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NARVÁEZ yacía sobre la mesa
del cirujano, con un trapo empapado de sangre en el ojo izquierdo.
Tenía el rostro y la barba manchados de sangre seca. Le habían
puesto grilletes en las muñecas.
Cortés apartó la lona de la entrada de la
tienda. Le faltaba un poco el resuello. La lluvia y el sudor le
pegaban el pelo al cráneo. La armadura resplandecía a la luz de las
velas. Empuñaba la espada en la mano derecha. Permaneció un momento
en la entrada, contemplando a su enemigo. Narváez abrió el ojo
bueno.
—¿Pretendéis asesinarme? —preguntó.
—Sois mi prisionero —respondió el capitán
general—. No tenéis nada que temer. Os he puesto bajo mi
protección.
Narváez pareció tranquilizarse al escuchar
sus palabras.
En aquel momento, Velázquez de León apareció
junto a su comandante.
—Tenemos dos muertos contra quince de ellos
—informó en voz baja—. Hay unos ciento cincuenta heridos por ambos
bandos.
El conquistador asintió, y luego volvió a
dirigirse a Narváez.
—¿Veis lo que habéis conseguido?
Narváez hizo caso omiso de la
acusación.
—Vencerme ha sido una hazaña heroica
—comentó.
—¿Eso creéis? Lo considero como el más pobre
de mis logros en Nueva España —replicó Cortés.
El enviado de Velázquez advirtió la
presencia de La Malinche.
—¿Quién es ésa? ¿Es vuestra puta?
—¡Puta tu madre! ¡No soy la puta de
nadie!
—Habla castellano lo mismo que vos o yo,
Narváez —dijo Cortés—, y varias lenguas más. Haríais bien en no
indisponeros con ella, porque ahora os dejo a su cuidado.
El conquistador se marchó. La tormenta había
amainado y una ligera llovizna caía suavemente sobre la lona de la
tienda. Narváez permaneció en silencio durante mucho rato, y La
Malinche creyó que había perdido el conocimiento. Dio un respingo
cuando el herido le habló de pronto.
—¿Sabéis quién es ese hombre? —preguntó
Narváez.
La muchacha no respondió a la
pregunta.
—En Cuba le llamamos Cortesillo. Tiene una
encomienda donde cría unas pocas vacas. Estudió algo de leyes en la
universidad de Salamanca y se cree que es un abogado. Velázquez,
como tonto que es, lo nombró magistrado en Santiago de Cuba.
Después ganó unos dinerillos lavando oro en el río Duabán, y creyó
ser el Grande de Valladolid. Entonces, el gobernador lo puso al
mando de una pequeña expedición que debía recorrer la costa, y
ahora se cree que es un gran general y explorador.
—Aquí ha hecho grandes cosas —señaló La
Malinche—. Heroicidades,
—Entonces debemos de estar hablando de otro
Cortés.
—Quizás entre el país de las Nubes del que
habláis y éste otro, un dios entró en su cuerpo. Porque se ha
comportado como un dios.
Narváez gruñó, atormentado por el dolor de
la herida.
—¿Dónde está ese condenado cirujano?
—Inspiró con fuerza y retuvo el aire en los pulmones durante unos
momentos antes de soltarlo poco a poco para aliviar el dolor—. Ese
«dios* del que habláis traicionó a su señor en Cuba. Lo enviaron
aquí a explorar la costa, y no para que intentara una invasión con
quinientos hombres, y pretendiera quedarse con todo el oro. Por
supuesto, Velázquez sospechó de sus intenciones. Recibió informes
de los preparativos que estaba haciendo Cortés, más de los
necesarios para la expedición. Intentó detenerlo pero Cortés había
adelantado la salida. Es un fanfarrón, un traidor y un
ladrón.
Narváez volvió la cabeza para mirar a la
muchacha. Pero había desaparecido. La Malinche había abandonado la
tienda para ir en busca de Cortés.
El capitán general estaba solo, con la capa
sobre los hombros. Miraba absorto las primeras luces del alba. Los
restos de la batalla cubrían la plaza. El olor del humo que se
levantaba de los rescoldos del templo incendiado se extendía por
todas partes.
—Mi señor —dijo La Malinche.
—¿Qué te ha dicho Narváez de mí?
—Dice que no eres más que un hombre.
—En eso tiene toda la razón.
La muchacha se acercó. La selva comenzaba a
despertar. Los cantos de los pájaros, el zumbar de los
insectos.
—No lo creo.
—Chiquita, ¿por qué insistes en convertirme
en algo que no soy? —manifestó el conquistador—. Soy el hijo de un
pobre hidalgo. ¿Has visto cómo viven los campesinos pobres de esta
tierra, que abonan los campos con sus excrementos, que se visten
con taparrabos y que sólo comen tortillas de maíz y papillas de
amaranto? Sin embargo, cualquiera de ellos, hasta el más humilde,
disfruta de una vida mucho mejor de la que he tenido. Nací en la
región más pobre de España, una llanura ardiente durante el verano,
un lodazal helado durante el invierna Mi familia tiene su escudo de
armas, pero nuestro mayor lujo era comer tocino y huevos algún
domingo que otro. Cuando estaba en la universidad llevaba las
calzas remendadas mientras que mis amigos vestían prendas finas y
se reían a mis espaldas.
»Pero era rico en sueños. Soñaba con salir
de la pobreza. No soñaba con tener dinero, sino con las riquezas de
un Grande o incluso de un rey. Siempre supe que era mucho más de lo
que parecía ser. Ese conocimiento estaba clavado en mi corazón como
una espina, y hasta ahora no ha dejado de pincharme.
»Siempre he creído que con valor y decisión
cualquier hombre puede cambiar su situación. Aquí, en México, me he
transformado. Me he convertido en más de lo que era. Aquí ya no soy
Cortesillo, el mujeriego, el fanfarrón, el jugador, el pequeño
propietario y el estudiante de leyes. Aquí soy el señor Malintzin.
Aquí y ahora, el señor Malintzin ha derrotado a hombres orgullosos
que no se hubieran dignado a hablarme en las calles de Salamanca o
Toledo. Aquí... aquí soy un rey.
La Malinche se acercó un poco más y él la
abrigó con la capa. Su cuerpo ardía como una hoguera. La mayor
parte de lo que le había dicho ella ya lo sabía o lo había
adivinado. Los dioses le habían escogido. Pobre Flor de Lluvia. No
tenía idea del terrible pecado que había estado a punto de
cometer.
«Me pregunto dónde estarás ahora, hermanita.
Si no hubieras escapado podría haberte protegido. Nadie tenía por
qué saberlo. Nadie sospechó que una mujer mexica pudiera
arriesgarse a hacer algo así. Yo no hubiera mencionado tu nombre ni
aunque me hubiesen torturado. ¿Por qué lo hiciste? Si no hubieses
comido la carne de los dioses... Te volvió loca. Me pregunto dónde
estarás ahora.»
Cortés estaba sentado en un banco de piedra.
El calor del sol levantaba nubecillas de vapor de la capa color
naranja que le cubría los hombros. Los oficiales y soldados de
Narváez esperaban formados en fila para presentarle sus respetos y
jurarle fidelidad. A cambio, el capitán general les había prometido
que les devolverían los caballos y las armas. Sólo Narváez y
Salvatierra no se beneficiaron de la amnistía. Había ordenado que
los encerraran en los calabozos de Veracruz.
Había sido una gran victoria. La Virgen
había velado por él una vez más. El aguacero había ocultado el
avance y las nubes de luciérnagas habían engañado a los hombres de
Narváez haciéndoles creer que eran las mechas de centenares de
arcabuceros. Además, la lluvia había mojado la pólvora de los
cañones.
Cortés había ayudado a la fortuna con los
castellanos de oro que Velázquez de León había llevado al
campamento enemigo unos días antes. Habían servido para comprar la
lealtad de muchos de los oficiales de Narváez antes de comenzar la
batalla, y había puesto cera en los orificios de las mechas de los
cañones.
Ahora, la aparición de Narváez y su ejército
no representaba un final sino un nuevo principio. Cortés contaba
ahora con un ejército de mil trescientos hombres y un centenar de
caballos. Los suficientes, sin duda alguna, para consolidar su
futuro en Nueva España.
Después de recibir sus juramentos, se subió
al banco para arengarlos. Les dio las gracias por su apoyo y les
prometió una entrada triunfal en Tenochtitlan.
—¡Seréis recibidos en loor de multitudes!
—vociferó para hacerse escuchar entre los gritos de entusiasmo—.
¡Os colmarán de regalos! ¡La gente nos aclama allí donde vamos, y
todo México se inclina a mis pies! ¡No podéis imaginaros la gloria
que os espera!