4

 

ACALAN

 

La hermana Luna yacía desmembrada en la tumba oscura. Los monstruos rondaban en la noche, en busca de viajeros solitarios. Los aullidos de las mujeres subían y bajaban como la marea, al ritmo de los tambores y los pitos, en un fúnebre himno por los muertos.
Malinalli permanecía sentada con las piernas cruzadas, con la mirada puesta en su marido muerto. Lo habían preparado para la cremación en la postura tradicional: sentado y envuelto en una capa de tela bordada. Sus hermanos le habían sujetado las entrañas lo mejor posible, y ella misma le había colocado un trozo de jade en la boca para pagar su viaje a través del Pasaje Angosto hasta el Mictlan.
Se inclinó para acercarse a su difunto señor, Labio de Tigre, hasta rozar casi su rostro con los labios. «Cuando seas una mariposa en el cielo del Hacedor de la Lluvia, espero que les des a las flores más placer del que me diste a mí.»
Decían que su señor había muerto bien. Casi había reclamado a uno de los castellanos como su prisionero, arrastrándolo del pelo por los bajíos del río, cuando otro de los señores del trueno intervino inexplicablemente en el duelo para atacarlo con su espada. Dos de los hermanos de Labio de Tigre le habían llevado de regreso a Acalan donde estuvo esperando besar la tierra durante dos días y dos noches de silenciosa agonía. Decidió que era la muerte que Labio de Tigre hubiera escogido. Los dioses le habían exprimido hasta la última gota del licor divino antes de aceptarlo en las filas de los otros guerreros muertos. Incluso ahora ya vivía en el paraíso verde de Tláloc, el paraíso de las mariposas, donde las fuentes manaban eternamente y los pájaros esmeralda bebían sus aguas.
Ella no le echaría de menos.
La puerta principal estaba cerrada con un tapiz bordado con minúsculas campanillas de oro. Las campanillas sonaron cuando Flor de Lluvia entró en la casa y se sentó en la estera a su lado.
—¿Qué pasa, hermanita? —susurró Malinalli.
—Los caciques no acaban de decidir si los hombres trueno son personas o dioses. Nuestros guerreros afirman que deben de ser dioses, porque su piel brilla como el sol y es tan dura que rompe las lanzas. Dicen que sus canoas pueden invocar el trueno en el cielo despejado.
—Por supuesto que son dioses —replicó Malinalli—. Vienen del este. Capturan el viento en las canoas con capas enormes. Son los enviados de Quetzalcóatl, que regresan.
—¡No te creas esas tonterías! Los hombres trueno vinieron aquí el año pasado. En Champotón mataron a veinte de ellos. Allí dicen que son hombres, lo mismo que nuestros guerreros.
—La Serpiente Emplumada tenía topos y enanos a su servicio, tan mortales como tú y yo. Pueden morir por millares, pero ella es indestructible. Este es su año, el año de la leyenda.
Las oscilaciones de la llama de la antorcha de pino dejaron en la sombra el rostro de Flor de Lluvia.
—No son más que unos cientos de hombres contra miles de los nuestros y mañana estarán todos muertos.
Malinalli permaneció en silencio. Que Flor de Lluvia pensara lo que quisiera. En el fondo de su corazón, ella sabía la verdad. Había soñado con aquel día desde que era una niña. Su padre le había contado cómo Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, regresaría en una balsa desde el este para rescatarlos de los mexicas. También le había revelado otro secreto mucho más importante: que ella, Ce Malinalli Tenepal, sería la precursora de la nueva era.
Ella sabía mucho mejor que Flor de Lluvia, que su propio destino estaba acampado aquella noche en Putunchan.

 

Putunchan

 

 

 

La mañana siguiente a la escaramuza en el río, Cortés mandó incinerar los cadáveres de los indios y que retiraran del templo la estatua del dios de la lluvia. Fueron necesarios los esfuerzos de una docena de hombre» para arrastrarla hasta el borde de la plataforma superior de la pirámide. Una vez allí, utilizaron las lanzas y las picas como palancas, para lanzarla escaleras abajo. El ídolo se hizo añicos cuando se estrelló en la explanada. En su lugar, fray Bartolomé Olmedo instaló una cruz de madera y colgó un cuadro de la patrona de Cortés, Nuestra Señora de los Remedios, en una de las paredes.
Cortés convirtió el templo en su cuartel general y esperó la respuesta de los aborígenes a sus ofertas de paz.

 

Un sol de justicia, un calor insoportable y el zumbido constante de las moscas. Se estaba muchísimo más fresco en el interior del templo de piedra. Cortés agachó la cabeza cuando entró. Habían trasladado allí una mesa desde la Santa María de la Concepción. El conquistador se sentó en una pesada silla de caoba que también habían transportado desde Cuba.
Los oficiales se reunieron alrededor de la mesa, ansiosos por conocer cuál sería su próximo movimiento. Cortés notó la tensión que les dominaba. Tenían miedo. No acababan de confiar en él; no compartían su misma fe en la victoria final.
Miró sus rostros: Portocarrero, rubio y aristocrático, pero que no era un luchador; el impetuoso Alvarado, pelirrojo y de barba puntiaguda, con una cadena de oro brillante sobre el jubón negro bordado; el agrio Sandoval, joven caballista; el veterano Diego de Ordaz; el impetuoso y fiero Velázquez de León, velasquista como Ordaz, y un pendenciero; Jaramillo, con su vicioso rostro rapaz picado de viruela; y por último, Benítez, de facciones desagradables y barba incipiente, que era una incógnita. El sudor empapaba todos los rostros.
Cortés, con expresión solemne, desplegó sobre la mesa la carta de la costa, que había dibujado Juan de Grijalva el año anterior.
—Caballeros, como aún no hemos recibido palabra alguna de los naturales sobre sus intenciones, vamos a estudiar alternativas. Podemos regresar a nuestras naves y continuar con la exploración de la costa navegando hacia el norte. Sin embargo, mi opinión es que si damos la impresión de que huimos de los indios, como hizo Grijalva el año pasado en Champotón, sólo conseguiremos que se vuelvan más atrevidos, y eso sin duda nos lo pondrá más difícil la próxima vez que desembarquemos. Otra opción es esperar aquí a que los tabasqueños parlamenten con nosotros. Por último, podemos atacarlos antes de que tengan ocasión de aumentar sus fuerzas. Caballeros, espero vuestro consejo.
Cortés esbozó una sonrisa y se sentó.
—Tendríamos que marcharnos de inmediato —manifestó Velázquez de León, en tono áspero—. Las acciones que hemos emprendido son contrarias a las órdenes de mi tío, el gobernador.
—Estoy de acuerdo —dijo Ordaz—. No tenemos bastantes hombres ni pertrechos para emprender una campaña por tierra a gran escala contra los indios. Nos superan en número. Mirad lo que le ocurrió a Grijalva el año pasado.
—Yo soy partidario de que ataquemos a esos cabrones ahora —gritó Al varado—. ¡Les hemos dado tiempo más que suficiente para que entren en razón! No importa cuántos sean, ¡un español vale por cien indios!
—Yo estoy con Alvarado —intervino Jaramillo.
—No tenemos ninguna causa justa para iniciar una guerra contra estas gentes —opinó Benítez—. Sólo defendían su aldea contra lo que interpretaron como un ataque, por muy errados que estuvieran. Continuemos la navegación hacia el norte, a ver si encontramos en alguna parte una tribu más amistosa.
—Se reirán de nosotros por comportarnos como unos cobardes —apuntó Sandoval.
De pronto, todos comenzaron a hablar a la vez, y Cortés levantó una mano para silenciarlos.
—Hay un empate de opiniones —manifestó. Estaba desilusionado con Benítez. Después del ardor que demostró en la refriega en el río, había esperado algo más de él. Ahora lo calificó de persona problemática, como a Velázquez de León y a Ordaz—. Dejaré que el voto de Alonso decida. —Miró a Portocarrero—. ¿Cuál es vuestro voto?
—Voto porque sigamos el consejo de nuestro comandante —respondió Portocarrero, con voz suave.
Cortés sonrió. Era la respuesta que había deseado.
—Muy bien. —Una vez más, dirigió su atención a la carta—. Creo que debemos avanzar tierra adentro a lo largo de esta ruta hasta que entremos en contacto con los naturales. Si quieren comerciar y proveernos de agua y comida, nos complacerá saludarlos. Si quieren recibir otro escarmiento, también se lo daremos.
—Me pregunto quién se llevará la peor parte —protestó Ordaz.
—No hay por qué tener miedo de los naturales —señaló Cortés—. Hemos aprendido importantes lecciones de nuestro reciente encuentro con ellos. Nos sobrepasaban en número, quizá diez a uno, y aunque muchos de nosotros hemos resultado heridos, nuestras pérdidas fueron pocas. Los aborígenes emplean un material quebradizo parecido al cristal para sus espadas y lanzas, que se parte con facilidad contra las armaduras. Llevan escudos de madera o cuero, que no representan defensa alguna frente al acero toledano. Además, he interrogado a fondo al hermano Aguilar y el renegado, Norte, sobre las tácticas guerreras de los indios. Al parecer, su máximo honor en la batalla no es matar sino capturar, y de esa manera, disponer del prisionero para sus sacrificios infernales. —Miró a Benítez—. Esa táctica es un gran beneficio para nosotros, ¿no es así?
—Así es, capitán —asintió Benítez, con el rostro pálido.
—Esta es, aparentemente, la razón por la que muchos de los naturales estaban tan dispuestos a arrojarse ante las puntas de nuestras espadas. —Miró a los reunidos—. A mí me parece que mientras no nos cansemos de matarlos, nuestra victoria está asegurada.
—Incluso así —intervino Ordaz—, llegará un momento en que serán tantos que no podremos matarlos con la rapidez necesaria. Sin duda, en estos momentos los aborígenes deben de estar formando un ejército mucho más numeroso.
—Quizá. Pero también a nosotros nos queda por desplegar la mayor parte de nuestras fuerzas. Si los disparos de un par de falconetes en un fangal consiguió dispersarlos, imaginad su reacción cuando utilicemos toda una batería de cañones contra sus filas. Además —hizo una pausa y sonrió como un jugador que muestra su último triunfo—, todavía no han visto lo que es la carga de un corcel.

 

Después de la marcha de los oficiales, Cortés se reclinó en la silla y miró a la nave capitana, que aparecía enmarcada en el hueco de la puerta, fondeada en las brillantes aguas de la bahía. «Algún día escribirán poemas sobre mis hazañas —pensó—. Me recordarán en las canciones como a Alejandro o al Cid.» En Cuba no era más que otro pobre colono, un súbdito del gobernador Velázquez. Pero aquí se convertiría en otro hombre, en la persona que había soñado ser. Este era el lugar donde quizá llegaría a ser más de lo que era y a convertirse en lo que había imaginado que sería.
Se hizo una promesa: éste era su reino y él sería el rey.

 

Ceutla

 

Ordaz había avanzado con la infantería a través de los campos de maíz y cacao. Un avance dificultado por las acequias, las zanjas de desagüe, y las zonas inundadas. Al otro extremo del valle había varios miles de indígenas, con sus tocados de plumas, bailando al viento como las hojas de maíz. Benítez los contempló desde su refugio entre los árboles. El estruendo de los pitos, las caracolas y los tambores se escuchaba con toda claridad.
«Señor, Dios mío, haz que viva para ver el ocaso».
Cortés se volvió en su montura para dirigirse a ellos. No eran más que dieciséis, toda la caballería a su disposición. Sin embargo, montaba su corcel, con las riendas en una mano y la otra apoyada en la cadera, como un duque a la cabeza de un ejército. «¿Es que no hay nada que asuste a este hombre?», se preguntó Benítez.
—Este día nos pertenece, caballeros. Esperaremos el momento oportuno para cargar. —La yegua zaina escarbó el suelo con la pezuña, sacudiendo la cabeza, las aletas del hocico bien abiertas para aspirar el olor del polvo y el miedo—. No olvidéis apuntar alto con las lanzas, apuntad a los ojos, para que no os puedan arrancar fácilmente de las monturas. ¡No temáis nada, porque hoy trabajamos para el Señor!
Los naturales habían comenzado el ataque con una descarga de piedras y flechas. Minutos más tarde, las primeras filas se lanzaron sobre la infantería de Ordaz. Benítez vio los reflejos del sol en las armaduras de los soldados que combatían en la llanura, luego vio las lenguas de fuego y las nubes de humo seguidas por el estruendo de la descarga de las culebrinas. Fue como si las filas de la vanguardia enemiga hubiesen sido segadas por una hoz invisible.
Pero los naturales sólo vacilaron un momento; los supervivientes lanzaron al aire grandes nubes de hierba y polvo rojo en un intento de disimular sus pérdidas. Un segundo grupo inició su carga; después un tercero.
La metralla destrozaba a los indígenas; aquellos que sobrevivían eran abatidos por los disparos de los arcabuces y las saetas de los ballesteros. Pero seguían avanzando. Por fin, la superioridad numérica les permitió llegar a las filas españolas, obligándolas a retroceder.
Benítez se preguntó cuándo daría Cortés la orden de ataque. Se movió inquieto en la silla, arrugando la nariz ante el hedor de los arneses, la grasa que untaba la armadura, el sudor del caballo. Tenía la boca reseca. Sus sospechas no iban desencaminadas; en el fondo de su corazón, era un cobarde.
Cortés permanecía inmóvil en la montura, atento al desarrollo de la batalla.
Ordaz y sus hombres retrocedían a trompicones entre las acequias y los fangales.
De pronto, Cortés se puso de pie en los estribos.
—¡Santiago y cierra España!
La caballería inició su avance.

 

Los naturales no habían oído el retumbar de los corceles al galope en medio del tremendo estrépito de la artillería y de sus tambores y silbatos. El cuerpo principal de su ejército les daba la espalda; los tomarían total mente por sorpresa. Pero fue entonces cuando Benítez se dio cuenta horrorizado de que Cortés había cometido un error; el avance lo» libaría directamente hacia el entramado de las acequias. De pronto, su caballo te tambaleó en una de las zanjas; miró en derredor y vio que muchos de los animales se detenían bruscamente ante los obstáculos, mientras los jinetes se aferraban como podían para no salir despedidos de las monturas.
Benítez clavó las espuelas en los flancos de la yegua tordilla. Si ahora fallaba el ataque, morirían todos.
Recordó los esqueletos en el templo de Putunchan.
Ya había cruzado las acequias y avanzaba a todo galope por la llanura. El grito que salió de las gargantas de unos cuantos indios, fue recogido por otros hasta que resonó por todo el valle convertido en un espantoso aullido de terror. Los naturales que tenía delante dejaron caer los garrotes y las lanzas, y echaron a correr. Benítez continuó la carga, con la lanza apuntada al nivel de los rostros, como había ordenado Cortés.
Se volvió, esperando ver al resto de la caballería a la zaga. Pero no había nadie. Estaba solo. Los demás continuaban con los caballos hundidos en el fango.
Benítez gritó, esta vez dominado por el pánico y el tenor. En un movimiento instintivo clavó las espuelas para reanudar la carga. Primero una docena, después un centenar, y luego a miles, los indios escaparon ante su aparición, como las ondas provocadas por una piedra que cae en la tranquila superficie de un lago. Oyó los gritos de entusiasmo de los soldados de Ordaz. Benítez hizo girar a su cabalgadura, y una vez más se lanzó al ataque, con la sangre martilleando en sus oídos, y persiguió al gran ejército contrario como un perro que persigue a las ovejas.
El resto de la caballería se unió a Benítez, y la retirada se convirtió en un caos. Benítez sofrenó a la yegua y olió el polvo levantado por los cascos de su cabalgadura. Echó hacia atrás la cabeza para gritar su desafío al cielo azul, para proclamar su victoria, su alegría, su alivio, su incredulidad ante lo que había hecho y ante el milagro de estar viva

 

Norte recorrió el campo de batalla, dominado por el asea Un caos de miembros, montañas de carne ensangrentada que gemían de dolor, mientras se arrastraban en un inútil intento por escapar. Los españoles se erguían entre los vencidos, vestidos con sus armaduras. Sonreían, gritaban y se palmeaban los unos a los otros. Había vencido a una hueste que los centuplicaba en número. Gracias a Cortés habían conseguido lo imposible.
Mientras tanto, Norte lamentó que no hubiera sucedido lo contraria Había confiado secretamente en la victoria de los indios, aunque hubiera significado su propia muerte. Estaba seguro de que podía soportar la desaparición; lo que no podía soportar era la humillación y la inutilidad de continuar con vida.
—Todo estaba perdido —oyó que decía Guzmán, uno de los soldados—. Entonces, le vi. Salió de entre ¡as nubes de polvo montado en un caballo blanco. ¡Cuando los naturales le vieron, echaron a correr!
—¿Quién era? —preguntó Cristóbal Flores.
—¡Santiago! Le vi en el campo sólo por un momento y luego desapareció en una nube de polvo. Desapareció.
«¡Estúpido!», pensó Norte. Los españoles eran tan estúpidos y supersticiosos como los naturales. Sin embargo, se creían superiores.
—Era Benítez —dijo.
Guzmán y Flores le miraron, atónitos.
—Al que visteis no fue a Santiago. Era Benítez.
—¿Tú hueles algo? —le preguntó Guzmán a Flores.
Flores echó hacia atrás la cabeza y olisqueó el aire.
—Salvajes —respondió—. Creía que los habíamos matado a todos. Guzmán se inclinó sobre uno de los indios muertos, le cortó una oreja y la arrojó a los pies de Norte.
—Tu desayuno.
Norte lo vio en sus rostros. Aquella mirada lo llevó al pasado, ocho años atrás, a los rostros de los indios que lo habían capturado; quizá ni siquiera los mayas le habían odiado tanto en aquellos primeros meses como estos dos.
Aquí dependía exclusivamente de él mismo.
La princesa azteca
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