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EL reparto del tesoro tuvo
lugar en el patio del palacio, y en presencia del notario real.
Cortés se encaramó en uno de los carretones utilizados para el
transporte de la artillería. De inmediato, el silencio reinó en la
tropa. Éste era el momento que habían estado esperando, cuando
sabrían cuánto de aquel fabuloso tesoro que habían visto sería
suyo. Cada uno de ellos tenía muy claro lo que haría con su parte
cuando regresara a Cuba, a Extremadura o a Castilla.
Habían abierto el cuarto del tesoro, y todo
el botín había sido fundido para facilitar el reparto. Las
estatuillas de oro, las joyas y los collares de jade y turquesas,
los tocados y las máscaras, todo lo habían fundido en lingotes
marcados con el sello real. No se había asignado valor alguno al
trabajo de los orfebres ni a los vestidos y objetos hechos con
plumas. Únicamente el oro y las piedras preciosas servirían para
comprar tierras, poder y mujeres.
—Soy consciente de que todos esperáis
ansiosos la recompensa por vuestros esfuerzos —comenzó el capitán
general—. Habéis luchado con valor y denuedo, y habéis demostrado
una gran lealtad. Os felicito.
Un murmullo de asentimiento se alzó de la
tropa. Sí, habían luchado como valientes, y si los sufrimientos
fueran diamantes ahora todos serían Grandes de España.
Cortés cogió un pergamino y comenzó a
leer:
—Hemos pesado el tesoro que encontramos en
la cámara secreta, además de los regalos que nos ha hecho Moctezuma
hasta el presente. El valor estimado es de trescientas mil
coronas.
Sonaron gritos de entusiasmo. ¡Trescientas
mil coronas! ¡Una fortuna inimaginable!
—De esta cantidad debemos deducir el quinto
real, y otro quinto, para el capitán general del ejército, tal como
aceptasteis que se haría en Veracruz.
«O sea que Cortés se ha hecho con sesenta
mil coronas —pensó Benítez—. No está nada mal.»
—Eso nos deja la suma de ciento ochenta mil
coronas. De esto hemos de deducir mis gastos para organizar la
expedición en Cuba y debemos separar otra cantidad para compensar
al gobernador de Cuba, y asegurarnos de que no os cause más
problemas a ninguno de vosotros. También hay una parte para la
Santa Iglesia y una recompensa adicional para los que trajeron con
ellos sus caballos, que demostraron ser un factor decisivo en
nuestras victorias en el río Tabasco y en Tlaxcala Asimismo hay una
consideración especial para los hombres que viajaron a España para
defender nuestras peticiones en la corte de Toledo.
«Bien —se dijo Benítez—, eso significa que
todos los jefes y capitanes, excepto quizás Ordaz y Mejía,
recibirán pingües comisiones. Eso asegurará su lealtad.»
—Eso nos deja la suma de sesenta y cuatro
mil coronas.
Un murmullo de aprensión sonó entre quienes
esperaban.
—Hemos dejado aparte diez mil coronas para
las familias de los desaparecidos desde el comienzo de la
expedición. Hemos dividido el resto entre los que estáis aquí
presentes, sin olvidarnos de los cien que permanecen en el fuerte
de Veracruz y asignando una participación doble para quienes
aportaron arcabuces y ballestas. —Cortés hizo una pausa para
consultar la cifra final—. Por lo tanto, a cada uno le corresponden
cien coronas.
Se desató un griterío tremendo. Los hombres
maldecían a voz en cuello y agitaban furiosos los puños en un claro
gesto de amenaza hacia el comandante. Pasaron varios minutos antes
de que se restableciera el orden.
—¿Es necesario causar tanto escándalo por
tan poca cosa? —gritó Cortés—. ¡Este magro tesoro no es nada
comparado con lo que ganaremos en el futuro! ¡Hay centenares de
ciudades llenas de tesoros en esta tierra y otras tantas minas de
oro!
—¡Pero cuando hagáis las partes, una vez más
recibiremos los mendrugos del banquete! —Era Norte quien había
protestado.
¡Silencio! —ordenó Cortés—. ¡Tened cuidado
con vuestra lengua o mandaré que os castiguen!
¡Cien coronas no me comprarán una espada
nueva! —gritó otro.
¡El reparto ha sido hecho de acuerdo con la
ley! —replicó Cortés—. ¡Os arrepentiréis de vuestra codicia!
Se apeó del carretón y se alejó en medio de
los insultos de los soldados.
—Cien coronas —le dijo Norte a Benítez—.
¿Para recibir esto hemos arriesgado tanto?
—No creía que el oro os importara.
—No soy más que un sucio indio, desde luego.
Pero, ¿qué pasa con los demás? Flores perdió un ojo. Guzmán parte
de una mano en Tlaxcala. ¿Le siguieron hasta el infierno por cien
coronas?
El capitán se encogió de hombros ante la
protesta.
—Lo discutiré con él, Norte, pero no creo
que sirva de nada. ¿Creéis que estoy contento?
—Sois uno de sus capitanes. ¡Se ocupará de
vos!
—Me ocuparé de que recibáis una recompensa
justa, Norte. Aunque la tenga que pagar de mi bolsillo.
—No quiero nada de vos, Benítez.
—Entonces, ¿qué queréis?
—Quiero... quiero... —Norte cabeceó—. No lo
sé. Ya no sé lo que quiero.
Cortés desayunó con el gran tlatoani, Al
varado y fray Bartolomé. Para desayunar tenían tortillas de maíz
con miel y una gran variedad de carnes: venado, perro, pavo y aves
de caza. En cuanto acabaron de comer, les sirvieron chocolate.
Luego, las mujeres que les habían servido, les lavaron las manos y
les untaron los pies con aceite de copal.
En cuanto se retiraron las criadas, Cortes
llamó a La Malinche.
—Mali, quiero que le digáis a Moctezuma que
he venido para saber si ha hecho algún progreso en el tema del
Templo Mayor.
—Necesito un poco más de tiempo —respondió
el gran tlatoani, como siempre hacía cada vez que Cortés se
interesaba por el asunto—. Es algo que no tiene una solución
inmediata.
Moctezuma llevaba semanas retrasando la
decisión, y Cortés se lo había permitido. La Malinche se preguntó
cuándo se produciría el enfrentamiento decisivo, o si éste llegaría
a producirse.
—Decidle que mis capitanes insisten cada día
más —manifestó el comandante—. No puedo seguir conteniéndoles. Hay
que hacer algo ahora.
El gran tlatoani
obsequió a La Malinche con una sonrisa astuta. «Todavía tiene poder
—se dijo la muchacha—. Disfruta con los apuros de Cortés. Sabe que
no se atreverá a actuar contra los sacerdotes sin su
consentimiento. Sería un suicidio.»
—Decidle al señor Malintzin que esperar es
lo más beneficioso para sus intereses —afirmó Moctezuma.
La Malinche tradujo el comentario. «Esto
sólo es un juego— pensó—Creo que a mi señor Cortés lo que más le
preocupa ahora es el oro. Deja que Moctezuma le manipule. La
codicia Ir domina.»
El capitán general permaneció callado
durante unos minutos. La joven advirtió la reveladora palidez de tu
rostro, el furioso latir de la vena en la sien.
—Poco después de invitarle a nuestro palacio
—dijo Corté*—, me prometió que cesarían los sacrificios humanos He
tenido mucha paciencia. Pero se ha agotado el tiempo de
espera.
La Malinche sintió cómo la excitación
vibraba en su pecho Puede que por fin hubiera llegado el
momento.
—Mi señor está muy furioso —le comunicó a
Moctezuma— Se ha cansado de esperar.
—La decisión no es mía —señaló el gran
tlatoani con una sonrisa servil—. No
podéis cometer el sacrilegio de atacar nuestro templo Los dioses se
mostrarían furiosos. Quizá no vacilarían en quitarnos la vida a
todos.
¿Cuánto tiempo llevaban haciendo esto,
pasándose la responsabilidad del Templo Mayor, como un ascua?
¿Cuándo mi señor volverá a ser? un dios? ¿Cuándo dejará de lado su
codicia por el oro y traerá el espíritu de la madre y el niño a
Tenochtitlan? Tradujo las palabras de Moctezuma.
—Está jugando conmigo, Marina —murmuró
Cortés
—Sí, mi señor.
La vieja expresión, la fría ferocidad que
recordaba de Cempoallan y Cholula, apareció en su rostro una vez
más. Fray Bartolomé también lo vio y se inclinó hacia el
comandante, con la intención de aplacar La tormenta.
—No debemos actuar temerariamente —susurro—.
Día a día hacemos nuevos progresos con mi señor Moctezuma. A través
de dona Marina le hemos enseñado el credo en su idioma, incluso el
Padre Nuestro
Cortés le miró sin disimular su
desprecio.
—Mi señor, sabéis cuánto deploro su
diabólica religión —intervino Alvarado—, pero no considero que éste
sea el momento adecuado para insistir en el tema del templo. En el
cuarto del tesoro no cabe ni una onza de oro más. ¡No podemos
arriesgarnos a perderlo! Portocarrero no tardará en regresar de
España con refuerzos. Entonces, estaremos en condiciones de imponer
nuestras exigencias.
El capitán general negó con la cabeza.
—No podemos continuar con esta situación, y
al mismo tiempo, salvar nuestro honor. Ya hemos hecho bastante por
nosotros mismos. Ahora debemos hacer algo por el Señor.
Se levantó y sin decir nada más, abandonó la
estancia. Fray Bartolomé y Al varado le miraron, dominados por el
temor de que, finalmente, el capitán general los llevaría al
abismo.