirió La Malinche—, y que vais por propia voluntad.
—¡No puede hacer semejante cosa! ¡Es
imposible!
La discusión se prolongó más o menos en los
mismos términos durante casi una hora. Los capitanes comenzaban a
dar muestras de impaciencia. Escuchaban el estéril debate mientras
que no le quitaban el ojo de encima a los guardias apostados junto
a las paredes.
Velázquez de León fue el primero en perder
el control de los nervios. Echó mano a la espada.
—Saquémosle de aquí con un cuchillo en la
garganta —le dijo al comandante—. ¡No podemos perder más tiempo con
esta farsa!
—¡Silencio! —le ordenó Cortés, con voz
imperiosa.
—¡Ya hemos malgastado demasiada saliva con
este perro! —gritó Jaramillo. El miedo alimentaba su osadía.
Moctezuma seguía la agria disputa entre los
extranjeros, con una expresión de asombro y terror. La Malinche se
acercó al trono.
—Quieren mataros —le murmuró al
emperador.
—¿Matarme? —Su voz sonó aguda como la de un
niña.
—Cortés es el único capaz de contenerlos.
Quieren mataros e incendiar el Templo Mayor.
—¡No se atreverán!
—Miradles, mi señor. Estos hombres no tienen
miedo de nada. Lo sé, he estado con ellos desde el principio.
—Decidle al señor Malintzin que se lleve a
mis hijas, y también a mi hijo. ¿No será eso bastante para
satisfacer a sus guerreros?
La Malinche transmitió la oferta a Cortés,
que la rechazó con un gesto de desprecio.
—¡Esto se está demorando demasiado! —repitió
Jaramillo, sin disimular el pánico—. ¡Apresémosle ahora!
—¡Nadie tocará al emperador si no doy la
orden —gritó Cortés.
Moctezuma le suplicaba a La Malinche. «Ay,
padre, si pudieras verle ahora, cómo suda y se humilla», pensaba la
muchacha.
—Sólo hay una manera para evitar el desastre
que todos tememos —le dijo ella—. Mi señor está muy furioso con vos
y todos los mexicas. Debéis hacer lo que pide e ir con él. Ninguna
otra cosa le calmará.
Se preguntó si Moctezuma les desafiaría. En
ese caso, acabaría atravesado por la espada de León y ellos no
tardarían en morir a manos de los guardias. Pero mientras Moctezuma
creyera que Cortés era la Serpiente Emplumada, no dejaría que
sucediera.
El mismo pensamiento debió ocurrírsele a
Moctezuma. Pareció comprender que no había otra solución al dilema
que no fuese el sacrificio del emperador en persona. El peso de la
situación le abrumaba. Agachó la cabeza y se echó a llorar.
Lo sacaron del palacio en la sencilla litera
que su chambelán empleaba para visitar los mercados de Tlatelolco.
Vestía una simple túnica de algodón blanco, la misma que usaba en
las visitas al templo. Mientras pasaba por las inmensas salas,
gritaba a los atónitos sirviente y cortesanos que se marchaba con
los españoles por decisión propia, que sólo deseaba conocer y
comprender mejor a los extranjeros, que había consultado con
Colibrí del Sur y que el dios aprobaba su conducta. Dio órdenes
para que la corte, los músicos, los saltimbanquis y las concubinas
se trasladaran al palacio de su padre inmediatamente.
Luego no se oyó otra cosa que el resonar de
las botas de los españoles que marchaban con las espadas
desenvainadas y las miradas al frente. El tiempo parecía haberse
detenido en di palacio. Entonces, uno de los guardaespaldas le
preguntó al emperador si quería que se enfrentaran a los es-
—No —les respondió—. Estos extranjeros son
amigos míos. No corro ningún peligro. —Pero mientras lo decía no
dejaba de llorar.
El palacio de Axayácatl no estaba a más de
cien pasos, al otro extremo de la plaza. Moctezuma vio que se había
congregado una pequeña multitud para contemplar la insólita
procesión. En los rostros de todos se reflejaba el horror.
«¿Qué más puedo hacer? —se preguntó
Moctezuma con el pecho oprimido por la humillación que debía
soportar—. Debo impedir a cualquier precio que se produzca una
confrontación entre los dioses que acabaría con los mexicas para
siempre. Quizá cuando Cuauhpopoca reciba el castigo por lo que
hizo, me dejarán en libertad. El señor Malintzin se casará con mis
hijas y este espantoso momento no será más que un mal sueño.
Todavía puedo ser más listo que la Serpiente Emplumada.»