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EN el momento en que entraron
en sus aposentos, Cortés se quitó la espada y la arrojó a un rincón
de la estancia. Tumbó de un puntapié el escritorio, y luego levantó
el trono que le había regalado Moctezuma y lo estrelló contra la
pared. Varias de las gemas volaron por los aires. Cáceres y los
demás miraron con horror aquel arranque de furia.
—¿Qué está pasando? —preguntó el
conquistador, encarándose a La Malinche.
—Ya no os teme, mi señor —respondió la
muchacha, con voz serena.
—Eso es obvio.
—Quizá tenga algo que ver con el cambio de
estación. Han cesado las lluvias —explicó La Malinche.
El capitán general la miró, extrañado.
—¿Habéis perdido el juicio?
—Es el año nuevo en nuestro calendario, mi
señor.
—¿Qué nuevas brujerías y supersticiones son
éstas?
—Mi señor, hemos llegado a Carencia de Agua,
el primer mes del nuevo año. El año pasado fue Uno Caña, el año de
la Serpiente Emplumada, y un mal año para los reyes. Éste es Dos
Cuchillo de Pedernal, un tiempo más promisorio. Quizá Moctezuma
cree que ha sido más listó que vos. Al demorar su destrucción hasta
ahora, es probable que crea que no debe temer desafiaros. El
calendario está a su favor.
—¿Vos también lo creéis? —preguntó Cortés,
negando con la cabeza en un gesto de incredulidad.
—No, mi señor. Creo en vos.
La furia de Cortés pareció evaporarse. La
besó en la frente.
—Chiquita —murmuró.
«¿Por qué me siento un patéticamente
agradecida por estos ínfimos mendrugos de afecto? —se preguntó La
Malinche—. Sólo acude a mí cuando me necesita y acepto sus pequeñas
y mezquinas atenciones como si fueran montañas de jade. Por lo
visto, me siento ante él tan indefensa como Moctezuma.»
Cortés se apartó cuando Cáceres hizo entrar
a Martín López, un español de elevada estatura, delgado, de barba
rala y las manos más enormes que La Malinche hubiera visto en
hombre alguno.
—López.
—Me habéis mandado llamar, mi señor.
—Así es. —El capitán general no parecía
darse cuenta de los destrozos que había causado. Cáceres se
apresuró a enderezar el trono y Cortés se sentó. López miró con
curiosidad el escritorio tumbado, los pergaminos y la tinta
derramada, pero muy prudentemente no formuló ningún comentario—. Os
enrolasteis en nuestra expedición como soldado, pero Alvarado dice
que en Cuba os ganabais la vida trabajando como carpintero y
maestro de hacha.
—Sí, mi señor. Trabajé un tiempo en los
astilleros de Cádiz.
—Bien. ¿Creéis que podríais construir un
bergantín?
López miró a su comandante sin disimular el
asombro, pero no vaciló en contestar en el acto:
—Quizá, si dispongo de todo lo necesario.
Necesitaría carpinteros.
—En Veracruz tenemos cadenas, velas,
cordamen y brea de la flota que nos vimos forzados a barrenar en
San Juan de Ulúa. ¿Quedarían satisfechas vuestras exigencias si
podéis escoger la madera en el bosque de por aquí, y contarais con
la ayuda de carpinteros mexicas?
—Creo que sí, mi señor. ¿De cuánto tiempo
dispondría?
—No tengo ningún deseo de que os deis prisa.
Trabajad despacio, pero apañaos para dar la impresión de estar muy
ocupado; así los mexicas creerán que la faena marcha a buen ritmo.
¿Lo podéis hacer?
—Como mandéis.
—Comenzaréis inmediatamente. Podéis llevaros
a una docena de nuestros carpinteros. Esto es todo.
—Mi señor... —dijo López. Saludó
respetuosamente y se retiró, asombrado por el súbito ascenso.
Un largo silencio siguió a la marcha de
López.
—Entonces, ¿vamos a marcharnos? —preguntó La
Malinche, incapaz de permanecer callada por más tiempo.
El capitán general se echó a reír.
—No, chiquita. Ésta es mi capital, el
asiento de mi gobierno. No me marcharé de aquí hasta que yo sea el
dueño. Cualquier día de estos, Alonso regresará de España con
refuerzos. Entonces seremos nosotros quienes dictemos los términos
a los mexicas.
—¿Qué pasará si no regresa?
—No escaparé porque mi señor Moctezuma tenga
la temeridad de hacer sonar su sable. Si López construye los dos
bergantines, utilizaré uno para transportar el oro y el otro lo
enviaré a Santo Domingo en busca de más caballos, hombres y armas.
Sea como sea, no dejaré el valle de México.
La Malinche apenas si hizo caso de la
explicación. En innumerables ocasiones había escuchado a Cortés
decir que haría una cosa cuando ella sabía que haría otra. ¿Qué
pasaría si, después de todo, Cortés decidía regresar al país de las
Nubes? ¿Qué pasaría con ella?
Sin Cortés, perdería todo su valor y su
poder. En el mejor, o tal vez en el peor de los casos, se vería
forzada a regresar a la vida doméstica. Pero eso no ocurriría
porque dudaba mucho de que los mexicas le permitieran seguir con
vida. Lo más probable era que terminara sus días con el pecho
abierto en un altar.
—No te inquietes —la tranquilizó Cortés,
abrazándola—. Nunca te abandonaré, chiquita, pase lo que
pase.
La Malinche cerró los ojos y se aferró al
hombre. Cuando él le declaraba su amor el mundo era hermoso y
seguro. Además, ¿cómo podía abandonarla ahora? Estaban unidos con
lazos de sangre. Llevaba a su hijo en las entrañas. Como Coatlicue,
la Madre Serpiente, los futuros dioses nacerían de su cuerpo.
El gigantón de la barba roja, con los brazos
en jarras, vigiló la maniobra de situar la culebrina en la playa
entre dos gabarras. Tenía con él a mil cuatrocientos hombres,
ochenta caballos, más de cien ballesteros y casi el doble de
arcabuceros. La línea de este gran ejército ocupaba toda la playa;
los hombres subían las dunas cargados con las armaduras, las armas
y las cajas de provisiones; los gritos de los sargentos se
mezclaban con el sonido hueco de los cascos de los caballos en la
arena dura y los frenéticos ladridos de los mastines.
Cortés se había propasado. Las órdenes eran
que efectuara algunos reconocimientos costeros y explorara el
terreno. Pero algunos meses atrás, una nave había hecho escala en
una de las islas en su viaje de regreso a España. Varios de los
marineros a bordo habían propagado el rumor de que Cortés había
tenido la osadía de fundar su propia provincia. Por desgracia, las
noticias no habían llegado a Cuba a tiempo para interceptar la nave
y descubrir la verdad de todo el asunto. Bien, si resultaba ser
cierto, él, Pánfilo de Narváez, pondría rápido remedio a aquella
tontería. Los marineros también habían hablado de una ciudad llena
de tesoros. Sería un placer cumplir con su deber y de paso llenarse
los bolsillos de oro.
Pero primero debía resolver el asunto de
Cortés. En las bodegas había cuerda suficiente para ocuparse de
eso.