14

 

BENÍTEZ se helaba en el calor sofocante del paravientos. El blanco de los ojos se le había vuelto amarillo, y sudaba tanto que la piel parecía cubierta de espuma. Su cuerpo se retorcía y saltaba en las garras de la fiebre, los dientes le castañeteaban violentamente, y, de vez en cuando, chillaba furioso contra los fantasmas que le atormentaban.
—¿Lo ves? —dijo Flor de Lluvia, arrodillada junto al camastro—. Tiene la fiebre de los pantanos. En un momento se abrasa y el siguiente se hiela. El hombre búho de los españoles vino y le sacó un poco de sangre para el sacrificio a su dios. —Cogió la mano de Benítez y la acarició como si fuera un pájaro herido—. Lleva así dos días.
Malinalli se arrodilló junto a la muchacha, sorprendida por aquella muestra de afecto.
—¿Qué quieres que haga, hermanita?
—Tú eres hechicera. Puedes ayudarlo.
—No soy una hechicera. Mi madre me enseñó la medicina que hay en las hierbas cuando era una niña. Pero eso no es ninguna magia.
—Pero, ¿podrás ayudarlo?
—Creía que no te importaba tu señor peludo.
Flor de Lluvia cogió el trapo que cubría la frente de Benítez, lo sumergió en un bol con agua, y le enjugó el sudor de la cara y el pecho mientras buscaba una respuesta.
—¿Entonces qué debo hacer? ¿Dejarle morir?
—Quizá si muere, Cortés te entregue a Norte.
—¿Lo sabes? —exclamó Flor de Lluvia, sorprendida.
—He visto cómo le miras. Debes tener mucho cuidado, hermanita. Para los españoles, Benítez es tu marido. Si compartes tu cueva con Norte, quién sabe lo que harán contigo.
Flor de Lluvia se mordió el labio inferior. El sudor le empapaba las sienes.
—¿Todavía quieres que te ayude? —La joven asintió—. De acuerdo, te enseñaré lo que debes hacer. Hay una planta que crece cerca del estanque donde nos bañamos. Debes machacar las hojas, hervirlas en agua limpia y hacer que beba la cocción. Esto es lo que he hecho con todos los soldados que tenían la fiebre de los pantanos.
—¿Se curará?
—Eso no nos corresponde a nosotras decidirlo. Algunos de los otros se han curado. Si pasa esta noche, quizá viva.
Malinalli se levantó.
—Verás, madrecita, él no es un dios.
—Cuando la Serpiente Emplumada salió de Tollan, marchó a través de las montañas con un ejército de topos y enanos. Los dioses casi nunca viajan en compañía de otros dioses. Estos hombres sólo son sus ayudantes.
—¿Tú también eres ahora una de sus ayudantes?
Una ráfaga ardiente sacudió la lona del paravientos. Una banda de monos capuchinos inició una pelea en las palmeras.
Malinalli no respondió.
—Tu dios sería mudo sin ti —susurró Flor de Lluvia—. ¿A ti no te resulta extraño?
Malinalli pensó en lo que le había dicho su padre cuando era una niña, en la promesa y la profecía.
—No, hermanita. Creo que es el destino.

 

Aquel mismo día, durante la tarde, Alvarado tomó posesión formal del lugar donde se encontraban en nombre de Su Majestad Carlos I. Bautizó la ciudad con el nombre de Villa Rica de la Vera Cruz.
Los hombres estallaron en una ovación, incluso aquellos que anteriormente había deseado regresar a Cuba. Después de todo, como había dicho Cortés, la rueda de oro debía de ser sólo el principio. Si continuaban fundando nuevas ciudades, llegaría un momento en que hasta el último de dios sería alcalde.
El cargo de juez supremo y capitán general de la nueva provincia fue declarado vacante. Por unanimidad, se lo ofrecieron a Hernán Cortés, quien lo aceptó humildemente.
La princesa azteca
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