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HOY se enfrentaba a un Moctezuma diferente. ¿Qué había pasado? se preguntó el conquistador. Parecía confiado, incluso tranquilo, ya no mantenía la cabeza gacha. Estaba reclinado en el ypcalli contemplado las volteretas y las payasadas de los enanos y los jorobados. Los bufones interrumpieron su actuación cuando vieron a los españoles.
Moctezuma les invitó a sentarse, y ordenó que les sirvieran tazas de chocolate humeante. La Malinche ocupó su sitio junto a Cortés, y tradujo las palabras del gran tlatoani, que se interesó por el bienestar de su hija y su sobrina. El comandante respondió amablemente, mientras se preguntaba cuál sería el motivo del cambio de humor del monarca, y hacía lo posible para no demostrar su inquietud.
Por fin, el gran tlatoani se mostró dispuesto a revelar su juego.
—Hay algo que desea discutir —comunicó La Malinche—. Dice que es difícil para él, pero confía en que comprendáis que siempre os ha considerado como su amigo.
«¿Qué estará planeando ahora?», se preguntó Cortés.
—Decidle que yo también tengo su amistad en gran estima, que es como un hermano para mí.
Moctezuma se embarcó en un largo monólogo. Cortés permanecía atento a 1a reacción de La Malinche, que parecía sorprendida. Advirtió que el habitual tono suplicante había desaparecido de la voz del gran tlatoani. Una mala señal.
Por fin, cuando Moctezuma acabó su discurso, La Malinche comenzó la traducción.
—Moctezuma dice que os debe avisar de un gran peligro. Dice que él, personalmente, no desea que sufráis ningún daño pero que sus dioses están muy furiosos con vos. Han presenciado cómo le sacasteis de su palacio por la fuerza, quemasteis a varios de sus jefes en la plaza, robasteis todo su oro y profanasteis sus templos. Los sacerdotes le han dicho que Huitzilopochtli y Tezcatlipoca han anunciado que no pueden permanecer en México mientras vosotros permanezcáis aquí. Antes que aceptar la salida de los dioses, su pueblo se echará sobre vosotros y os matarán a todos, porque adoran a sus dioses, como ya os lo ha dicho muchas veces. El pueblo sólo espera la palabra de Moctezuma. Pero confía en evitar el derramamiento de sangre. Os ofrece la oportunidad de marchar en paz.
—¡Por todos los santos! —exclamó Cortés—. ¿Acaso pretende decirme lo que debo hacer?
—Veamos si es tan arrogante con mi espada en las tripas —manifestó Alvarado.
—Ha jurado fidelidad al rey de España y a la Santa Iglesia —recordó Aguilar—. Lo que dice es una traición.
Cortés levantó una mano para acallar las protestas. ¿Cuántas veces le habían avisado ellos contra su temeridad y ahora, en cambio, deseaban atacar sin conocer las armas del enemigo?
—Chiquita, agradecedle al gran tlatoani su preocupación —dijo, en un tono razonable.
Alvarado no pudo contener un bufido de protesta.
—¡Por las púas de la verga de Satanás! ¿Por qué debemos tolerar las impertinencias de este...
El capitán general le mandó callar con la mirada, y continuó dictándole su frase a La Malinche.
—Le damos las gracias por su preocupación y lamentamos haberle provocado tantos problemas. Decidle que nos marcharemos de inmediato, en cuanto dispongamos de naves para regresar a nuestras tierras. Si nos da su permiso para talar árboles de su bosque y nos facilita algunos de sus carpinteros, comenzaremos ahora mismo la construcción de las naves.
Moctezuma no cabía en sí de gozo. Cortés sabía lo que pensaba: el final de la pesadilla estaba a la vista.
—Mi capitán, nunca nos dejarán marchar —insistió Alvarado—. En el momento que dejemos libre a Moctezuma...
—¡Ya lo sé, pero debemos ganar tiempo! —replicó el comandante. Una vez más se dirigió a La Malinche—. Decidle a Moctezuma que hacemos esta concesión no por miedo de lo que pueda pasarnos, sino poique deseamos salvar a la ciudad de la inevitable destrucción que seguiría a cualquier batalla, y también porque nos preocupa su propia seguridad ya que, sin ninguna duda, él también perecería en caso de un conflicto.
La alegría desapareció inmediatamente del rostro de Moctezuma cuando escuchó la traducción. La amenaza estaba bien clara.
Cortés se levantó sin esperar a que el gran tlatoani cumpliera con la formalidad de dar por acabada la audiencia. Algo había cambiado en el delicado equilibrio de fuerzas. Necesitaba saber qué era.
La princesa azteca
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