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LOS habían reunido a todos en
una de las grandes salas de audiencia, la elite de Moctezuma: su
hermano Cuitláhuac; su sobrino, Cacamatzin, y hasta el último de
sus nobles favoritos, incluidos los señores de tlaltelolco y
Tacuba. Permanecían sentados en las esteras, con grilletes en las
muñecas. Los soldados de Cortés los vigilaban.
El gran tlatoani
ocupaba un trono junto a Cortés en el estrado, con la cabeza gacha.
La Malinche ocupaba su posición habitual a la derecha del capitán
general.
Cortés se volvió hacia ella, con los ojos
como dos pedernales.
—Mi señor Moctezuma sabe lo que debe decir.
Aseguraos que no se aparte del discurso que se le ha dado.
La Malinche asintió con la mirada puesta en
el emperador. Parecía derrumbado, como si le hubieran quitado los
órganos vitales del pecho. Los nobles le contemplaban, hoscos y
desafiantes. Ninguno de ellos tenía ahora miedo de mirar
abiertamente a su soberano.
Moctezuma comenzó su discurso, con voz
aguda, como un pajarito atrapado en una trampa.
—Señores, todos conocéis la leyenda de
Quetzalcóatl, que gobernó estas tierras muchísimos años atrás,
antes de que los mexicas llegaran aquí guiados por Huitzilopochtli.
Todos sabéis que el día de su marcha prometió volver, acabar con
los sacrificios humanos y reclamar su trono en nuestro reino. Creo
que ese día ha llegado. He pedido a Colibrí que me iluminara en
este tema y me ha aconsejado... —La voz del emperador se quebró.
Cortés enarcó una ceja.
—Recordadle a mi señor que éste es el
momento de la celebración y no del llanto.
La Malinche tradujo las palabras de Cortés,
pero tuvieron poco efecto en el ánimo del emperador. Gemía como un
bebé en la cuna.
—Decidle a mi señor Moctezuma que
necesitamos acabar con este asunto ahora —insistió Cortés.
—Mi señor comienza a perder la paciencia
—dijo La Malinche.
Moctezuma hizo un esfuerzo para recuperar el
control.
—Quetzalcóatl desea que le devolvamos el
trono como es su legítimo derecho y que aceptemos pagarle un
tributo anual en oro.
—Ése no es Quetzalcóatl —replicó Cuidáhuac—.
¡Habéis permitido que un ladrón entre en nuestra casa y ahora desea
llevarse todo lo que poseemos!
—Tendríamos que haberle atacado antes de que
llegara a la ciudad —gritó Cacamatzin—, tal como habíamos decidido
hacer en Chalco. ¡Vuestra cobardía e indecisión ha mancillado el
nombre de los mexicas!
—Nunca aceptaré esa propuesta —afirmó
Cuitláhuac—. ¡Antes prefiero morir!
—No tenemos elección —respondió Moctezuma,
con el rostro bañado en lágrimas.
«¿Por qué hace esto? —se preguntó La
Malinche—. ¿Todavía tiene miedo de los dioses, o es que teme por su
vida?»
—¿Qué están diciendo? —preguntó el capitán
general.
—Los jefes no están de acuerdo.
—Tienen que obedecer al emperador. Hacer
otra cosa sería una traición —opinó Cortés.
—Dicen que antes prefieren morir.
—Si no obedecen, complaceré sus deseos. ¡Por
mi alma, son unas personas intratables! De acuerdo. No necesitamos
su aprobación en este punto. —Cortés miró a Godoy, el notario
real—. Que quede constancia de que le he preguntado a Moctezuma, el
emperador, si acepta convertirse en vasallo del rey de España y a
pagarle un tributo anual, en oro, al rey y a sus representantes, en
una cantidad por determinar.
Cortés le hizo un gesto de asentimiento a La
Malinche, que una vez más se dirigió a Moctezuma.
—Desea que os declaréis formalmente su
vasallo, y que le paguéis un tributo en oro todos los años.
Moctezuma, incapaz de pronunciar palabra,
asintió.
—Acepta vuestros términos —informó La
Malinche.
El capitán general se permitió esbozar una
sonrisa.
—Dejemos que el notario real registre que
Moctezuma está a partir de hoy bajo la protección de su Muy
Católica Majestad, el rey de España, de acuerdo con el mandato de
la Santa Iglesia. —Miró a los nobles rebeldes que permanecían
sentados en el suelo—. En cuanto a estos otros, tenedlos aquí, bajo
vigilancia, para que no puedan hacer ningún daño. —Su voz cambió
bruscamente de tono, y sonó amable cuando añadió—: Doña Marina,
podéis pedirle a mi señor Moctezuma que, por favor, se
levante.
El gran tlatoani, preocupado por la
posibilidad de una nueva humillación, se levantó lentamente,
ayudado por sus cortesanos. El comandante también se levantó.
Entonces, para sorpresa de todos, le abrazó.
—Dadle las gracias a mi señor Moctezuma por
su ayuda en este tema, mi señora. Decidle que no debe temer nada
más. Cuidaré de él como si fuera mi propio hermano.
El capitán general abandonó la sala.
Moctezuma se quedó mirando la pared, con la mirada ausente y el
cuerpo rígido, sorprendido por el último gesto de Cortés, por la
humillación final.
—Mi señor os da las gracias —tradujo La
Malinche—. Dice que no debéis temer nada. A partir de ahora os
tratará como a su propio hermano. —Luego, añadió en un susurro—: No
creo que debáis creer en su palabra.
Cortés abandonó la sala, jubiloso. Tenía a
su alcance el tesoro que había atisbado desde el primer momento; le
entregaría a su soberano un nuevo reino, completo y en marcha, le
obsequiaría con riquezas inimaginables, además de la ciudad más
bella del mundo entero. Arrancaría los falsos ídolos de los templos
y las pirámides se convertirían en santuarios de la Virgen. Tales
hazañas le proporcionarían fama y honor en un grado que ningún
español había conseguido desde El Cid. Completaría no sólo la
empresa que se había fijado él mismo en beneficio de su rey, sino
que habría cumplido con el destinado señalado por Dios. ¡Traería la
luz que disiparía las tinieblas y salvaría a millones de almas
perdidas para mayor gloria del Señor!
Cuando esto estuviera hecho, solicitaría al
rey permiso para ser el más importante de esta tierra y ejercer su
autoridad como gobernador. ¿Cómo podría negarse cualquier rey a tal
petición?
Sólo le faltaba un pequeño paso para
conseguir su meta. Sólo le faltaba asumir un riesgo más en nombre
de Dios.