21
TENOCHTITLAN
El consejo supremo de los mexicas se reunía
en la casa de los Guerreros Águila, dentro del complejo del gran
templo, cuando se trataba de asuntos de importancia nacional. La
sala estaba amueblada con bancos de piedra y decorada con
bajorrelieves de serpientes y guerreros. Un brasero de terracota
que reproducía la figura del dios Tláloc, el dador de la lluvia,
calentaba el recinto. Mictlantecuhtli, el dios de los muertos, con
los huesos que sobresalían de su carne de arcilla, vigilaba las
deliberaciones de lo» gobernantes, como un recordatorio de la
naturaleza efímera de la vida y el poder.
Moctezuma presidía la reunión. A su lado
estaba Cihuacóatl, el primer consejero. También se encontraban
presentes su sobrino; el señor Cacamatzin; el señor de Texcoco; y
el hermano y heredero de Moctezuma, Cuitláhuac, señor de
Ixtapalapa. Los sumos sacerdotes del templo y los mayores de los
Guerreros Águila y Jaguar asistían por orden de Moctezuma. Todos
estos grandes nobles y los sacerdotes vestían túnicas de maguey en
presencia del gran tlatoani, que llevaba una capa turquesa hecha
del algodón más fino, bordada con serpientes entrelazadas. Las teas
de pino chisporroteaban en los candelabros.
—Mi ejército está preparado para la marcha,
tal como habéis ordenado —informó Cacamatzin—. Sólo tenéis que
decir cuándo
—Ese desafortunado remedio quizá no sea
necesario —replicó Moctezuma—. Se ha producido un cambio en la
situación. Tres de los calpixqui han sido
puestos en libertad. Los soldados de Cortés les escoltaron a través
del territorio de los totonacas.
Los nobles mexicas cabecearon,
asombrados.
—Trajeron un mensaje personal del
extranjero. Me manifiesta su amistad y dice que él mismo castigará
a los totonacas por la ofensa cometida contra nuestros recaudadores
de impuestos.
Un largo silencio siguió a las palabras del
gran tlatoani. ¿Cómo se podía interpretar semejante cosa? Era
incomprensible.
—Luego, al cabo de unas pocas horas, también
llegaron sus compañeros. Ellos también se salvaron del sacrificio
gracias a la intervención del extranjero, que los trasladó a lugar
seguro en una de sus canoas de guerra. Dijeron que los españoles,
como dicen llamarse los extranjeros, los trataron con mucha
amabilidad.
—¿Qué significa ese comportamiento?
—preguntó uno de los ancianos.
—La mujer que tiene con él —respondió
Cihuacóatl—, la tal Marina dice que Cortés es un dios. Afirma que
Quetzalcóatl ha regresado.
Otra vez reinó el silencio.
—No podemos estar seguros de que lo que dice
esa mujer, sea cierto —opinó Cuitláhuac—. Cortés no habla la lengua
elegante. Esas no son sus palabras.
—Quizá se trate del embajador de algún lugar
muy lejano —señaló Cacamatzin—. Si ése es el caso, entonces debemos
darle la bienvenida y escuchar lo que tenga que decir.
—No podéis permitir que entre en vuestra
casa alguien que intentará echaros de ella —manifestó Garra de
Águila, el sobrino de Moctezuma, con voz agria.
—Si el tal Cortés es un embajador de otro
país —dijo un general de los Guerreros Jaguar—, debemos dispensarle
la hospitalidad que se merece, como ha dicho Cacamatzin. Si viene
con malas intenciones, disponemos de valientes guerreros para
defendernos. ¿Qué podemos temer? Somos millones contra unos cuantos
centenares.
—Sin embargo, el señor Teuhtitl no cree que
sean embajadores. Opina que son invasores que se hacen pasar por
dioses.
—¿Invasores? —exclamó uno de los sumos
sacerdotes—. ¿Cómo pueden unos pocos hombres invadir todo
México?
Moctezuma, que había escuchado en silencio
la discusión de sus asesores, levantó una mano para hacerles
callar.
—Los calpixqui escucharon a los totonacas
llamarles dioses.
—Los totonacas son hijos de monos —afirmó
Garra de Águila.
El emperador le hizo callar con una mirada
furiosa.
—Quizá. Sin embargo, Cortés y sus seguidores
se comportan tan incomprensiblemente como los dioses. Los augurios
lo anunciaban. Ha llegado en el año correcto y desembarcó en
nuestras costa el día de su nombre, Nueve-Viento. Su aparición es
la que habíamos esperado.
»Entonces, ¿qué debemos hacer? Si enviamos a
nuestros ejércitos contra él, y nos derrotan, ¿qué será de
nosotros? —Miró los rostros preocupados de los asistentes—. Si
destruimos a la Serpiente Emplumada, destruiremos el viento, y sin
viento no tendremos nubes, ni lluvia, ni cosecha» en los campos. Si
le derrotamos, significará nuestra desaparición
Durante un buen rato, el único sonido en la
sala fue el crepitar de los troncos verdes en el brasero.
—Ahora se ha proclamado amigo mío y ha dado
muestras de su amistad —añadió el emperador—. Empuñar las armas
contra él sería una locura innecesaria.
—¿Qué pasará si no es la Serpiente
Emplumada? —preguntó Cacamatzin.
—¿Qué pasará si lo es? —replicó Moctezuma—.
Por ahora no haremos nada. Esperaremos.
Se levantó para indicar que la reunión había
terminado. Los nobles se arrodillaron mientras el gran tlatoani abandonaba la sala, más asustados que
antes de comenzar la discusión. Moctezuma parecía paralizado por la
duda mientras, en algún lugar de las fronteras, una mano aviesa
manipulaba los acontecimientos. Fuera un dios o un hombre, estaba
claro que Cortés era peligroso. Sólo los sacerdotes parecían
satisfechos con la interpretación que Moctezuma había hecho de los
acontecimientos; el resto de los presentes, los soldados y los
estadistas, desconfiaban instintivamente de aquello que no
comprendían.
Pero debían dejarse guiar por el Adorado
Portavoz; debían creer, como él, que quizá podrían eludir el
destino profetizado por los augurios.
Cempoallan
La alianza entre los españoles y los
totonacas fue ratificada en una gran ceremonia pública en la plaza
principal de la ciudad. Diego Godos, como notario real, registró
formalmente la alianza militar y la voluntad del Cacique Gordo de
convertirse en vasallo de la corona española. Luego, el jefe
anunció que los cempoallanos celebrarían la alianza a la manera
habitual. Se dirigió a Malinalli.
—Los totonacas y los españoles establecerán
un vínculo entre ellos que durará para siempre. ¡Ahora entregamos a
nuestras hijas más bellas como esposas de nuestros señores!
—Habrá que montar a más mujeres —le dijo la
joven a Aguijar, con una sonrisa burlona.
—¿A qué os referís? —replicó el hermano, con
cara de susto.
—Está ofreciendo a mi señor más mujeres para
su placer. Quizás esta vez tendríais que escoger una para
vos.
Aguilar utilizó la palabra maya que
significaba «puta», pero en el lenguaje indígena no tenía el mismo
valor despectivo. Avergonzado, transmitió la noticia al capitán
general.
—Cortés desea que le deis las gracias al
Cacique Gordo por su generosidad —tradujo—. Debéis recordarle que
las jóvenes han de ser bautizadas antes de que puedan acompañar a
un caballero cristiano.
—Hay que rociarlas por fuera y por dentro.
¿Es así, Aguilar?
El rostro del hermano se tiñó de un rojo
subido.
La joven sabía que no era prudente mofarse
del hombre, pero no podía evitarlo. Quería zaherir su beatería,
aunque era consciente de que lo hada aguijoneada por la ansiedad y
Aguilar era un blanco fácil. ¿Qué pasaría si Cortés escogía una
mujer que no fuera ella?
Ocho jóvenes fueron conducidas a la plaza,
vestidas con túnicas de algodón y cargadas de joyas. Cada una de
ellas llevaba varios collares de oro y pendientes. «No se puede
decir que los mexicas hayan hundido en la miseria a la nación
totonaca —pensó Malinalli—. Pero qué más da. Estoy segura de que mi
señor es consciente de su perfidia, aunque ellos no se den cuenta
de la suya, que es como debe ser.»
Se ofreció siete de las mujeres a los
capitanes de Cortés. Portocarrero y Al varado recibieron la
recompensa de la segunda esposa de la campaña. La joven que le tocó
a Portocarrero era toda una belleza, la hija del primer ministro
del Cacique Gordo, el señor Cuesco. Fray Bartolomé la bautizó
inmediatamente con el nombre de doña Francisca. Las otras mujeres
también fueron aceptadas en el rebaño de Olmedo.
A continuación, el Cacique Gordo entregó a
Cortés a su propia sobrina, con una expresión de evidente orgullo.
Se oyeron las risas mal reprimidas de los soldados españoles.
Malinalli respiró, aliviada. La princesa no era tan obesa como su
tío, pero lo sería en unos meses. Caminaba como un pato y tenía un
aspecto ridículo con su ajuar, cubierta de flores de pies a cabeza.
Parecía un jardín ambulante.
Malinalli miró a Cortés. Caballero hasta la
médula, acalló las risas de la tropa con una mirada severa, y
después se adelantó para besar la mano de la muchacha con mucha
galantería. Malinalli se-admiró de sus modales y su bondad. ¡Cómo
le amó en aquel momento!
El capitán general miró a Malinalli; en sus
ojos chispeaba la risa aunque el semblante era grave. Le dijo algo
a Aguilar.
—Mi señor Cortés quiere que le digáis a su
tío que su generosidad es inmensa —tradujo el hermano, y Malinalli
sonrió. Sólo Aguilar parecía incapaz de entender el chiste.
La joven, en su traducción, cambió «inmensa»
por «ilimitada».
La sobrina del Cacique Gordo fue la última
en recibir el bautismo. Cortés propuso que la bautizaran con el
nombre de doña Catalina, y por alguna razón incomprensible para
Malinalli, esto pareció divertir mucho a Alvarado, Jaramillo y a
varios capitanes.
—Decidle al Cacique Gordo —manifestó Cortés—
que ahora que ha jurado fidelidad a su Muy Católica Majestad el Rey
de España, debe abandonar inmediatamente la práctica de esos
abominables sacrificios humanos.
—Mi señor —intervino fray Bartolomé,
adelantándose—, quizá no sea éste el momento....
—Os agradezco vuestra guía espiritual,
padre, pero yo mando aquí —le interrumpió Cortés, furioso.
—No ganaréis nada con...
—Muchas gracias, padre.
Olmedo vaciló un momento, pero acabó por
ceder.
—Adelante —le dijo Cortés a Aguilar—.
Decidle que deben abandonar la práctica de los abominables
sacrificios humanos y que deben destruir sus ídolos
infernales.
Malinalli esperó, desconcertada por la breve
pero colérica discusión. Cuando por fin escuchó la traducción de
Aguilar, la dominó el entusiasmo. Se volvió hacia el Cacique Gordo,
ansiosa por darle el mensaje.
—La Serpiente Emplumada dice que ahora
debéis abandonar inmediatamente los sacrificios humanos tal como
predicó la última vez que estuvo aquí hace muchísimos años.
El Cacique Gordo la miró, boquiabierto.
Aquello no tenía sentido.
—¿Qué tiene de malo sacrificar unos pocos
esclavos, o a unos cuantos prisioneros de guerra, para asegurar una
buena cosecha, o cuando se demoran las lluvias? —protestó.
—La Serpiente Emplumada dice que es un
crimen y que deben cesar inmediatamente. También tendréis que
derribar las imágenes de su gran enemigo, Tezcatlipoca, el portador
de las tinieblas.
—Si destruimos nuestros dioses no habrá mis
lluvias, ni cosechas en los campos.
Un murmullo de furia se elevó de la
multitud. Como las ondas en un lago, las palabras de Cortés pasaron
de boca en boca. El murmullo se convirtió en un rugido
airado.
—¿Qué dice el Cacique Gordo? —gritó
Aguilar.
—Protesta como una mujer en el mercado
—respondió Malinalli—. Dejad que hable un momento con él. —Se
volvió hacia el cacique—. Todos estos años, tú y tus antepasados
habéis esperado el regreso de la Serpiente Emplumada y ahora
rechazáis sus enseñanzas. ¡Primero le dais la bienvenida a estas
tierras con una gran procesión y luego le traicionáis! ¿Qué pasará
si decide despreocuparse de vosotros? ¿Qué crees que te hará
Moctezuma cuando él ya no esté aquí para protegerte, cuándo se
marche enfadado a la tierra de las Nubes?
El Cacique Gordo vaciló.
Malinalli miró a Cortés y asintió.
Al varado y sus hombres esperaban en el
recinto del templo a que les dieran la señal. Uno de los
arcabuceros disparó al aire, y la compañía de Alvarado subió
corriendo los escalones de la pirámide, armados con espadas y
pesadas palanquetas de hierro. Apartaron a empellones a los
sacerdotes y emplearon las palanquetas para llevar a los ídolos de
piedra hasta el borde y luego lanzarlos rodando por las escaleras
para que se estrellaran contra el patio. Malinalli vio que además
de Tezcatlipoca (Portador de las Tinieblas), las estatuas de Tláloc
(Dador de la Lluvia), Catolice (Falda de Serpiente), Control (Madre
Maíz) y Xiuhtecuhtli (Señor del Fuego) corrían la misma suerte. Las
brasas que ardían en la corona de éste último se volcaron sobre el
techo de paja del templo, incendiándolo.
En cuestión de minutos, una densa columna de
humo negro se elevaba por encima de la cumbre de la pirámide. Los
totonacas avanzaron, profiriendo gritos de furia. «En cualquier
momento se arrojarán sobre nosotros —pensó Malinalli—. Sólo
esperaban una señal del Cacique Gordo.»
Los soldados españoles ya habían formado un
cordón defensivo alrededor de su capitán general y el cacique, con
las espadas, las picas y los arcabuces apuntados hacia la multitud;
la disciplina imponiéndose al terror del momento. ¡Qué rápido había
cambiado el humor del pueblo! se dijo la joven. En alguna parte
sonaban los chillidos de doña Francisca, y la obesa sobrina del
Cacique Gordo corría en círculos, gritando a voz en cuello. Fray
Bartolomé se había puesto de rodillas y rezaba con verdadera
desesperación. Aguilar sostenía el libro de horas contra su pecho y
contemplaba a la multitud con beatífica resignación.
Malinalli se sentía exultante. Su padre le
había repetido una cosa hasta el cansancio: «Nunca tengas miedo del
caos. En la destrucción encontrarás tu destino».
El capitán general desenvainó la espada y
miró a la muchedumbre.
—¿Cuántas mujeres y niños inocentes han sido
asesinados por estos salvajes? —vociferó para hacerse oír entre
tanto griterío—. ¿Cómo podemos proclamarnos auténticos cristianos y
caballeros españoles si permitimos que esto continúe? ¿Vamos a
quedarnos a un lado con las manos cruzadas? ¡Consideremos nuestras
vidas como malgastadas si le fallamos a Dios en esta empresa!
Los soldados mantuvieron las posiciones
cuando la multitud se acercó peligrosamente. Entonces, Benítez
lanzó un grito de advertencia y señaló hacia el palacio real. Los
arqueros totonacas ocupaban sus puestos en la terraza.
Cortés sujetó al Cacique Gordo por un brazo
y le apoyó la espada en la garganta.
—¡Señora Marina! —gritó Aguilar—. ¡Cortés
dice que le informes al cacique que morirá a menos que restablezca
el orden!
El Cacique Gordo estaba de rodillas. Manaba
sangre de un pequeño corte que le había producido la espada.
Malinalli se inclinó sobre el hombre.
—La Serpiente Emplumada está a punto de
matarte. Después, arrasará la ciudad. Si quieres vivir, ordena a tu
gente que se calme.
El cacique tartamudeó su asentimiento. Dos
esclavos le ayudaron a ponerse de pie. Se dirigió a la multitud con
una voz aguda. Los gritos de furia comenzaron a apagarse.
Poco a poco, el silencio reinó en la
plaza.