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TENOCHTITLAN

 

Era muy tarde; ya había comenzado el sexto turno de la guardia nocturna, cuando Tendile y los demás caciques llegaron al palacio real. Pero Moctezuma había dado órdenes de que lo despertaran en cuanto apareciesen. No tuvieron que esperar. Los delegados se quitaron las sandalias y los mantos bordados, para vestirse con unas sencillas mantas de fibra de maguey. Luego les acompañaron por las inmensas escaleras que conducían a los aposentos del gran tlatoani.
El Adorado Portavoz les esperaba en una de las habitaciones. Los delegados notaron el olor acre del incienso de copal que ardía en un brasero de cobre. Tezcatlipoca, el Portador de las Tinieblas, les observaba a través de las nubes de humo. El cihuacóatl estaba postrado ante el altar. Una muchacha yacía desnuda y atada con los brazos y las piernas en cruz sobre la piedra de sacrificios. Tenía el pecho abierto y su corazón se asaba en las brasas. Una columna de humo negro se alzaba hacia el techo.
Tendile y sus acompañantes se acercaron a gatas. Moctezuma se apartó de) altar, con la túnica empapada por la sangre del sacrificio. Se acercó a sus vasallos con el recipiente de basalto tallado con la figura de un jaguar que contenía parte de la sangre de la muchacha muerta. Salpicó a los mensajeros con la sangre para purificarlos. Después de todo, ellos habían hablado con los dioses.
Moctezuma había confiado en recibir buenas noticias, pero vio la verdad escrita en los rosaos espantados.
—Hablad —ordenó.
—Las grandes canoas aparecieron ante nuestra costa hace cinco días — manifestó Tendile—. Hablamos con los extranjeros y después viajamos día y noche para traeros las nuevas.
—¿Qué más?
—No hablan el idioma elegante, emplean otro lenguaje que suena como el graznido de los patos. Tienen una mujer que habla por ellos: una persona como nosotros. Se llama a ella misma Marina.
—¿Qué os dijo la tal Marina?
Tendile temblaba como un azogado y la saliva que goteaba de su boca manchó el suelo.
—¿Qué os dijo? —repitió Moctezuma.
—Dijo que se cumplirán las antiguas profecías. ¡Dijo que Quetzalcóatl había regresado tal como había prometido!
Moctezuma apretó los nudillos contra la frente, como si quisiera entrar dentro de su cráneo.
—¿Quién era esa mujer?
—Confieso que no lo sé, mi señor. Sólo sé que me habló con mucha insolencia.
—¿Qué más dijo?
—Manifestó que la Serpiente Emplumada desea hablar con vos en persona, que es una orden del propio Ollintéotl.
Moctezuma parecía llorar, pero Tendile no se atrevió a mirar el rostro del Adorado Portavoz. Permaneció postrado en el frío mármol, esperando a que pasaran aquellos segundos que a él se le hacían una eternidad. Me sacrificarán a Huitzilopochtli, pensó. Me desollarán para después arrojarme a la gran fosa de Yopico.
El emperador cogió una espina de pita y se pinchó repetidamente en los antebrazos hasta tenerlos cubiertos de sangre.
—¿Habéis visto al extranjero que afirma ser Quetzalcóatl?
—Sí, mi señor. Su piel es blanca como la tiza, tiene la barba negra y la nariz recta. Viste de negro y lleva una pluma verde en la gorra.
—¡Una pluma de quetzal! —murmuró Moctezuma. A los dioses se les identificaba por los tocados. Una pluma color jade representaba a la Serpiente Emplumada. El negro era otro de sus colores—. ¿Qué hay de los que le acompañaban?
—Lo mismo que él, visten prendas extrañas que despiden un olor pestilente. Muchos de ellos llevan barbas largas y tienen el pelo de colores. Las espadas, los escudos y los arcos están hechos de un metal que brilla como el sol. Sin embargo, gran señor, aunque sean dioses sus excrementos no son de oro, como debería ser, sino como los nuestros. Esperamos a que terminara la reunión para observarlos y...
¿Qué sabéis vosotros de las cosas de los dioses? —gritó Moctezuma.
Tendile permaneció tendido boca abajo, sin mover ni un músculo. «Por favor, no me mates.»
—¿La mujer os dijo por qué el señor barbado desea hablar conmigo?
—Explicó que era algo referente a asuntos de los dioses.
—¿Hablaron de religión?
—No, pero vi sus ceremonias, gran señor. Bebieron sangre.
Por primera vez, Moctezuma vio un rayo de esperanza, pero que desapareció en el acto por lo que dijo Tendile a continuación.
—Sin embargo, no era la sangre de un hombre lo que bebieron, o al menos eso es lo que ella dijo, sino la sangre de un dios.
—La sangre de un dios —repitió el emperador.
—Mis artistas han hecho dibujos para vos, gran señor.
Uno de los tlacuillos se arrastró con varias hojas de corteza, los dibujos que él y su compañero habían hecho en la playa de San Juan de Ulúa. Moctezuma se las arrebató de un manotazo. Miró los templos flotantes con las grandes alas de tela, los troncos que escupían fuego, los monstruos de dos cabezas, las bestias feroces que los seguían.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Gran señor, los extranjeros poseen serpientes de piedra que lanzan humo y chispas por la boca. Si las apuntan a un árbol, el árbol se cae. Si las apuntan a una montaña, la montaña se parte y cae a trozos. El ruido es como un trueno y el humo tiene un olor infecto, que casi nos hizo vomitar. Algunos de ellos cabalgan en venados enormes, más altos que dos hombres, uno subido sobre los hombros del otro, y las bestias los llevan allí donde quieren ir. Echan humo por la boca y cuando corren el suelo tiembla bajo sus pies. También tienen perros, pero no son como los que conocemos, son unos monstruos sacados del país de los muertos, con unas mandíbulas terribles y los dientes amarillos.
Lo que la mujer llamada Marina le había dicho a Tendile no se podía negar. Era el año Uno Caña, el día del nacimiento de la Serpiente Emplumada y el día que se había marchado. Los portentos estaban allí para que incluso el más obtuso de los sacerdotes pudiera interpretarlos. Los hombres búho habían profetizado:
Sí viene en el Uno Cocodrilo matará a los viejos.
Si viene en el Uno Jaguar, el Uno Ciervo, el Uno Flor matará a los niños.
Si viene en el Uno Caña matará a los reyes.
Moctezuma perdió la noción del tiempo, con la mirada fija en las sombras, ensimismado en su desesperación. Pasaron muchos minutos antes de que recordara que Tendile y sus acompañantes esperaban su respuesta.
—¿Hay algo más que queréis decirme?
Otro miembro de la comitiva de Tendile se acercó. Sostenía un casco de hierro, hecho con un metal brillante parecido a la plata.
—¿Qué es esto? —preguntó el emperador.
—Uno de los extranjeros nos dio este tocado —respondió Tendile.
Moctezuma examinó el objeto. Comprendió por qué Tendile mostraba tanto interés en el casco. Era muy parecido al casco que utilizaba el Colibrí del Sur, el dios de la guerra, Huitzilopochtli.
—¿Os lo dio como un regalo? —quiso saber Moctezuma.
—No, gran señor. Exigió que se lo devolviéramos lleno de oro.
—¿Oro? —replicó Moctezuma—. ¿Por qué oro?
—Dijeron que es para curar una enfermedad propia de ellos. Por cierto que no hicieron ningún caso de nuestros demás regalos, de las telas más finas, de las plumas y algunas preciosas joyas de jade. Sólo el oro pareció entusiasmarlos.
«Quizás ésta es la razón por la que han venido», pensó Moctezuma. Soltó una risita. Tal vez después de todo sí que había una respuesta.
—Regresarás a la costa esta noche y le darás a los extranjeros lo que han pedido. Si es oro lo que quieren, lo tendrán. También descubriremos si el señor de la tal Marina es de verdad la Serpiente Emplumada o sólo un hombre como afirmáis. Hay maneras para adivinar la verdad.

 

Se marcharon los caciques y Moctezuma volvió a contemplar los dibujos hechos en las cortezas, y las manos comenzaron a temblarle de una forma incontrolable.
Uno Caña. Un mal año para los reyes.

 

San Juan de Ulúa

 

Habían llegado a aquellos parajes el Viernes Santo de 1519. Mientras echaban anclas, los españoles contemplaron el deprimente horizonte de dunas cubiertas de matojos requemados por el sol y el puñado de palmeras torcidas por el viento. A lo lejos se divisaba una cadena de montañas azules, dominada por un pico que los indios llamaban Citlaltépetl3, un volcán con la cima cubierta por un manto de nieves eternas.
Los esclavos indios que Tendile había dejado para que les ayudaran construyeron unos refugios con ramas, hojas de palma y paja. Los naturales instalaron su propio campamento un poco más allá, un puñado de chozas edificadas de la noche a la mañana para atender las necesidades de los españoles. Los nativos asaban pavos y pescado en las brasas mientras las mujeres se ocupaban de pelar fintas y preparar tortas de maíz a la sombra de las esteras.
Los españoles se agrupaban alrededor de las fogatas, ateridos por los vientos del norte. Al cabo de unos días, se calmó el viento y comenzó a hacer un calor insoportable. Ahora se apiñaban buscando la sombra de las escasas palmeras, y hacían lo posible por quitarse de encima las nubes de voraces insectos negros que los torturaban día y noche con sus picaduras.
Sólo Cortés parecía inmune a estas incomodidades. Un día tras otro, recorría las dunas, con la mirada puesta en la selva más allá de la llanura y en la imponente cadena de montañas que había al oeste, y mientras esperaba no dejaba de trazar planes.

 

Flor de Lluvia se quitó el huipitl, la larga túnica de algodón que usaba sobre la falda, y se metió en el agua fresca y clara del estanque donde nadaba Malinalli. Mientras se desnudaba, Malinalli advirtió los morados en los brazos y los pechos de la muchacha.
Flor de Lluvia se encogió de hombros.
—Mi señor peludo me maltrata —dijo—. No creo que lo haga intencionadamente. Es grande y torpe. Cuando está dentro de mi cueva se olvida de lo fuerte que es él y lo pequeña que soy yo.
Se adentró en el estanque y se agachó para que el agua le cubriera los hombros. Malinalli sintió una oleada de cariño por la muchacha. En Putunchan tenían a Flor de Lluvia por una joven fea. Su madre no se había preocupado por colgar una perla en su gorro cuando era un bebé y, por lo tanto, no tenía los ojos bizcos que los tabasqueños consideraban tan atrayentes en una mujer. La madre de Flor de Lluvia había sido la esposa mayor de Labio de Tigre y Flor de Lluvia era sólo unos años más joven que Malinalli. Parecía su hermana menor. Tenía una lengua rápida y un temperamento endiablado que sólo se había ido conteniendo un poco por el humo de las hogueras de chile sobre las que le había sostenido su padre como castigo.
—No creo que sean dioses, madrecita. Sus cuerpos apestan y derraman su «miente como cualquier otro hombre.
—Tu cueva se ha abierto por primera vez y ya sabes todo lo que hay que saber de los hombres. ¿Estás desilusionada porque no tiene garras en su macuáhuitl?
—No me atreví a mirar —respondió Flor de Lluvia, y hundió la cabeza en el agua, avergonzada por la mirada de Malinalli.
—Algunos hombres no nacen dioses —señaló Malinalli—. Algunas veces el espíritu de un dios entra en sus cuerpos, o se les concede la divinidad, como es el caso de Moctezuma.
—¡Tiene tres penes y me tiene despierta toda la noche! Mientras los otros recuperan el vigor, siempre tiene uno que busca con desesperación la cueva del placer. Luego, cuando llega el alba, se convierte en un gato y se une a los demás ocelotes para saludar al sol con sus rugidos.
—Tienes una lengua terrible. Mucho me temo que algún día los sacerdotes de Moctezuma decidan cortártela y asarla en sus fuegos.
Malinalli sonrió. Era una advertencia que Labio de Tigre le había hecho a Flor de Lluvia en numerosas ocasiones.
—Quizá no tardará mucho en llegar el día en que dejemos de tenerle miedo a Moctezuma.
—¿Es eso lo que crees? —preguntó la muchacha, sorprendida.
—¿Por qué si no han venido aquí?
Flor de Lluvia recogió agua en el cuenco de la mano y se la echó sobre un hombro. Hizo un gesto de dolor cuando rozó uno de los morados.
—No son más que hombres. Cogerán todo lo que les apetezca y se volverán a la tierra de las nubes.
—Incluso si lo que dices es cierto —replicó Malinalli, aunque no creía en dicha posibilidad—, cuando se marchen quizá nos lleven con ellos. Sin duda estaríamos mucho mejor que ahora. No quiero pasar el resto de mis días cosiendo vestidos y cocinando maíz.
—¿Qué otra cosa podría hacer una mujer? —exclamó Flor de Lluvia.
«¿Cómo podría explicárselo?», se preguntó Malinalli. Desde la infancia siempre había creído que la vida debía de ser algo más que preparar tortillas y tener hijos. En su corazón sabía que era una guerrera, una rema, una estadista, una princesa, una poetisa. Podía ser una mujer pero tenía algún otro destino, aparte de cocinar y ser una concubina. Siempre lo había sabido y su padre se lo había asegurado.
—Esperas demasiado —opinó Flor de Lluvia, interrumpiendo los pensamientos de su compañera—. La vida es sólo un sueño. No es para siempre. Lo que ocurre aquí no tiene ninguna importancia para una persona.
El Señor Sol se hundía en el cielo, dispuesto a empezar otra noche de lucha contra sus hermanos y hermanas. Las cigarras comenzaron a marcar el ritmo en la selva. Una mariposa voló entre los helechos, el espíritu de un guerrero muerto jugando eternamente entre las flores y las cañas.
—Quizá tengas razón —respondió Malinalli, pero no se lo creía en absoluto.

 

El agua se había vuelto negra y muy fría. El Señor Sol se había ocultado detrás de los árboles de la selva. Malinalli y Flor de Lluvia caminaron, temblando, hacia la orilla. Mientras se vestían, Jaramillo abandonó su escondite entre los árboles y se apresuró a regresar al campamento.
La princesa azteca
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