46

 

UN rescate digno de un príncipe en oro, plata y piedras preciosas formaba una pila junto a sus pies. Cortés intentó no parecer impresionado.
—Se congratulan por vuestras victoria sobre los tlaxcaltecas —manifestó La Malinche.
—Agradecedle sus buenas palabras. Pero decidles que todo fue un malentendido. Insistid en que no he venido aquí para guerrear contra nadie, sino en son de paz.
La Malinche transmitió las palabras al jefe de los mexicas, un hombre con anillos de jade y ópalo, y más joyas de jade en las orejas y el labio inferior. Llevaba un gran abanico de plumas de quetzal y una magnífica capa. Observó a Cortés por encima de la nariz ganchuda.
«¡Me gustaría enseñarte un poco de humildad!», pensó Cortés.
—Dicen que no deberíais confiar en los tlaxcaltecas —añadió la muchacha—. Son personas pérfidas e insidiosas, y les preocupa que nos asesinen a todos en nuestras camas.
Cortés sonrió. «Con cuánta, dulzura nos hablamos», se dijo.
—Agradecedle una vez más su preocupación por mi bienestar. Pero explicadle que, si los tlaxcaltecas quisieran traicionarme, yo lo sabría por anticipado porque puedo leer la mente de los hombres.
Después de traducir esta última frase, La Malinche mantuvo una rápida conversación con los mexicas. Al parecer, estaba sorprendida y quería una repetición.
—¿Qué ocurre? —preguntó el comandante.
—Dicen que su Adorado Portavoz, el gran Moctezuma, desea ofrecen» un tributo anual como muestra de su amistad. Vos mismos seríais el encargado de fijar el monto en oro, plata, jade y telas, pagadero cada año. Pero Moctezuma insiste en que es demasiado peligroso para vos continuar el viaje hacia su capital, a la vista de los muchos pueblos traicioneros como los tlaxcaltecas que hay entre este lugar y Tenochtitlan. Por lo tanto, os ruega que una vez recogido el tributo regreséis al país de las Nubes, en el este.
«¡Me tiene miedo! —pensó el comandante—. Me tiene miedo y debe de ser porque él también cree que soy la misteriosa Serpiente Emplumada. Envía a sus embajadores para que supliquen, y ahora me ofrece ricos sobornos para que abandone sus tierra como si yo fuera el comandante de grandes ejércitos y él el capitán de unos pocos centenares de soldados. Me parece que por encima de los totonacas y los tlaxcaltecas hay aquí un aliado que hasta ahora he pasado por alto, un aliado mucho más poderoso que cualquiera de ellos: la mente de Moctezuma.» Confió en que el entusiasmo no le traicionara reflejándose en sus facciones.
—Doña Marina, rogadles que transmitan a su gran señor mi más sincera amistad. Decidle que me encantaría acceder a los deseos del emperador, pero que estoy obligado a hablar con Moctezuma en persona. No puedo regresar sin desobedecer a mi rey.
Los mexicas parecieron desconsolados por la respuesta. Hubo otra larga discusión. Cortés se preguntó cuáles serían las verdaderas palabras de La Malinche. «¿Hasta qué punto embellecerá el mito de que no soy mortal? Es un juego peligroso. Debo asegurarme de que, con independencia lo que crean los mexicas, ni una palabra de herejía o sedición salga de mi<¡labios. Debo permanecer sin mácula.»
—¿Cuál es la respuesta? —le preguntó a la muchacha.
—Dicen que si vais a acercaros, entonces ellos os guiarán, por el camino de Cholula. De esa manera, podréis estar seguro de recibir la bienvenida adecuada.
—Dadle las gracias en mi nombre. Lo pensaré. Les daré la respuesta en cuanto tome la decisión.
Los mexicas se retiraron, después de saludar al comandante con grandes muestras de respeto. Cortés les observó marcharse, abstraído en sus pensamientos. De pronto, advirtió que sus oficiales esperaban sus órdenes. Llamó a Cáceres, el mayordomo.
—Ve a buscar a Norte, y dile que venga.

 

Norte llevaba el torso ceñido con una venda roñosa, y el brazo izquierdo en un cabestrillo mugriento. La fiebre le había dejado hundidas las mejillas. Cortés arrugó la nariz. Tenía el hedor apestoso de los heridos. Le ordenó a Cáceres que acercara una silla. Norte no estaba en condiciones de aguantar mucho tiempo de pie.
Puedes marcharte —le dijo al mayordomo—. Quiero hablar con el señor Norte a solas. —Cáceres salió en silencio. Cortés sonrió—. Norte añadió—, necesito vuestra opinión de experto.
—¿La mía?
—Habéis vivido con los naturales durante muchos años. Seguramente conocéis muy bien sus costumbres.
—Un poco —admitió Norte.
«Sí, un poco —pensó el comandante—. Lo suficiente para compartir sus sanguinarios sacrificios y tatuarte el rostro como un salvaje.» No sentía más que desprecio por un hombre que había renunciado a su educación cristiana para vivir entre paganos. Demostraba que no tenía carácter ni fuerza moral.
—Quiero saber un poco más sobre ese dios... Serpiente Emplumada.
Norte le miró con una expresión indescifrable.
—¿Por qué no le preguntáis a doña Marina, mi señor? Ella está mucho más cualificada que...
—Porque os lo pregunto a vos —le interrumpió Cortés.
Norte se encogió ante la fría y autoritaria mirada del capitán.
—No es más que una leyenda —respondió, alzando los hombros—. Ya sabéis lo supersticiosas que son estas gentes.
—De todas maneras, quiero conocer mejor la leyenda.
—Quetzalcóatl, o Serpiente Emplumada, no es el más importante o el más poderoso de los dioses indígenas pero sí el más hermoso y se dice que es casi humano. Creen que es alto, con la piel blanca y que tiene barba. —Hizo una pausa, pero Cortés permaneció en silencio—. La leyenda dice que en su última encarnación fue el rey-sacerdote de una ciudad llamada Tollan, la capital de una antigua raza conocida como los toltecas. Se les recuerda como una gente de gran cultura y sabiduría, y Serpiente Emplumada era el más grande de sus señores. Era muy sabio y tan bondadoso que no mataba a ninguna criatura viva o arrancaba una flor del suelo. Enseñó a su pueblo el arte de curar y a observar el movimiento de las estrellas en el cielo. En sus campos crecía el algodón de todos los colores y las mazorcas del maíz que cultivaban eran tan grandes que un hombre no podía abarcarlas con los brazos. La gente dedicaba todas sus horas a la interpretación musical y a escuchar el canto de los pájaros.
—Continuad.
—La Serpiente Emplumada tenía un rival, Tezcatlipoca, el dios que llaman el Sacrificado o Espejo Negro que Humea. Tenía celos de la popularidad de la Serpiente Emplumada. Así que una noche consiguió emborracharle y le hizo fornicar con su propia hermana. A la mañana siguiente, Serpiente Emplumada se sintió dominado por el remordimiento. Fue hasta las playas del mar oriental y se arrojó a una hoguera. Las cenizas se transformaron en una bandada de pájaros blancos, que llevaron su corazón a la de la Falda de Serpiente (Coathcne), la madre de todos los dioses. Luego, salió intacto de la hoguera, tejió una balsa con mil serpientes y navegó hacia levante. Prometió que regresaría para traer de nuevo los buenos tiempos. —Norte se encogió de hombros—. Como os he dicho, un cuento de niños. Pura superstición.
—¿Una simple superstición es el motivo del miedo de Moctezuma?
—Moctezuma tiene motivos para estar asustado —manifestó Norte, sin poder contenerse.
—¿Por qué creéis tal cosa? —preguntó el capitán general.
—Porque se sienta en el trono de los toltecas —contestó Norte, después de una leve vacilación—. Los mexicas absorbieron su cultura y se quedaron con sus tierras. La mayoría de la gente del pueblo desciende de los toltecas. Moctezuma probablemente teme que vuestra llegada provoque una rebelión. Por lo menos, en el fondo de su corazón sabe que es un impostor.
—¿Dónde está la capital de la Serpiente Emplumada, la tal Tollan?
—Dicen que se encuentra al norte de Tenochtitlan, pero no es más que una ruina. Su ciudad ahora es Cholula.
—¿Cholula?
—Incluso yo oí hablar de ella, en Yucatán. Es una ciudad sagrada, donde se venera a la Serpiente Emplumada. Decenas de miles de peregrinos van allí cada año.
—Comprendo —murmuró Cortés.
—No es más que una superstición de los naturales —insistió Norte—. Nunca me creí ni una sola palabra.
Cortés miró los lóbulos rasgados y los diabólicos tatuajes en el rostro del renegado.
—No, por supuesto que no. Muchas gracias, Norte, podéis iros. —En el momento en que Norte se levantaba de la silla, Cortés añadió inesperadamente—: ¿Cómo está la herida?
—Está cicatrizando.
—Benítez dice que luchasteis con gran valor. Os reconoce el mérito de salvarle la vida.
Norte se encogió de hombros una vez más. Eso al menos era cierto. Le había salvado la vida.
—Fue una suerte para él que yo decidiera no colgarte.
—También lo fue para mí.
Norte se retiró, mientras Cortés esbozaba una sonrisa. Norte quizás había pasado mucho tiempo con los salvajes, pero por lo menos conservaba el ingenio.
La princesa azteca
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