75

 

EL reparto del tesoro tuvo lugar en el patio del palacio, y en presencia del notario real. Cortés se encaramó en uno de los carretones utilizados para el transporte de la artillería. De inmediato, el silencio reinó en la tropa. Éste era el momento que habían estado esperando, cuando sabrían cuánto de aquel fabuloso tesoro que habían visto sería suyo. Cada uno de ellos tenía muy claro lo que haría con su parte cuando regresara a Cuba, a Extremadura o a Castilla.
Habían abierto el cuarto del tesoro, y todo el botín había sido fundido para facilitar el reparto. Las estatuillas de oro, las joyas y los collares de jade y turquesas, los tocados y las máscaras, todo lo habían fundido en lingotes marcados con el sello real. No se había asignado valor alguno al trabajo de los orfebres ni a los vestidos y objetos hechos con plumas. Únicamente el oro y las piedras preciosas servirían para comprar tierras, poder y mujeres.
—Soy consciente de que todos esperáis ansiosos la recompensa por vuestros esfuerzos —comenzó el capitán general—. Habéis luchado con valor y denuedo, y habéis demostrado una gran lealtad. Os felicito.
Un murmullo de asentimiento se alzó de la tropa. Sí, habían luchado como valientes, y si los sufrimientos fueran diamantes ahora todos serían Grandes de España.
Cortés cogió un pergamino y comenzó a leer:
—Hemos pesado el tesoro que encontramos en la cámara secreta, además de los regalos que nos ha hecho Moctezuma hasta el presente. El valor estimado es de trescientas mil coronas.
Sonaron gritos de entusiasmo. ¡Trescientas mil coronas! ¡Una fortuna inimaginable!
—De esta cantidad debemos deducir el quinto real, y otro quinto, para el capitán general del ejército, tal como aceptasteis que se haría en Veracruz.
«O sea que Cortés se ha hecho con sesenta mil coronas —pensó Benítez—. No está nada mal.»
—Eso nos deja la suma de ciento ochenta mil coronas. De esto hemos de deducir mis gastos para organizar la expedición en Cuba y debemos separar otra cantidad para compensar al gobernador de Cuba, y asegurarnos de que no os cause más problemas a ninguno de vosotros. También hay una parte para la Santa Iglesia y una recompensa adicional para los que trajeron con ellos sus caballos, que demostraron ser un factor decisivo en nuestras victorias en el río Tabasco y en Tlaxcala Asimismo hay una consideración especial para los hombres que viajaron a España para defender nuestras peticiones en la corte de Toledo.
«Bien —se dijo Benítez—, eso significa que todos los jefes y capitanes, excepto quizás Ordaz y Mejía, recibirán pingües comisiones. Eso asegurará su lealtad.»
—Eso nos deja la suma de sesenta y cuatro mil coronas.
Un murmullo de aprensión sonó entre quienes esperaban.
—Hemos dejado aparte diez mil coronas para las familias de los desaparecidos desde el comienzo de la expedición. Hemos dividido el resto entre los que estáis aquí presentes, sin olvidarnos de los cien que permanecen en el fuerte de Veracruz y asignando una participación doble para quienes aportaron arcabuces y ballestas. —Cortés hizo una pausa para consultar la cifra final—. Por lo tanto, a cada uno le corresponden cien coronas.
Se desató un griterío tremendo. Los hombres maldecían a voz en cuello y agitaban furiosos los puños en un claro gesto de amenaza hacia el comandante. Pasaron varios minutos antes de que se restableciera el orden.
—¿Es necesario causar tanto escándalo por tan poca cosa? —gritó Cortés—. ¡Este magro tesoro no es nada comparado con lo que ganaremos en el futuro! ¡Hay centenares de ciudades llenas de tesoros en esta tierra y otras tantas minas de oro!
—¡Pero cuando hagáis las partes, una vez más recibiremos los mendrugos del banquete! —Era Norte quien había protestado.
¡Silencio! —ordenó Cortés—. ¡Tened cuidado con vuestra lengua o mandaré que os castiguen!
¡Cien coronas no me comprarán una espada nueva! —gritó otro.
¡El reparto ha sido hecho de acuerdo con la ley! —replicó Cortés—. ¡Os arrepentiréis de vuestra codicia!
Se apeó del carretón y se alejó en medio de los insultos de los soldados.
—Cien coronas —le dijo Norte a Benítez—. ¿Para recibir esto hemos arriesgado tanto?
—No creía que el oro os importara.
—No soy más que un sucio indio, desde luego. Pero, ¿qué pasa con los demás? Flores perdió un ojo. Guzmán parte de una mano en Tlaxcala. ¿Le siguieron hasta el infierno por cien coronas?
El capitán se encogió de hombros ante la protesta.
—Lo discutiré con él, Norte, pero no creo que sirva de nada. ¿Creéis que estoy contento?
—Sois uno de sus capitanes. ¡Se ocupará de vos!
—Me ocuparé de que recibáis una recompensa justa, Norte. Aunque la tenga que pagar de mi bolsillo.
—No quiero nada de vos, Benítez.
—Entonces, ¿qué queréis?
—Quiero... quiero... —Norte cabeceó—. No lo sé. Ya no sé lo que quiero.

 

Cortés desayunó con el gran tlatoani, Al varado y fray Bartolomé. Para desayunar tenían tortillas de maíz con miel y una gran variedad de carnes: venado, perro, pavo y aves de caza. En cuanto acabaron de comer, les sirvieron chocolate. Luego, las mujeres que les habían servido, les lavaron las manos y les untaron los pies con aceite de copal.
En cuanto se retiraron las criadas, Cortes llamó a La Malinche.
—Mali, quiero que le digáis a Moctezuma que he venido para saber si ha hecho algún progreso en el tema del Templo Mayor.
—Necesito un poco más de tiempo —respondió el gran tlatoani, como siempre hacía cada vez que Cortés se interesaba por el asunto—. Es algo que no tiene una solución inmediata.
Moctezuma llevaba semanas retrasando la decisión, y Cortés se lo había permitido. La Malinche se preguntó cuándo se produciría el enfrentamiento decisivo, o si éste llegaría a producirse.
—Decidle que mis capitanes insisten cada día más —manifestó el comandante—. No puedo seguir conteniéndoles. Hay que hacer algo ahora.
El gran tlatoani obsequió a La Malinche con una sonrisa astuta. «Todavía tiene poder —se dijo la muchacha—. Disfruta con los apuros de Cortés. Sabe que no se atreverá a actuar contra los sacerdotes sin su consentimiento. Sería un suicidio.»
—Decidle al señor Malintzin que esperar es lo más beneficioso para sus intereses —afirmó Moctezuma.
La Malinche tradujo el comentario. «Esto sólo es un juego— pensó—Creo que a mi señor Cortés lo que más le preocupa ahora es el oro. Deja que Moctezuma le manipule. La codicia Ir domina.»
El capitán general permaneció callado durante unos minutos. La joven advirtió la reveladora palidez de tu rostro, el furioso latir de la vena en la sien.
—Poco después de invitarle a nuestro palacio —dijo Corté*—, me prometió que cesarían los sacrificios humanos He tenido mucha paciencia. Pero se ha agotado el tiempo de espera.
La Malinche sintió cómo la excitación vibraba en su pecho Puede que por fin hubiera llegado el momento.
—Mi señor está muy furioso —le comunicó a Moctezuma— Se ha cansado de esperar.
—La decisión no es mía —señaló el gran tlatoani con una sonrisa servil—. No podéis cometer el sacrilegio de atacar nuestro templo Los dioses se mostrarían furiosos. Quizá no vacilarían en quitarnos la vida a todos.
¿Cuánto tiempo llevaban haciendo esto, pasándose la responsabilidad del Templo Mayor, como un ascua? ¿Cuándo mi señor volverá a ser? un dios? ¿Cuándo dejará de lado su codicia por el oro y traerá el espíritu de la madre y el niño a Tenochtitlan? Tradujo las palabras de Moctezuma.
—Está jugando conmigo, Marina —murmuró Cortés
—Sí, mi señor.
La vieja expresión, la fría ferocidad que recordaba de Cempoallan y Cholula, apareció en su rostro una vez más. Fray Bartolomé también lo vio y se inclinó hacia el comandante, con la intención de aplacar La tormenta.
—No debemos actuar temerariamente —susurro—. Día a día hacemos nuevos progresos con mi señor Moctezuma. A través de dona Marina le hemos enseñado el credo en su idioma, incluso el Padre Nuestro
Cortés le miró sin disimular su desprecio.
—Mi señor, sabéis cuánto deploro su diabólica religión —intervino Alvarado—, pero no considero que éste sea el momento adecuado para insistir en el tema del templo. En el cuarto del tesoro no cabe ni una onza de oro más. ¡No podemos arriesgarnos a perderlo! Portocarrero no tardará en regresar de España con refuerzos. Entonces, estaremos en condiciones de imponer nuestras exigencias.
El capitán general negó con la cabeza.
—No podemos continuar con esta situación, y al mismo tiempo, salvar nuestro honor. Ya hemos hecho bastante por nosotros mismos. Ahora debemos hacer algo por el Señor.
Se levantó y sin decir nada más, abandonó la estancia. Fray Bartolomé y Al varado le miraron, dominados por el temor de que, finalmente, el capitán general los llevaría al abismo.
La princesa azteca
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