18

 

LAS esteras estaban llenas de las viandas más finas que poseían los de Cempoallan: venado con chiles, tomates y semillas de calabazas; pavos asados; langostas con salvia; tritones con pimientos amarillos. Los españoles devoraron alegremente el venado y el pavo, pero rechazaron los demás platos. Los perros se disputaban ferozmente los restos de grasa y los huesos que los soldados arrojaban por encima de los hombros mientras las jóvenes totonacas que les servían la comida coqueteaban descaradamente.
—Esto es muy bueno para la moral de los hombres —le susurró Alvarado a Cortés.
El capitán general estaba sentado junto al Cacique Gordo, con Malinalli y Aguilar a un lado para actuar de intérpretes. El cacique totonaca continuaba enumerando sus quejas contra Moctezuma cuando los sirvientes trajeron unas bandejas llenas de carne humeante que colocaron con mucha reverencia entre el jefe y Cortés. El Cacique Gordo señaló que se trataba de un plato especial y que Cortés tendría el privilegio de ser el primero en servirse.
Cortés arrugó la nariz en cuanto notó el olor sulfuroso de la sangre humana. La carne rociada con la típica salsa de sangre, probablemente obtenida de las orejas de los sacerdotes del templo, confirmó sus peores sospechas.
Se hizo un silencio absoluto, roto únicamente por los susurros de fray Bartolomé Olmedo, que pronunciaba una oración por los muertos.
—Decidle que no puedo probar esto —le dijo Cortés a Aguilar—. Decidle que comer carne humana es una abominación ante los ojos de Dios.
Aguilar tradujo a Malinalli la protesta de Cortes, y ella a su vez se lo tradujo al cacique quien se mostró asombrado al escucharla.
—¿Qué explicación ha dado? —le preguntó Cortés a Aguilar.
—Pregunta qué otra cosa se puede hacer con los prisiones capturados en las batallas sino comérselos. Que Dios se apiade de su alma.
—Explicadle por favor, hermano Aguilar, que los dioses a los que sirve son en realidad demonios y que arderá durante toda la eternidad en los fuegos del infierno a menos que desista de estas prácticas paganas. Decidle que hemos venido aquí como portadores de la religión verdadera, y que si desea convertirse en vasallo del rey Carlos tendrá que aprender a comportarse como un caballero cristiano.
Cortés permaneció atento mientras Malinalli se inclinaba hacia un lado para hablar con el cacique totonaca. El jefe abrió mucho los ojos: en un primer momento pareció un tanto confuso y después divertido por las palabras de Cortés. Le dio su respuesta a Malinalli, y la joven vaciló un momento antes de transmitírsela a Aguilar.
—La mujer dice que el jefe se lo pensará —tradujo Aguilar—, peto que mucho se teme que si no ofrece sacrificios a los dioses, habrá sequías e inundaciones, aparecerán las langostas y devorarán todas las cosechas Sin embargo, está muy dispuesto a ser vuestro vasallo.
Cortés hizo un esfuerzo para contener su rabia. Esta no era la contestación que quería escuchar.
—Decídselo una vez más.
—Quizá, mi señor, no sea necesario suprimir sus ritos bárbaros inmediatamente —intervino fray Bartolomé Olmedo, que estaba sentado junto a Aguilar—. Nos encontramos en una posición difícil. Tendríamos que hablar con ellos amablemente y darles tiempo para que...
—¡Estamos aquí para hacer el trabajo de Dios!
—El trabajo de Dios no se hizo en un día.
—Fray Bartolomé Olmedo, con todo respeto, estoy de acuerdo con el capitán general —manifestó Aguilar—. El Señor...
La discusión fue interrumpida por el estrépito de las caracolas. Los totonacas se levantaron de un salto y abandonaron la plaza deprisa y comen— do. Un mensajero se acercó al cacique para susurrarle al oído.
Cortés miró a Malinalli. La muchacha le sonrió al tiempo que asentía, como si ella hubiera preparado aquel momento. ¿Qué estaba ocurriendo que la complacía tanto y que aterrorizaba a los totonacas? Malinalli le dijo algo a Aguilar.
—Al parecer —anunció el hermano—, los totonacas están a punto de recibir a otros visitantes. Acaban de llegar los mexicas.

 

Cortés, a la vista de las reacciones de pánico de los totonacas. había esperado encontrarse con un ejército. En cambio, no eran más que cinco hombres acompañados por un puñado de sirvientes. Llevaban las capas anudadas en el hombro con los sellos imperiales de Moctezuma y cada uno empuñaba en la mano derecha el bastón símbolo de su cargo. En la izquierda, sostenían contra la nariz un ramillete de flores, al parecer con la intención de evitar el hedor de sus anfitriones. Unos sirvientes movían continuamente los grandes abanicos de plumas para mantener a las moscas lejos de los rostros de los funcionarios mientras que otros sujetaban sombrillas para resguardarlos del sol.
Cruzaron la plaza escoltados por el Cacique Gordo y los nobles totonacas. Hicieron caso omiso de la presencia de Cortés y los españoles, aunque un pequeño ejército de extranjeros barbudos acampado en el centro de la ciudad sin duda era la cosa más extraordinaria que habían visto en toda su vida. «Así, que pretenden hacer como si no existiéramos» —se dijo Cortés—. Bien, para eso hay una respuesta.» Llamó a Aguilar.
—Pedidle a la señora Marina que averigüe todo lo que pueda.
—Señor, yo...
—Haced lo que os digo, hermano Jerónimo —le interrumpió Cortés, con voz tajante. El fraile se le hacía cada vez más insoportable. Quizá hubiera debido dejarlo en Cozumel con Norte. Miró a Alvarado—. ¡Se arrepentirán de su arrogancia! Han pasado ante nosotros como si fuéramos labriegos trabajando en el campo.
—¡Por el culo moteado de Satanás! Me gustaría darles una lección.
—Se la daremos. Os lo prometo.
«Quizá la muchacha, Malinalli, tenía razones para sonreír», pensó Cortés. Los mexicas habían llegado en un momento propicio. Incluso ahora mismo comenzaba a vislumbrar un plan. Comenzaría a escarbar en una esquina del gigantesco edificio construido por los mexicas, arrancaría un pequeño trozo con los dedos. Si lo arrancaba con facilidad, entonces seguiría arrancando, trozo a trozo.

 

Todos los españoles escucharon los lamentos que llegaban del palacio del cacique. Malinalli regresó para informar que el Cacique Gordo se había pasado la mayor parte de la entrevista con los recién llegados de rodillas y llorando a moco tendido. Los cinco mexicas eran recaudadores de impuestos, y aunque no había alcanzado a escuchar todo lo dicho, aparentemente reclamaban un pesado tributo a los totonacas porque habían agasajado espléndidamente a los españoles, en contra de las órdenes expresas de Moctezuma.
Cortés y sus oficiales observaron desde la terraza del palacio donde se alojaban la salida de los nobles mexicas, que continuaban oliendo los ramilletes que llevaban en las manos. Los totonacas les habían preparado habitaciones al otro lado de la plaza. Los aposentos estaban adornados con centenares de flores, y los sirvientes esperaban para servirles la comida.
—Miradles —gruñó Al varado—. Parecen cinco obispos camino de misa.
Aguilar y fray Bartolomé se volvieron para dirigirle una mirada de reproche, pero él no les hizo caso.
Cortés buscó a Malinalli. Ella permanecía discretamente detrás del capitán general. Sus ojos negros brillaban, inteligentes, alertas, expectantes. «¡Ah, qué aliada tan valiosa he encontrado aquí!», pensó el conquistador. Esbozó una fugaz sonrisa.
Aguilar advirtió la mirada que pasó entre ambos, y frunció el entrecejo. «¿Qué será lo que le preocupa tanto al joven hermano? —se preguntó Cortés—. ¿Le tiene miedo porque es una mujer o porque es una aborigen?»
—Preguntadle a doña Marina por qué esta gente muestra tanto terror ante cinco hombres desarmados que llevan flores.
Aguilar hizo lo que le ordenaron.
—La mujer dice que no tienen miedo de los cinco hombres, sino de los cinco mil que les seguirán si les desobedecen.
—Así que tienen más miedo de los mexicas que de nosotros.
—Tendremos que corregir esa impresión —opinó Alvarado.
—Por supuesto —replicó Cortés, sonriendo. Se dirigió una vez más a Aguilar—. Pedidle a doña Marina que vaya al palacio y le ruegue a mi señor el Cacique Gordo que venga aquí. Ahora mismo.
Cortés era consciente de que se disponía a ejecutar una jugada de mucho riesgo, pero era la mejor posible dadas las circunstancias; las apuestas eran muy altas y el dinero se caía de la mesa.
La princesa azteca
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