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UN campo de plumas de color jade y rojo, un mar de estandartes y escudos, un ejército tan enorme que resultaba imposible calcular su número. A la vanguardia de cada compañía estaban los comandantes: los Guerreros Águila con los cascos picudos, las garras cosidas en las mangas de sus armaduras grises; los Guerreros Jaguar, ataviados con las pieles del animal y máscaras que imitaban una mueca feroz.
Cortés, incluso desde aquella distancia, distinguía a los generales. Su rango social y militar se manifestaba en las joyas que llevaban en las orejas, la nariz y los labios, y las lujosos capas. Sujetos a la espalda llevaban los multicolores estandartes de combate tejidos con plumas y juncos, y desplegados sobre un armazón de mimbre. Servían como punto de referencia para las tropas.
El estruendo de los tambores, las llamadas de las caracolas y los silbos resonaban por todo el valle. El diminuto ejército español miraba el espectáculo con desesperación y espanto. Tanto sufrir para nada. Allí se terminaba todo.

 

El capitán general les hizo formar un cuadrado compacto, con la caballería en los flancos y los heridos en el centro. Sin artillería, sin arcabuces ni ballestas, no podían hacer nada más que aguantar a pie firme y luchar hasta que los mataran a todos.
Recorrió las líneas al paso y después dio media vuelta con el caballo para situarse delante de la tropa. En la mano derecha sostenía el roto estandarte azul y blanco que habían traído con ellos desde la cosca. Había sido la insignia de la nave capitana.
—Caballeros —comenzó—; ante vuestros ojos tenéis a los ejércitos de los mexicas.
Los tenía a todos dominados con la mirada. Los hombres tenían que o forzarse para escucharle en medio del estruendo.
—Han venido aquí con la intención de acabar con nosotros. Una vez más nos superan en número —continuó a voz en cuello—. Sin embargo, en cuántas ocasiones a lo largo de los últimos meses no nos hemos visto en situaciones parecidas, cuando lo creíamos todo perdido, y al final la victoria fue nuestra? ¿No luchamos codo con codo contra una fuerza como ésta en el río Tabasco? ¿No fue entonces nuestra la victoria? ¿No derrotamos a la caballería y a la artillería que Narváez llevó contra nosotros a Cempoallan?
»La victoria siempre ha estado de nuestra parte porque no somos simples soldados ni hombres como los demás. Ahora todos podéis afirmar con orgullo que sois soldados de Cortés. En los años venideros, los romances cantarán vuestras hazañas, porque no es sólo vuestro extraordinario coraje y vuestra asombrosa habilidad con las armas lo que os destaca de los demás mortales. No, es algo más. Cada uno de vosotros ha sido escogido por el mismísimo Dios para marchar al amparo de su pabellón. —Agitó en el aire el roto pendón azul y blanco que una vez había ondeado en el palo mayor de su nave insignia—. ¡Hermanos, sigamos la cruz, y por nuestra fe que venceremos! ¡Esta cruz nos dará la victoria!
»Ahora os diré una cosa a cada uno de vosotros: tened presente que mientras tengáis un resto de fuerza en los brazos, la ventaja será vuestra, incluso hoy. Los mexicas sólo desean conseguir cautivos para sus abominables ritos, y por esa misma razón, serán un blanco fácil para vuestros mandobles. Como sabéis, no combaten como un ejército, sino como individuos. Hoy no libraréis una batalla, sino una sucesión de duelos. Creo que Dios os dará las fuerzas necesarias para afrontar esta prueba. Medid vuestros golpes, no ataquéis a la desesperada, y así evitaréis que rompan vuestra guardia y os pongan las manos encima u os ataquen con las macanas.
El conquistador hizo una pausa para dar tiempo a que sus palabras calaran en las mentes de sus soldados.
—En los siglos Venideros, cuando los hombres escriban la historia del mundo, vosotros apareceréis en el capítulo más brillante. La gente hablará de este día hasta el final de los tiempos y todos y cada uno de vosotros seréis recordados como héroes.
»Caballeros, preparaos y volveos hacia el enemigo. Recordad que la victoria será nuestra.

 

La Malinche sujetó las bridas de la yegua de Cortés.
—Mi señor.
El comandante se inclinó desde la montura para tocarle el pelo.
—Chiquita, ¿Cómo está el futuro emperador de México?
Mali apoyó una mano en el vientre. La hemorragia había sido muy fuerte la noche siguiente a la retirada, pero ahora se había contenido
—Está bien, mi señor.
Cortés se quitó el guantelete y le acarició la mejilla.
—Permanece dentro del cuadro. Todo irá bien.
—No permitas que te hagan daño.
—Te juro que nos sentaremos juntos en el palacio de Tenochtitlan, amor mío. —Le dedicó una última sonrisa y espoleó a su cabalgadura. El resto de la caballería le siguió. El tintineo metálico de los arreos se mezclaba con los relinchos de los corceles, que olían en el aire el miedo y la excitación del momento.
«Nunca nos sentaremos en el palacio —pensó La Malinche—. No eres un ser divino, no eres más que un hombre. Lo tienes todo en contra. Tú morirás en este campo, y yo moriré contigo. Hemos puesto a prueba la paciencia de nuestros dioses demasiadas veces con nuestro orgullo y arrogancia. Pero nunca lo lamentaré. Creo que nunca más en mi vida, volveré a conocer a un Cortés, y si volviera a vivir haría lo mismo. Lo haría por ti.»

 

Benítez hizo lo imposible para mantenerse erguido en la montura. Le dolían todos y cada uno de los músculos del cuerpo. Le habían dado en la cara con una lanza la noche de la retirada —la Noche Triste como la llamaba ahora Cortés— y la herida llegaba hasta el hueso. Era como tener fuego en la cara; dos días atrás, una flecha le había alcanzado en la pantorrilla y apenas si podía mover la pierna derecha. Llevaba días sin comer y temía que, en cualquier momento, se caería del corcel Pero, así y todo, estaba decidido a que no lo capturaran vivo, que no lo amarraran a ninguno de sus altares del infierno.
—Cargaremos en escuadrones de cinco —gritó Cortés—. Mantened las lanzas altas, apuntad a los ojos y regresad al galope. No hagáis caso de los guerreros comunes, buscad a los oficiales, los que llevan los tocados con formas de aves de presa o de jaguares. O mejor todavía, matad a los que llevan tocados de plumas, joyas en el rostro y los estandartes, porque son los generales.
Hizo una pausa y luego manifestó a sus oficiales algo que no se había atrevido a decir a sus hombres;
—Si vamos a morir, lo mejor será morir con orgullo— Que Dios sea con todos vosotros.
La princesa azteca
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