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ACALAN
La hermana Luna yacía desmembrada en la
tumba oscura. Los monstruos rondaban en la noche, en busca de
viajeros solitarios. Los aullidos de las mujeres subían y bajaban
como la marea, al ritmo de los tambores y los pitos, en un fúnebre
himno por los muertos.
Malinalli permanecía sentada con las piernas
cruzadas, con la mirada puesta en su marido muerto. Lo habían
preparado para la cremación en la postura tradicional: sentado y
envuelto en una capa de tela bordada. Sus hermanos le habían
sujetado las entrañas lo mejor posible, y ella misma le había
colocado un trozo de jade en la boca para pagar su viaje a través
del Pasaje Angosto hasta el Mictlan.
Se inclinó para acercarse a su difunto
señor, Labio de Tigre, hasta rozar casi su rostro con los labios.
«Cuando seas una mariposa en el cielo del Hacedor de la Lluvia,
espero que les des a las flores más placer del que me diste a
mí.»
Decían que su señor había muerto bien. Casi
había reclamado a uno de los castellanos como su prisionero,
arrastrándolo del pelo por los bajíos del río, cuando otro de los
señores del trueno intervino inexplicablemente en el duelo para
atacarlo con su espada. Dos de los hermanos de Labio de Tigre le
habían llevado de regreso a Acalan donde estuvo esperando besar la
tierra durante dos días y dos noches de silenciosa agonía. Decidió
que era la muerte que Labio de Tigre hubiera escogido. Los dioses
le habían exprimido hasta la última gota del licor divino antes de
aceptarlo en las filas de los otros guerreros muertos. Incluso
ahora ya vivía en el paraíso verde de Tláloc, el paraíso de las
mariposas, donde las fuentes manaban eternamente y los pájaros
esmeralda bebían sus aguas.
Ella no le echaría de menos.
La puerta principal estaba cerrada con un
tapiz bordado con minúsculas campanillas de oro. Las campanillas
sonaron cuando Flor de Lluvia entró en la casa y se sentó en la
estera a su lado.
—¿Qué pasa, hermanita? —susurró
Malinalli.
—Los caciques no acaban de decidir si los
hombres trueno son personas o dioses. Nuestros guerreros afirman
que deben de ser dioses, porque su piel brilla como el sol y es tan
dura que rompe las lanzas. Dicen que sus canoas pueden invocar el
trueno en el cielo despejado.
—Por supuesto que son dioses —replicó
Malinalli—. Vienen del este. Capturan el viento en las canoas con
capas enormes. Son los enviados de Quetzalcóatl, que
regresan.
—¡No te creas esas tonterías! Los hombres
trueno vinieron aquí el año pasado. En Champotón mataron a veinte
de ellos. Allí dicen que son hombres, lo mismo que nuestros
guerreros.
—La Serpiente Emplumada tenía topos y enanos
a su servicio, tan mortales como tú y yo. Pueden morir por
millares, pero ella es indestructible. Este es su año, el año de la
leyenda.
Las oscilaciones de la llama de la antorcha
de pino dejaron en la sombra el rostro de Flor de Lluvia.
—No son más que unos cientos de hombres
contra miles de los nuestros y mañana estarán todos muertos.
Malinalli permaneció en silencio. Que Flor
de Lluvia pensara lo que quisiera. En el fondo de su corazón, ella
sabía la verdad. Había soñado con aquel día desde que era una niña.
Su padre le había contado cómo Quetzalcóatl, la Serpiente
Emplumada, regresaría en una balsa desde el este para rescatarlos
de los mexicas. También le había revelado otro secreto mucho más
importante: que ella, Ce Malinalli Tenepal, sería la precursora de
la nueva era.
Ella sabía mucho mejor que Flor de Lluvia,
que su propio destino estaba acampado aquella noche en
Putunchan.
Putunchan
La mañana siguiente a la escaramuza en el
río, Cortés mandó incinerar los cadáveres de los indios y que
retiraran del templo la estatua del dios de la lluvia. Fueron
necesarios los esfuerzos de una docena de hombre» para arrastrarla
hasta el borde de la plataforma superior de la pirámide. Una vez
allí, utilizaron las lanzas y las picas como palancas, para
lanzarla escaleras abajo. El ídolo se hizo añicos cuando se
estrelló en la explanada. En su lugar, fray Bartolomé Olmedo
instaló una cruz de madera y colgó un cuadro de la patrona de
Cortés, Nuestra Señora de los Remedios, en una de las
paredes.
Cortés convirtió el templo en su cuartel
general y esperó la respuesta de los aborígenes a sus ofertas de
paz.
Un sol de justicia, un calor insoportable y
el zumbido constante de las moscas. Se estaba muchísimo más fresco
en el interior del templo de piedra. Cortés agachó la cabeza cuando
entró. Habían trasladado allí una mesa desde la Santa María de la Concepción. El conquistador se
sentó en una pesada silla de caoba que también habían transportado
desde Cuba.
Los oficiales se reunieron alrededor de la
mesa, ansiosos por conocer cuál sería su próximo movimiento. Cortés
notó la tensión que les dominaba. Tenían miedo. No acababan de
confiar en él; no compartían su misma fe en la victoria
final.
Miró sus rostros: Portocarrero, rubio y
aristocrático, pero que no era un luchador; el impetuoso Alvarado,
pelirrojo y de barba puntiaguda, con una cadena de oro brillante
sobre el jubón negro bordado; el agrio Sandoval, joven caballista;
el veterano Diego de Ordaz; el impetuoso y fiero Velázquez de León,
velasquista como Ordaz, y un pendenciero; Jaramillo, con su vicioso
rostro rapaz picado de viruela; y por último, Benítez, de facciones
desagradables y barba incipiente, que era una incógnita. El sudor
empapaba todos los rostros.
Cortés, con expresión solemne, desplegó
sobre la mesa la carta de la costa, que había dibujado Juan de
Grijalva el año anterior.
—Caballeros, como aún no hemos recibido
palabra alguna de los naturales sobre sus intenciones, vamos a
estudiar alternativas. Podemos regresar a nuestras naves y
continuar con la exploración de la costa navegando hacia el norte.
Sin embargo, mi opinión es que si damos la impresión de que huimos
de los indios, como hizo Grijalva el año pasado en Champotón, sólo
conseguiremos que se vuelvan más atrevidos, y eso sin duda nos lo
pondrá más difícil la próxima vez que desembarquemos. Otra opción
es esperar aquí a que los tabasqueños parlamenten con nosotros. Por
último, podemos atacarlos antes de que tengan ocasión de aumentar
sus fuerzas. Caballeros, espero vuestro consejo.
Cortés esbozó una sonrisa y se sentó.
—Tendríamos que marcharnos de inmediato
—manifestó Velázquez de León, en tono áspero—. Las acciones que
hemos emprendido son contrarias a las órdenes de mi tío, el
gobernador.
—Estoy de acuerdo —dijo Ordaz—. No tenemos
bastantes hombres ni pertrechos para emprender una campaña por
tierra a gran escala contra los indios. Nos superan en número.
Mirad lo que le ocurrió a Grijalva el año pasado.
—Yo soy partidario de que ataquemos a esos
cabrones ahora —gritó Al varado—. ¡Les hemos dado tiempo más que
suficiente para que entren en razón! No importa cuántos sean, ¡un
español vale por cien indios!
—Yo estoy con Alvarado —intervino
Jaramillo.
—No tenemos ninguna causa justa para iniciar
una guerra contra estas gentes —opinó Benítez—. Sólo defendían su
aldea contra lo que interpretaron como un ataque, por muy errados
que estuvieran. Continuemos la navegación hacia el norte, a ver si
encontramos en alguna parte una tribu más amistosa.
—Se reirán de nosotros por comportarnos como
unos cobardes —apuntó Sandoval.
De pronto, todos comenzaron a hablar a la
vez, y Cortés levantó una mano para silenciarlos.
—Hay un empate de opiniones —manifestó.
Estaba desilusionado con Benítez. Después del ardor que demostró en
la refriega en el río, había esperado algo más de él. Ahora lo
calificó de persona problemática, como a Velázquez de León y a
Ordaz—. Dejaré que el voto de Alonso decida. —Miró a Portocarrero—.
¿Cuál es vuestro voto?
—Voto porque sigamos el consejo de nuestro
comandante —respondió Portocarrero, con voz suave.
Cortés sonrió. Era la respuesta que había
deseado.
—Muy bien. —Una vez más, dirigió su atención
a la carta—. Creo que debemos avanzar tierra adentro a lo largo de
esta ruta hasta que entremos en contacto con los naturales. Si
quieren comerciar y proveernos de agua y comida, nos complacerá
saludarlos. Si quieren recibir otro escarmiento, también se lo
daremos.
—Me pregunto quién se llevará la peor parte
—protestó Ordaz.
—No hay por qué tener miedo de los naturales
—señaló Cortés—. Hemos aprendido importantes lecciones de nuestro
reciente encuentro con ellos. Nos sobrepasaban en número, quizá
diez a uno, y aunque muchos de nosotros hemos resultado heridos,
nuestras pérdidas fueron pocas. Los aborígenes emplean un material
quebradizo parecido al cristal para sus espadas y lanzas, que se
parte con facilidad contra las armaduras. Llevan escudos de madera
o cuero, que no representan defensa alguna frente al acero
toledano. Además, he interrogado a fondo al hermano Aguilar y el
renegado, Norte, sobre las tácticas guerreras de los indios. Al
parecer, su máximo honor en la batalla no es matar sino capturar, y
de esa manera, disponer del prisionero para sus sacrificios
infernales. —Miró a Benítez—. Esa táctica es un gran beneficio para
nosotros, ¿no es así?
—Así es, capitán —asintió Benítez, con el
rostro pálido.
—Esta es, aparentemente, la razón por la que
muchos de los naturales estaban tan dispuestos a arrojarse ante las
puntas de nuestras espadas. —Miró a los reunidos—. A mí me parece
que mientras no nos cansemos de matarlos, nuestra victoria está
asegurada.
—Incluso así —intervino Ordaz—, llegará un
momento en que serán tantos que no podremos matarlos con la rapidez
necesaria. Sin duda, en estos momentos los aborígenes deben de
estar formando un ejército mucho más numeroso.
—Quizá. Pero también a nosotros nos queda
por desplegar la mayor parte de nuestras fuerzas. Si los disparos
de un par de falconetes en un fangal consiguió dispersarlos,
imaginad su reacción cuando utilicemos toda una batería de cañones
contra sus filas. Además —hizo una pausa y sonrió como un jugador
que muestra su último triunfo—, todavía no han visto lo que es la
carga de un corcel.
Después de la marcha de los oficiales,
Cortés se reclinó en la silla y miró a la nave capitana, que
aparecía enmarcada en el hueco de la puerta, fondeada en las
brillantes aguas de la bahía. «Algún día escribirán poemas sobre
mis hazañas —pensó—. Me recordarán en las canciones como a
Alejandro o al Cid.» En Cuba no era más que otro pobre colono, un
súbdito del gobernador Velázquez. Pero aquí se convertiría en otro
hombre, en la persona que había soñado ser. Este era el lugar donde
quizá llegaría a ser más de lo que era y a convertirse en lo que
había imaginado que sería.
Se hizo una promesa: éste era su reino y él
sería el rey.
Ceutla
Ordaz había avanzado con la infantería a
través de los campos de maíz y cacao. Un avance dificultado por las
acequias, las zanjas de desagüe, y las zonas inundadas. Al otro
extremo del valle había varios miles de indígenas, con sus tocados
de plumas, bailando al viento como las hojas de maíz. Benítez los
contempló desde su refugio entre los árboles. El estruendo de los
pitos, las caracolas y los tambores se escuchaba con toda
claridad.
«Señor, Dios mío, haz que viva para ver el
ocaso».
Cortés se volvió en su montura para
dirigirse a ellos. No eran más que dieciséis, toda la caballería a
su disposición. Sin embargo, montaba su corcel, con las riendas en
una mano y la otra apoyada en la cadera, como un duque a la cabeza
de un ejército. «¿Es que no hay nada que asuste a este hombre?», se
preguntó Benítez.
—Este día nos pertenece, caballeros.
Esperaremos el momento oportuno para cargar. —La yegua zaina
escarbó el suelo con la pezuña, sacudiendo la cabeza, las aletas
del hocico bien abiertas para aspirar el olor del polvo y el
miedo—. No olvidéis apuntar alto con las lanzas, apuntad a los
ojos, para que no os puedan arrancar fácilmente de las monturas.
¡No temáis nada, porque hoy trabajamos para el Señor!
Los naturales habían comenzado el ataque con
una descarga de piedras y flechas. Minutos más tarde, las primeras
filas se lanzaron sobre la infantería de Ordaz. Benítez vio los
reflejos del sol en las armaduras de los soldados que combatían en
la llanura, luego vio las lenguas de fuego y las nubes de humo
seguidas por el estruendo de la descarga de las culebrinas. Fue
como si las filas de la vanguardia enemiga hubiesen sido segadas
por una hoz invisible.
Pero los naturales sólo vacilaron un
momento; los supervivientes lanzaron al aire grandes nubes de
hierba y polvo rojo en un intento de disimular sus pérdidas. Un
segundo grupo inició su carga; después un tercero.
La metralla destrozaba a los indígenas;
aquellos que sobrevivían eran abatidos por los disparos de los
arcabuces y las saetas de los ballesteros. Pero seguían avanzando.
Por fin, la superioridad numérica les permitió llegar a las filas
españolas, obligándolas a retroceder.
Benítez se preguntó cuándo daría Cortés la
orden de ataque. Se movió inquieto en la silla, arrugando la nariz
ante el hedor de los arneses, la grasa que untaba la armadura, el
sudor del caballo. Tenía la boca reseca. Sus sospechas no iban
desencaminadas; en el fondo de su corazón, era un cobarde.
Cortés permanecía inmóvil en la montura,
atento al desarrollo de la batalla.
Ordaz y sus hombres retrocedían a
trompicones entre las acequias y los fangales.
De pronto, Cortés se puso de pie en los
estribos.
—¡Santiago y cierra España!
La caballería inició su avance.
Los naturales no habían oído el retumbar de
los corceles al galope en medio del tremendo estrépito de la
artillería y de sus tambores y silbatos. El cuerpo principal de su
ejército les daba la espalda; los tomarían total mente por
sorpresa. Pero fue entonces cuando Benítez se dio cuenta
horrorizado de que Cortés había cometido un error; el avance lo»
libaría directamente hacia el entramado de las acequias. De pronto,
su caballo te tambaleó en una de las zanjas; miró en derredor y vio
que muchos de los animales se detenían bruscamente ante los
obstáculos, mientras los jinetes se aferraban como podían para no
salir despedidos de las monturas.
Benítez clavó las espuelas en los flancos de
la yegua tordilla. Si ahora fallaba el ataque, morirían
todos.
Recordó los esqueletos en el templo de
Putunchan.
Ya había cruzado las acequias y avanzaba a
todo galope por la llanura. El grito que salió de las gargantas de
unos cuantos indios, fue recogido por otros hasta que resonó por
todo el valle convertido en un espantoso aullido de terror. Los
naturales que tenía delante dejaron caer los garrotes y las lanzas,
y echaron a correr. Benítez continuó la carga, con la lanza
apuntada al nivel de los rostros, como había ordenado Cortés.
Se volvió, esperando ver al resto de la
caballería a la zaga. Pero no había nadie. Estaba solo. Los demás
continuaban con los caballos hundidos en el fango.
Benítez gritó, esta vez dominado por el
pánico y el tenor. En un movimiento instintivo clavó las espuelas
para reanudar la carga. Primero una docena, después un centenar, y
luego a miles, los indios escaparon ante su aparición, como las
ondas provocadas por una piedra que cae en la tranquila superficie
de un lago. Oyó los gritos de entusiasmo de los soldados de Ordaz.
Benítez hizo girar a su cabalgadura, y una vez más se lanzó al
ataque, con la sangre martilleando en sus oídos, y persiguió al
gran ejército contrario como un perro que persigue a las
ovejas.
El resto de la caballería se unió a Benítez,
y la retirada se convirtió en un caos. Benítez sofrenó a la yegua y
olió el polvo levantado por los cascos de su cabalgadura. Echó
hacia atrás la cabeza para gritar su desafío al cielo azul, para
proclamar su victoria, su alegría, su alivio, su incredulidad ante
lo que había hecho y ante el milagro de estar viva
Norte recorrió el campo de batalla, dominado
por el asea Un caos de miembros, montañas de carne ensangrentada
que gemían de dolor, mientras se arrastraban en un inútil intento
por escapar. Los españoles se erguían entre los vencidos, vestidos
con sus armaduras. Sonreían, gritaban y se palmeaban los unos a los
otros. Había vencido a una hueste que los centuplicaba en número.
Gracias a Cortés habían conseguido lo imposible.
Mientras tanto, Norte lamentó que no hubiera
sucedido lo contraria Había confiado secretamente en la victoria de
los indios, aunque hubiera significado su propia muerte. Estaba
seguro de que podía soportar la desaparición; lo que no podía
soportar era la humillación y la inutilidad de continuar con
vida.
—Todo estaba perdido —oyó que decía Guzmán,
uno de los soldados—. Entonces, le vi. Salió de entre ¡as nubes de
polvo montado en un caballo blanco. ¡Cuando los naturales le
vieron, echaron a correr!
—¿Quién era? —preguntó Cristóbal
Flores.
—¡Santiago! Le vi en el campo sólo por un
momento y luego desapareció en una nube de polvo.
Desapareció.
«¡Estúpido!», pensó Norte. Los españoles
eran tan estúpidos y supersticiosos como los naturales. Sin
embargo, se creían superiores.
—Era Benítez —dijo.
Guzmán y Flores le miraron, atónitos.
—Al que visteis no fue a Santiago. Era
Benítez.
—¿Tú hueles algo? —le preguntó Guzmán a
Flores.
Flores echó hacia atrás la cabeza y olisqueó
el aire.
—Salvajes —respondió—. Creía que los
habíamos matado a todos. Guzmán se inclinó sobre uno de los indios
muertos, le cortó una oreja y la arrojó a los pies de Norte.
—Tu desayuno.
Norte lo vio en sus rostros. Aquella mirada
lo llevó al pasado, ocho años atrás, a los rostros de los indios
que lo habían capturado; quizá ni siquiera los mayas le habían
odiado tanto en aquellos primeros meses como estos dos.
Aquí dependía exclusivamente de él
mismo.