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LAS esteras estaban llenas de
las viandas más finas que poseían los de Cempoallan: venado con
chiles, tomates y semillas de calabazas; pavos asados; langostas
con salvia; tritones con pimientos amarillos. Los españoles
devoraron alegremente el venado y el pavo, pero rechazaron los
demás platos. Los perros se disputaban ferozmente los restos de
grasa y los huesos que los soldados arrojaban por encima de los
hombros mientras las jóvenes totonacas que les servían la comida
coqueteaban descaradamente.
—Esto es muy bueno para la moral de los
hombres —le susurró Alvarado a Cortés.
El capitán general estaba sentado junto al
Cacique Gordo, con Malinalli y Aguilar a un lado para actuar de
intérpretes. El cacique totonaca continuaba enumerando sus quejas
contra Moctezuma cuando los sirvientes trajeron unas bandejas
llenas de carne humeante que colocaron con mucha reverencia entre
el jefe y Cortés. El Cacique Gordo señaló que se trataba de un
plato especial y que Cortés tendría el privilegio de ser el primero
en servirse.
Cortés arrugó la nariz en cuanto notó el
olor sulfuroso de la sangre humana. La carne rociada con la típica
salsa de sangre, probablemente obtenida de las orejas de los
sacerdotes del templo, confirmó sus peores sospechas.
Se hizo un silencio absoluto, roto
únicamente por los susurros de fray Bartolomé Olmedo, que
pronunciaba una oración por los muertos.
—Decidle que no puedo probar esto —le dijo
Cortés a Aguilar—. Decidle que comer carne humana es una
abominación ante los ojos de Dios.
Aguilar tradujo a Malinalli la protesta de
Cortes, y ella a su vez se lo tradujo al cacique quien se mostró
asombrado al escucharla.
—¿Qué explicación ha dado? —le preguntó
Cortés a Aguilar.
—Pregunta qué otra cosa se puede hacer con
los prisiones capturados en las batallas sino comérselos. Que Dios
se apiade de su alma.
—Explicadle por favor, hermano Aguilar, que
los dioses a los que sirve son en realidad demonios y que arderá
durante toda la eternidad en los fuegos del infierno a menos que
desista de estas prácticas paganas. Decidle que hemos venido aquí
como portadores de la religión verdadera, y que si desea
convertirse en vasallo del rey Carlos tendrá que aprender a
comportarse como un caballero cristiano.
Cortés permaneció atento mientras Malinalli
se inclinaba hacia un lado para hablar con el cacique totonaca. El
jefe abrió mucho los ojos: en un primer momento pareció un tanto
confuso y después divertido por las palabras de Cortés. Le dio su
respuesta a Malinalli, y la joven vaciló un momento antes de
transmitírsela a Aguilar.
—La mujer dice que el jefe se lo pensará
—tradujo Aguilar—, peto que mucho se teme que si no ofrece
sacrificios a los dioses, habrá sequías e inundaciones, aparecerán
las langostas y devorarán todas las cosechas Sin embargo, está muy
dispuesto a ser vuestro vasallo.
Cortés hizo un esfuerzo para contener su
rabia. Esta no era la contestación que quería escuchar.
—Decídselo una vez más.
—Quizá, mi señor, no sea necesario suprimir
sus ritos bárbaros inmediatamente —intervino fray Bartolomé Olmedo,
que estaba sentado junto a Aguilar—. Nos encontramos en una
posición difícil. Tendríamos que hablar con ellos amablemente y
darles tiempo para que...
—¡Estamos aquí para hacer el trabajo de
Dios!
—El trabajo de Dios no se hizo en un
día.
—Fray Bartolomé Olmedo, con todo respeto,
estoy de acuerdo con el capitán general —manifestó Aguilar—. El
Señor...
La discusión fue interrumpida por el
estrépito de las caracolas. Los totonacas se levantaron de un salto
y abandonaron la plaza deprisa y comen— do. Un mensajero se acercó
al cacique para susurrarle al oído.
Cortés miró a Malinalli. La muchacha le
sonrió al tiempo que asentía, como si ella hubiera preparado aquel
momento. ¿Qué estaba ocurriendo que la complacía tanto y que
aterrorizaba a los totonacas? Malinalli le dijo algo a
Aguilar.
—Al parecer —anunció el hermano—, los
totonacas están a punto de recibir a otros visitantes. Acaban de
llegar los mexicas.
Cortés, a la vista de las reacciones de
pánico de los totonacas. había esperado encontrarse con un
ejército. En cambio, no eran más que cinco hombres acompañados por
un puñado de sirvientes. Llevaban las capas anudadas en el hombro
con los sellos imperiales de Moctezuma y cada uno empuñaba en la
mano derecha el bastón símbolo de su cargo. En la izquierda,
sostenían contra la nariz un ramillete de flores, al parecer con la
intención de evitar el hedor de sus anfitriones. Unos sirvientes
movían continuamente los grandes abanicos de plumas para mantener a
las moscas lejos de los rostros de los funcionarios mientras que
otros sujetaban sombrillas para resguardarlos del sol.
Cruzaron la plaza escoltados por el Cacique
Gordo y los nobles totonacas. Hicieron caso omiso de la presencia
de Cortés y los españoles, aunque un pequeño ejército de
extranjeros barbudos acampado en el centro de la ciudad sin duda
era la cosa más extraordinaria que habían visto en toda su vida.
«Así, que pretenden hacer como si no existiéramos» —se dijo
Cortés—. Bien, para eso hay una respuesta.» Llamó a Aguilar.
—Pedidle a la señora Marina que averigüe
todo lo que pueda.
—Señor, yo...
—Haced lo que os digo, hermano Jerónimo —le
interrumpió Cortés, con voz tajante. El fraile se le hacía cada vez
más insoportable. Quizá hubiera debido dejarlo en Cozumel con
Norte. Miró a Alvarado—. ¡Se arrepentirán de su arrogancia! Han
pasado ante nosotros como si fuéramos labriegos trabajando en el
campo.
—¡Por el culo moteado de Satanás! Me
gustaría darles una lección.
—Se la daremos. Os lo prometo.
«Quizá la muchacha, Malinalli, tenía razones
para sonreír», pensó Cortés. Los mexicas habían llegado en un
momento propicio. Incluso ahora mismo comenzaba a vislumbrar un
plan. Comenzaría a escarbar en una esquina del gigantesco edificio
construido por los mexicas, arrancaría un pequeño trozo con los
dedos. Si lo arrancaba con facilidad, entonces seguiría arrancando,
trozo a trozo.
Todos los españoles escucharon los lamentos
que llegaban del palacio del cacique. Malinalli regresó para
informar que el Cacique Gordo se había pasado la mayor parte de la
entrevista con los recién llegados de rodillas y llorando a moco
tendido. Los cinco mexicas eran recaudadores de impuestos, y aunque
no había alcanzado a escuchar todo lo dicho, aparentemente
reclamaban un pesado tributo a los totonacas porque habían
agasajado espléndidamente a los españoles, en contra de las órdenes
expresas de Moctezuma.
Cortés y sus oficiales observaron desde la
terraza del palacio donde se alojaban la salida de los nobles
mexicas, que continuaban oliendo los ramilletes que llevaban en las
manos. Los totonacas les habían preparado habitaciones al otro lado
de la plaza. Los aposentos estaban adornados con centenares de
flores, y los sirvientes esperaban para servirles la comida.
—Miradles —gruñó Al varado—. Parecen cinco
obispos camino de misa.
Aguilar y fray Bartolomé se volvieron para
dirigirle una mirada de reproche, pero él no les hizo caso.
Cortés buscó a Malinalli. Ella permanecía
discretamente detrás del capitán general. Sus ojos negros
brillaban, inteligentes, alertas, expectantes. «¡Ah, qué aliada tan
valiosa he encontrado aquí!», pensó el conquistador. Esbozó una
fugaz sonrisa.
Aguilar advirtió la mirada que pasó entre
ambos, y frunció el entrecejo. «¿Qué será lo que le preocupa tanto
al joven hermano? —se preguntó Cortés—. ¿Le tiene miedo porque es
una mujer o porque es una aborigen?»
—Preguntadle a doña Marina por qué esta
gente muestra tanto terror ante cinco hombres desarmados que llevan
flores.
Aguilar hizo lo que le ordenaron.
—La mujer dice que no tienen miedo de los
cinco hombres, sino de los cinco mil que les seguirán si les
desobedecen.
—Así que tienen más miedo de los mexicas que
de nosotros.
—Tendremos que corregir esa impresión —opinó
Alvarado.
—Por supuesto —replicó Cortés, sonriendo. Se
dirigió una vez más a Aguilar—. Pedidle a doña Marina que vaya al
palacio y le ruegue a mi señor el Cacique Gordo que venga aquí.
Ahora mismo.
Cortés era consciente de que se disponía a
ejecutar una jugada de mucho riesgo, pero era la mejor posible
dadas las circunstancias; las apuestas eran muy altas y el dinero
se caía de la mesa.