25

 

EL estrépito del agua ahogaba todos los demás sonidos. Las mariposas bailaban a la sombra de los algodoneros, las libélulas volaban en el resplandor verde de la cascada. Un colibrí se movía entre las flores de un árbol.
Norte se quitó la camisa y los calzones, y se zambulló en el estanque.
Flor de Lluvia le espió, oculta entre los helechos. Esta vez había sido más precavida y estaba segura de que no la había descubierto. ¿Por qué le he seguido hasta aquí? ¿Qué espero encontrar? ¿No le había advertido Malinalli de los peligros?
Sin embargo, no lo había podido evitar. Estaba obsesionada con él, con aquel maravilloso español con los modales de una persona y con los ojos más tristes que había visto en toda su vida.
Le observó mientras se bañaba. Después, Norte salió del agua, recogió sus prendas, pero en lugar de vestirse, caminó desnudo hasta la entrada de una cueva disimulada en parte por la cascada, al otro lado del estanque. El hombre entró a gatas.
Flor de Lluvia tuvo un presentimiento de lo que podía haber en el interior, y se le aceleró el pulso. Abandonó el escondite y avanzó con mucho cuidado para no resbalar en las rocas mojadas. En cuanto alcanzó la entrada, se arrodilló para espiar el interior.
En la pared, al fondo de la cueva, había un nicho en la roca que alojaba en su interior una estatuilla de la Serpiente Emplumada. Norte estaba de rodillas. Sacó un pequeño cuenco hecho con una calabaza y una espina que había ocultado entre sus prendas. Con un movimiento repentino se clavó la espina en la parte carnosa del pene, y sostuvo el cuenco para recoger la sangre que goteaba entre sus muslos. El sudor que le empapaba el cuerpo era la única señal de su dolor.
Cuando dejó de sangrar, se puso de pie y arrojó el contenido de la calabaza al rostro de Quetzalcóalt. Había concluido la ofrenda. Flor de Lluvia se volvió, dispuesta a marcharse, y al hacerlo, movió una de las piedras con el pie. Norte se giró.
No tenía ningún sentido intentar ocultarse, aunque lo hubiese querido. Se levantó para que el hombre pudiera verle con toda claridad, contra el fondo iluminado por el sol. Norte la miró, asombrado.
La muchacha se quitó el huipitl, y después la falda. Entró en la cueva.
Él era hermoso. La pátina de sudor sobre la piel bronceada resaltaba cada uno de los músculos de su cuerpo. Norte permaneció inmóvil. Su rostro demacrado mostraba una expresión hambrienta.
Flor de Lluvia se arrodilló delante del hombre, lamió la sangre de su macuáhuitl, chupando suavemente la herida. Le oyó gemir. Malinalli le había enseñado a hacerlo: a acariciar a un hombre con flores. Nunca lo había hecho de esta manera. Probaba lo que había estado destinado a los dioses. El órgano creció en sus manos, nutrido con la sangre que no le había dado a la Serpiente Emplumada.
Norte se dejó caer de rodillas. Lamió la sangre en los labios de la muchacha. Quetzalcóatl les observaba en silencio, el rostro picudo y el cuerpo cubierto de escamas, mientras se entrelazaban y retorcían como serpientes en el suelo de piedra.

 

Había refrescado mucho y el cielo iba adquiriendo poco a poco un color morado. Se sentaron en la boca de la cueva y contemplaron en silencio cómo oscurecía, rodeados por la sinfonía nocturna del canto de los pájaros y los sonidos de los insectos. De cuando en cuando se oía el rugir de un jaguar. Flor de Lluvia se estremeció, y él la apretó entre sus brazos. A lo lejos se divisaban las hogueras del campamento, en Veracruz.
—Tenemos que volver —susurró Norte.
La muchacha le besó una vez más. Después se vistió rápidamente y se marchó a la carrera. Una relación peligrosa. Tendría que mantenerla en secreto; ni siquiera podía contárselo a Malinalli.

 

Cortés recorrió los puestos de vigilancia, compartiendo una broma con los soldados; éstos jugaban a los dados junto a las hogueras que impregnaban el aire con el olor del humo. De vez en cuando, reprendía a algún centinela que se había amodorrado en su puesto. Encontró a Portocarrero, solo junto al parapeto, que contemplaba el perfil de la selva recortado contra el horizonte. La luna que se alzaba por detrás del Orizaba, estaba oculta parcialmente por las nubes que cruzaban el cielo empujadas por el viento.
—¿Soñáis con Cuba? —preguntó el capitán general.
—Con España.
—España —repitió Cortés. Para él, España eran las planicies de Extremadura, los bosquecillos aislados de alcornoques y olivos, el calor tórrido del verano y la luz intensa que hacía daño en los ojos, los vientos helados del invierno que azotaban la llanura y te dejaban tieso en la montura. España era la noble pobreza de la hacienda de su padre, las grandes puertas de roble con cerrojos de hierro, los inmensos salones sin muebles, la gran cocina con pocos sirvientes y nada que comer.
—¿Habéis hablado con los hombres? —preguntó Portocarrero.
—He interpretado el papel del capitán intrépido y alegre. Esperaba calibrar su humor.
—Algunos de ellos están asustados.
«Eres tú quien está asustado», pensó Cortés, pero lo dijo. Vio pasar una silueta conocida por el patio. La luz de la tea que llevaba en la mano iluminó su rostro un momento. Doña Marina. Después desapareció en una de las casas. La de Portocarrero.
—¿Estáis satisfecho con los servicios de doña Marina?
—Por supuesto.
—¿Cómo es? —insistió Cortés.
Portocarrero pareció molesto por la indiscreción de la pregunta.
—Es muy bella y digna de ser contemplada. Pero no tiene pasión.
«¿No es apasionada? Creo que no compartimos la misma opinión. Quizá se trate sencillamente de que no siente pasión por d, amigo mío», se dijo Cortés.
—Nos es muy útil como intérprete.
—Sí —asintió el capitán—, muy útil. —Permanecieron en silencio. «Más que útil —pensó el conquistador—. Sin ella no hubiéramos podido llegar hasta aquí. No podría haber conseguido tanto oro de los señores de Moctezuma o manipular a los totonacas. Ella es la llave de la cerradura.» Recordó la descripción de la ciudad lacustre que le había hecho Malinalli y se preguntó si sería del todo correcta.
—¿Creéis que los hombres nos seguirán voluntariamente a Tenochtitlan?
Portocarrero movió la cabeza mientras pensaba la respuesta.
—Aceptaron construir esta ciudad y todos hemos trabajado muy duro para edificarla. ¿Acaso creéis que ahora no querrán regresar a Cuba?

 

—¡Yo digo que debemos regresar a Cuba! —proclamó Escudero-
Cortés se había dirigido a los hombres, desde lo alto de un banco delante del cabildo. Los españoles se apiñaban en la plaza. Algunos habían dado muestras de inquietud durante el discurso de su capitán y cuando éste les anunció que marcharían a Tenochtitlan, comenzaron los gritos de protesta. «Sin duda, esto es obra de León y Ordaz», pensó Benítez.
—Estos hombres están exhaustos —vociferó Ordaz—. Después de todo lo que han pasado, no podéis esperar que marchen contra una ciudad donde el enemigo nos supera en cien a uno.
—No ganaremos nada si permanecemos aquí —replicó Cortés.
—¡Entonces regresemos a Cuba! —insistió Escudero.
Velázquez de León, que se encontraba a unos pasos de Cortés, se volvió para dirigirse a la tropa.
—¡No creo que podamos fundar aquí una provincia siendo nosotros tan pocos y estando además rodeados por indios hostiles! ¡Muchos de los que están aquí sólo desean regresar a sus plantaciones! —Varios grupos recibieron estas palabras con una ovación. León miró a Cortés—. Cuando estábamos en la costa, nos dijisteis que aquellos que desearan regresar a Cuba podían irse! ¡Yo digo que ha llegado la hora de cumplir con vuestra promesa! ¡Permitid que nos vayamos con la parte del oro que nos corresponde, y vos haced lo que más os plazca!
Muchos de los hombres, demasiados en opinión de Benítez, secundaron con sus gritos las palabras de Velázquez de León.
Alvarado se encaramó de un salto al banco para situarse al lado del capitán general. Señaló a León con un dedo.
—¡En San Juan de Ulúa le suplicasteis a Cortés que os permitiera quedaros! ¡Cambias de opinión según sople el viento! Os comprometisteis a ir con nosotros. ¡Yo afirmo que si nos abandonáis ahora no sois más que un vulgar desertor!
Velázquez de León amenazó a Alvarado con el puño y le gritó unos cuantos insultos que Benítez no alcanzó a oír en medio del griterío. Cortés pareció vacilar ante la magnitud de la protesta, pero entonces Jaramillo también se subió al banco. Todo resultaba muy teatral. Benítez se preguntó si todo aquel espectáculo no estaría cuidadosamente preparado por el mismo Cortés, como había hecho antes en San Juan de Ulúa.
—¿Queréis volver la espalda a vuestros camaradas y escapar en el fragor de la batalla? —preguntó Jaramillo—. ¡Eso es lo que haréis si nos abandonáis ahora!
Escudero y sus partidarios le contestaron con una rechifla.
Cortés levantó las manos para restablecer la calma. Esperó a que todos hicieran silencio.
—No os deseo mal a ninguno de vosotros —manifestó, con una voz que sonó plácida y tranquila—. Pero como veis, estoy presionado por las dos bandas. —Miró a Alvarado, y después a León—. Por lo tanto, os diré lo que he decidido hacer. Enviaré a una delegación de regreso a España, tal como habíamos acordado, para pedir al rey el derecho a fundar aquí una provincia. Para demostrar nuestra buena fe y lealtad hacia la Corona, estoy dispuesto a entregarle al rey la parte que me corresponde de las riquezas hasta ahora conseguidas y le pediré a aquellos que se queden conmigo que hagan lo mismo. Todos los hombres que entreguen su parte a Su Majestad podrán poner su nombre en nuestra petición para que el rey pueda saber de su lealtad. Sepan los dispuestos a hacer este sacrificio que su rey le recompensará con el ciento por uno. El resto de vosotros podéis recoger vuestra parte del tesoro y hacer lo que os venga en gana. Que ningún hombre me pida nada más, ni diga que no he sido justo y considerado.
Cortés saltó del banco y se alejó sin esperar a que se alzara ninguna voz de protesta. Un silencio absoluto siguió a su marcha. Hasta el más estúpido de los hombres se sentía feliz al verse liberado de su compromiso. Pero después, uno a uno, comprendieron que acababan de ser víctimas de un engaño. Se dieron cuenta de que si no firmaban el documento que Portocarrero llevaría a España, por el cual renunciaban a su parte del botín, se encontrarían en una situación muy peligrosa. El tesorero real se encargaría de descubrir quiénes no habían entregado su parte con los demás, y el castigo no tardaría en llegar. Si querían regresar a Cuba, tendrían que hacerlo con la manos vacías. «Brillante —pensó Benítez, con una sonrisa amarga—. Cortés es un genio».
La expresión en el rostro de Velázquez de León cambió bruscamente cuando Ordaz le explicó el engaño de Cortés. Parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía. Alvarado le dijo algo y se echó a reír.
—Eso todavía está por verse —gritó León, alejándose furioso.
La princesa azteca
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