Prólogo
PAINALA,
cerca de Coatzacoalcos
La mujer miró en la oscuridad, escuchando
los sonidos de su propio funeral.
Era la octava guardia de la noche, cuando
las ánimas rondan y los demonios sin cabeza persiguen a los
viajeros solitarios en los caminos. Malinalli yacía atada de pies y
manos en el suelo de la choza de adobe. Habían apilado contra las
paredes los canastos de mimbre con las vainas de vainilla, que
impregnaban el aire con su olor empalagoso.
Una lechuza volvió su gran cabeza y la
observó desde la viga de cedro donde estaba posada. Los grandes
ojos amarillos parpadearon lentamente. Un presagio: la lechuza era
una enviada de Mictlantecuhtli, el señor de la región de los
muertos, para comunicarle que la esperaba.
«Mi madre me echará de este mundo sin
siquiera darme lo que necesito para pagar mi tránsito por el pasaje
angosto», pensó Malinalli; una vez más intentó soltarse, pero las
correas alrededor de las muñecas y los tobillos se le hundieron
todavía más en la carne. Se echó a llorar.
Su madre la quería muerta.
Cerró los ojos y escuchó los sonidos
fúnebres: el profundo rumor de las conchas, el ruido a hueco de los
tambores huehuetl, las estridencias de
los silbos. Oyó que alguien gritaba su nombre y enseguida el
chisporroteo de las llamas. El cadáver de otra joven ardía en la
hoguera en lugar del de ella.
El aullar del viento del este la consoló. En
el momento de mayor peligro, Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada,
señor de la sabiduría, velaba por ella.
Oyó pasos y murmullos acercándose a la
choza. Parpadeó varias veces y buscó en las sombras.
El súbito destello de una tea de pino la
deslumbró. Eran tres. Ella les conocía; traficantes de esclavos de
Xicallanco. Habían estado en la aldea muchas veces; su padre
siempre los trataba con desdén. Uno había perdido un ojo y la carne
alrededor de la cicatriz tenía un color rosado que parecía
sebo.
La luz de las antorchas dejaba sus rostros
en sombras. «Aquí está», dijo el hombre tuerto.
Malinalli intentó gritar, pero se ahogó con
la mordaza. Uno de los hombres se echó a reír y el tuerto le ordenó
que se callara. Sin embargo, La muchacha se dio cuenta de que no
era necesario. Para el caso, daba lo mismo que estuvieran drogados
de peyote y se desgañitaran gritando, pues nadie les oiría por
encima de los tambores fúnebres.
Entre todos la levantaron con facilidad y la
sacaron de la choza, donde reinaba la oscuridad. Volvió a sonar el
aullido del viento. Era Quetzalcóatl que rugía con furia.
Se dijo a sí misma que no debía tener miedo.
Éste no era el final que su padre le había profetizado. Ella, Ce
Malinalli, encontraría su destino en la tragedia; ella era el
tambor que marcaría el ocaso de Moctezuma, su futuro estaba con los
dioses.
Su destino estaba con la Serpiente
Emplumada.