88

 

NARVÁEZ yacía sobre la mesa del cirujano, con un trapo empapado de sangre en el ojo izquierdo. Tenía el rostro y la barba manchados de sangre seca. Le habían puesto grilletes en las muñecas.
Cortés apartó la lona de la entrada de la tienda. Le faltaba un poco el resuello. La lluvia y el sudor le pegaban el pelo al cráneo. La armadura resplandecía a la luz de las velas. Empuñaba la espada en la mano derecha. Permaneció un momento en la entrada, contemplando a su enemigo. Narváez abrió el ojo bueno.
—¿Pretendéis asesinarme? —preguntó.
—Sois mi prisionero —respondió el capitán general—. No tenéis nada que temer. Os he puesto bajo mi protección.
Narváez pareció tranquilizarse al escuchar sus palabras.
En aquel momento, Velázquez de León apareció junto a su comandante.
—Tenemos dos muertos contra quince de ellos —informó en voz baja—. Hay unos ciento cincuenta heridos por ambos bandos.
El conquistador asintió, y luego volvió a dirigirse a Narváez.
—¿Veis lo que habéis conseguido?
Narváez hizo caso omiso de la acusación.
—Vencerme ha sido una hazaña heroica —comentó.
—¿Eso creéis? Lo considero como el más pobre de mis logros en Nueva España —replicó Cortés.
El enviado de Velázquez advirtió la presencia de La Malinche.
—¿Quién es ésa? ¿Es vuestra puta?
—¡Puta tu madre! ¡No soy la puta de nadie!
—Habla castellano lo mismo que vos o yo, Narváez —dijo Cortés—, y varias lenguas más. Haríais bien en no indisponeros con ella, porque ahora os dejo a su cuidado.
El conquistador se marchó. La tormenta había amainado y una ligera llovizna caía suavemente sobre la lona de la tienda. Narváez permaneció en silencio durante mucho rato, y La Malinche creyó que había perdido el conocimiento. Dio un respingo cuando el herido le habló de pronto.
—¿Sabéis quién es ese hombre? —preguntó Narváez.
La muchacha no respondió a la pregunta.
—En Cuba le llamamos Cortesillo. Tiene una encomienda donde cría unas pocas vacas. Estudió algo de leyes en la universidad de Salamanca y se cree que es un abogado. Velázquez, como tonto que es, lo nombró magistrado en Santiago de Cuba. Después ganó unos dinerillos lavando oro en el río Duabán, y creyó ser el Grande de Valladolid. Entonces, el gobernador lo puso al mando de una pequeña expedición que debía recorrer la costa, y ahora se cree que es un gran general y explorador.
—Aquí ha hecho grandes cosas —señaló La Malinche—. Heroicidades,
—Entonces debemos de estar hablando de otro Cortés.
—Quizás entre el país de las Nubes del que habláis y éste otro, un dios entró en su cuerpo. Porque se ha comportado como un dios.
Narváez gruñó, atormentado por el dolor de la herida.
—¿Dónde está ese condenado cirujano? —Inspiró con fuerza y retuvo el aire en los pulmones durante unos momentos antes de soltarlo poco a poco para aliviar el dolor—. Ese «dios* del que habláis traicionó a su señor en Cuba. Lo enviaron aquí a explorar la costa, y no para que intentara una invasión con quinientos hombres, y pretendiera quedarse con todo el oro. Por supuesto, Velázquez sospechó de sus intenciones. Recibió informes de los preparativos que estaba haciendo Cortés, más de los necesarios para la expedición. Intentó detenerlo pero Cortés había adelantado la salida. Es un fanfarrón, un traidor y un ladrón.
Narváez volvió la cabeza para mirar a la muchacha. Pero había desaparecido. La Malinche había abandonado la tienda para ir en busca de Cortés.
El capitán general estaba solo, con la capa sobre los hombros. Miraba absorto las primeras luces del alba. Los restos de la batalla cubrían la plaza. El olor del humo que se levantaba de los rescoldos del templo incendiado se extendía por todas partes.
—Mi señor —dijo La Malinche.
—¿Qué te ha dicho Narváez de mí?
—Dice que no eres más que un hombre.
—En eso tiene toda la razón.
La muchacha se acercó. La selva comenzaba a despertar. Los cantos de los pájaros, el zumbar de los insectos.
—No lo creo.
—Chiquita, ¿por qué insistes en convertirme en algo que no soy? —manifestó el conquistador—. Soy el hijo de un pobre hidalgo. ¿Has visto cómo viven los campesinos pobres de esta tierra, que abonan los campos con sus excrementos, que se visten con taparrabos y que sólo comen tortillas de maíz y papillas de amaranto? Sin embargo, cualquiera de ellos, hasta el más humilde, disfruta de una vida mucho mejor de la que he tenido. Nací en la región más pobre de España, una llanura ardiente durante el verano, un lodazal helado durante el invierna Mi familia tiene su escudo de armas, pero nuestro mayor lujo era comer tocino y huevos algún domingo que otro. Cuando estaba en la universidad llevaba las calzas remendadas mientras que mis amigos vestían prendas finas y se reían a mis espaldas.
»Pero era rico en sueños. Soñaba con salir de la pobreza. No soñaba con tener dinero, sino con las riquezas de un Grande o incluso de un rey. Siempre supe que era mucho más de lo que parecía ser. Ese conocimiento estaba clavado en mi corazón como una espina, y hasta ahora no ha dejado de pincharme.
»Siempre he creído que con valor y decisión cualquier hombre puede cambiar su situación. Aquí, en México, me he transformado. Me he convertido en más de lo que era. Aquí ya no soy Cortesillo, el mujeriego, el fanfarrón, el jugador, el pequeño propietario y el estudiante de leyes. Aquí soy el señor Malintzin. Aquí y ahora, el señor Malintzin ha derrotado a hombres orgullosos que no se hubieran dignado a hablarme en las calles de Salamanca o Toledo. Aquí... aquí soy un rey.
La Malinche se acercó un poco más y él la abrigó con la capa. Su cuerpo ardía como una hoguera. La mayor parte de lo que le había dicho ella ya lo sabía o lo había adivinado. Los dioses le habían escogido. Pobre Flor de Lluvia. No tenía idea del terrible pecado que había estado a punto de cometer.
«Me pregunto dónde estarás ahora, hermanita. Si no hubieras escapado podría haberte protegido. Nadie tenía por qué saberlo. Nadie sospechó que una mujer mexica pudiera arriesgarse a hacer algo así. Yo no hubiera mencionado tu nombre ni aunque me hubiesen torturado. ¿Por qué lo hiciste? Si no hubieses comido la carne de los dioses... Te volvió loca. Me pregunto dónde estarás ahora.»
Cortés estaba sentado en un banco de piedra. El calor del sol levantaba nubecillas de vapor de la capa color naranja que le cubría los hombros. Los oficiales y soldados de Narváez esperaban formados en fila para presentarle sus respetos y jurarle fidelidad. A cambio, el capitán general les había prometido que les devolverían los caballos y las armas. Sólo Narváez y Salvatierra no se beneficiaron de la amnistía. Había ordenado que los encerraran en los calabozos de Veracruz.
Había sido una gran victoria. La Virgen había velado por él una vez más. El aguacero había ocultado el avance y las nubes de luciérnagas habían engañado a los hombres de Narváez haciéndoles creer que eran las mechas de centenares de arcabuceros. Además, la lluvia había mojado la pólvora de los cañones.
Cortés había ayudado a la fortuna con los castellanos de oro que Velázquez de León había llevado al campamento enemigo unos días antes. Habían servido para comprar la lealtad de muchos de los oficiales de Narváez antes de comenzar la batalla, y había puesto cera en los orificios de las mechas de los cañones.
Ahora, la aparición de Narváez y su ejército no representaba un final sino un nuevo principio. Cortés contaba ahora con un ejército de mil trescientos hombres y un centenar de caballos. Los suficientes, sin duda alguna, para consolidar su futuro en Nueva España.
Después de recibir sus juramentos, se subió al banco para arengarlos. Les dio las gracias por su apoyo y les prometió una entrada triunfal en Tenochtitlan.
—¡Seréis recibidos en loor de multitudes! —vociferó para hacerse escuchar entre los gritos de entusiasmo—. ¡Os colmarán de regalos! ¡La gente nos aclama allí donde vamos, y todo México se inclina a mis pies! ¡No podéis imaginaros la gloria que os espera!
La princesa azteca
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