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UN rescate digno de un
príncipe en oro, plata y piedras preciosas formaba una pila junto a
sus pies. Cortés intentó no parecer impresionado.
—Se congratulan por vuestras victoria sobre
los tlaxcaltecas —manifestó La Malinche.
—Agradecedle sus buenas palabras. Pero
decidles que todo fue un malentendido. Insistid en que no he venido
aquí para guerrear contra nadie, sino en son de paz.
La Malinche transmitió las palabras al jefe
de los mexicas, un hombre con anillos de jade y ópalo, y más joyas
de jade en las orejas y el labio inferior. Llevaba un gran abanico
de plumas de quetzal y una magnífica capa. Observó a Cortés por
encima de la nariz ganchuda.
«¡Me gustaría enseñarte un poco de
humildad!», pensó Cortés.
—Dicen que no deberíais confiar en los
tlaxcaltecas —añadió la muchacha—. Son personas pérfidas e
insidiosas, y les preocupa que nos asesinen a todos en nuestras
camas.
Cortés sonrió. «Con cuánta, dulzura nos
hablamos», se dijo.
—Agradecedle una vez más su preocupación por
mi bienestar. Pero explicadle que, si los tlaxcaltecas quisieran
traicionarme, yo lo sabría por anticipado porque puedo leer la
mente de los hombres.
Después de traducir esta última frase, La
Malinche mantuvo una rápida conversación con los mexicas. Al
parecer, estaba sorprendida y quería una repetición.
—¿Qué ocurre? —preguntó el comandante.
—Dicen que su Adorado Portavoz, el gran
Moctezuma, desea ofrecen» un tributo anual como muestra de su
amistad. Vos mismos seríais el encargado de fijar el monto en oro,
plata, jade y telas, pagadero cada año. Pero Moctezuma insiste en
que es demasiado peligroso para vos continuar el viaje hacia su
capital, a la vista de los muchos pueblos traicioneros como los
tlaxcaltecas que hay entre este lugar y Tenochtitlan. Por lo tanto,
os ruega que una vez recogido el tributo regreséis al país de las
Nubes, en el este.
«¡Me tiene miedo! —pensó el comandante—. Me
tiene miedo y debe de ser porque él también cree que soy la
misteriosa Serpiente Emplumada. Envía a sus embajadores para que
supliquen, y ahora me ofrece ricos sobornos para que abandone sus
tierra como si yo fuera el comandante de grandes ejércitos y él el
capitán de unos pocos centenares de soldados. Me parece que por
encima de los totonacas y los tlaxcaltecas hay aquí un aliado que
hasta ahora he pasado por alto, un aliado mucho más poderoso que
cualquiera de ellos: la mente de Moctezuma.» Confió en que el
entusiasmo no le traicionara reflejándose en sus facciones.
—Doña Marina, rogadles que transmitan a su
gran señor mi más sincera amistad. Decidle que me encantaría
acceder a los deseos del emperador, pero que estoy obligado a
hablar con Moctezuma en persona. No puedo regresar sin desobedecer
a mi rey.
Los mexicas parecieron desconsolados por la
respuesta. Hubo otra larga discusión. Cortés se preguntó cuáles
serían las verdaderas palabras de La Malinche. «¿Hasta qué punto
embellecerá el mito de que no soy mortal? Es un juego peligroso.
Debo asegurarme de que, con independencia lo que crean los mexicas,
ni una palabra de herejía o sedición salga de mi<¡labios. Debo
permanecer sin mácula.»
—¿Cuál es la respuesta? —le preguntó a la
muchacha.
—Dicen que si vais a acercaros, entonces
ellos os guiarán, por el camino de Cholula. De esa manera, podréis
estar seguro de recibir la bienvenida adecuada.
—Dadle las gracias en mi nombre. Lo pensaré.
Les daré la respuesta en cuanto tome la decisión.
Los mexicas se retiraron, después de saludar
al comandante con grandes muestras de respeto. Cortés les observó
marcharse, abstraído en sus pensamientos. De pronto, advirtió que
sus oficiales esperaban sus órdenes. Llamó a Cáceres, el
mayordomo.
—Ve a buscar a Norte, y dile que
venga.
Norte llevaba el torso ceñido con una venda
roñosa, y el brazo izquierdo en un cabestrillo mugriento. La fiebre
le había dejado hundidas las mejillas. Cortés arrugó la nariz.
Tenía el hedor apestoso de los heridos. Le ordenó a Cáceres que
acercara una silla. Norte no estaba en condiciones de aguantar
mucho tiempo de pie.
Puedes marcharte —le dijo al mayordomo—.
Quiero hablar con el señor Norte a solas. —Cáceres salió en
silencio. Cortés sonrió—. Norte añadió—, necesito vuestra opinión
de experto.
—¿La mía?
—Habéis vivido con los naturales durante
muchos años. Seguramente conocéis muy bien sus costumbres.
—Un poco —admitió Norte.
«Sí, un poco —pensó el comandante—. Lo
suficiente para compartir sus sanguinarios sacrificios y tatuarte
el rostro como un salvaje.» No sentía más que desprecio por un
hombre que había renunciado a su educación cristiana para vivir
entre paganos. Demostraba que no tenía carácter ni fuerza
moral.
—Quiero saber un poco más sobre ese dios...
Serpiente Emplumada.
Norte le miró con una expresión
indescifrable.
—¿Por qué no le preguntáis a doña Marina, mi
señor? Ella está mucho más cualificada que...
—Porque os lo pregunto a vos —le interrumpió
Cortés.
Norte se encogió ante la fría y autoritaria
mirada del capitán.
—No es más que una leyenda —respondió,
alzando los hombros—. Ya sabéis lo supersticiosas que son estas
gentes.
—De todas maneras, quiero conocer mejor la
leyenda.
—Quetzalcóatl, o Serpiente Emplumada, no es
el más importante o el más poderoso de los dioses indígenas pero sí
el más hermoso y se dice que es casi humano. Creen que es alto, con
la piel blanca y que tiene barba. —Hizo una pausa, pero Cortés
permaneció en silencio—. La leyenda dice que en su última
encarnación fue el rey-sacerdote de una ciudad llamada Tollan, la
capital de una antigua raza conocida como los toltecas. Se les
recuerda como una gente de gran cultura y sabiduría, y Serpiente
Emplumada era el más grande de sus señores. Era muy sabio y tan
bondadoso que no mataba a ninguna criatura viva o arrancaba una
flor del suelo. Enseñó a su pueblo el arte de curar y a observar el
movimiento de las estrellas en el cielo. En sus campos crecía el
algodón de todos los colores y las mazorcas del maíz que cultivaban
eran tan grandes que un hombre no podía abarcarlas con los brazos.
La gente dedicaba todas sus horas a la interpretación musical y a
escuchar el canto de los pájaros.
—Continuad.
—La Serpiente Emplumada tenía un rival,
Tezcatlipoca, el dios que llaman el Sacrificado o Espejo Negro que
Humea. Tenía celos de la popularidad de la Serpiente Emplumada. Así
que una noche consiguió emborracharle y le hizo fornicar con su
propia hermana. A la mañana siguiente, Serpiente Emplumada se
sintió dominado por el remordimiento. Fue hasta las playas del mar
oriental y se arrojó a una hoguera. Las cenizas se transformaron en
una bandada de pájaros blancos, que llevaron su corazón a la de la
Falda de Serpiente (Coathcne), la madre de todos los dioses. Luego,
salió intacto de la hoguera, tejió una balsa con mil serpientes y
navegó hacia levante. Prometió que regresaría para traer de nuevo
los buenos tiempos. —Norte se encogió de hombros—. Como os he
dicho, un cuento de niños. Pura superstición.
—¿Una simple superstición es el motivo del
miedo de Moctezuma?
—Moctezuma tiene motivos para estar asustado
—manifestó Norte, sin poder contenerse.
—¿Por qué creéis tal cosa? —preguntó el
capitán general.
—Porque se sienta en el trono de los
toltecas —contestó Norte, después de una leve vacilación—. Los
mexicas absorbieron su cultura y se quedaron con sus tierras. La
mayoría de la gente del pueblo desciende de los toltecas. Moctezuma
probablemente teme que vuestra llegada provoque una rebelión. Por
lo menos, en el fondo de su corazón sabe que es un impostor.
—¿Dónde está la capital de la Serpiente
Emplumada, la tal Tollan?
—Dicen que se encuentra al norte de
Tenochtitlan, pero no es más que una ruina. Su ciudad ahora es
Cholula.
—¿Cholula?
—Incluso yo oí hablar de ella, en Yucatán.
Es una ciudad sagrada, donde se venera a la Serpiente Emplumada.
Decenas de miles de peregrinos van allí cada año.
—Comprendo —murmuró Cortés.
—No es más que una superstición de los
naturales —insistió Norte—. Nunca me creí ni una sola
palabra.
Cortés miró los lóbulos rasgados y los
diabólicos tatuajes en el rostro del renegado.
—No, por supuesto que no. Muchas gracias,
Norte, podéis iros. —En el momento en que Norte se levantaba de la
silla, Cortés añadió inesperadamente—: ¿Cómo está la herida?
—Está cicatrizando.
—Benítez dice que luchasteis con gran valor.
Os reconoce el mérito de salvarle la vida.
Norte se encogió de hombros una vez más. Eso
al menos era cierto. Le había salvado la vida.
—Fue una suerte para él que yo decidiera no
colgarte.
—También lo fue para mí.
Norte se retiró, mientras Cortés esbozaba
una sonrisa. Norte quizás había pasado mucho tiempo con los
salvajes, pero por lo menos conservaba el ingenio.