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LA muchacha yacía acostada
junto al hombre en el jergón, con su miel todavía pegajosa en la
cueva. A través de la ventana veía a la Hermana Luna, decapitada
por su hermano Huitzilopochtli, que desaparecía en el horizonte.
Cortés contemplaba las estrellas en silencio, perdido en sus
pensamientos.
—Nunca me hablaste de una esposa —murmuró la
joven. Cortés se movió sin responder—. ¿Es muy hermosa?
—No es como tú, Marina. No la quiero.
—Si es tu esposa, ¿por qué no está aquí
contigo?
—¿Venir aquí? —Cortés contuvo la carcajada—.
Por la noche, no se levanta de la cama sin una doncella para que le
coja de la mano.
La Malinche le pasó una pierna por encima de
los muslos, y apoyó la mejilla contra los hirsutos rizos de vello
que le cubrían el pecho.
—¿Cómo se llama?
—No quiero hablar de ella.
La muchacha no pudo contener el llanto, pero
estaba segura al amparo de la oscuridad. No vería las
lágrimas.
—Tendrías que habérmelo dicho —afirmó,
después de unos minutos, cuando estuvo segura de que la voz no la
delataría.
—Tenía miedo de que sufrieras una
desilusión. No me equivoqué.
—¿Has tenido hijos con ella?
—No, no tenemos hijos.
Ella consideró la respuesta. Por lo tanto,
aún no había hijos para México.
—¿Vendrá aquí para reunirse contigo cuando
lleguemos a Tenochtitlan?
—¿A qué vienen tantas preguntas? Te lo dije.
Puede ser mi esposa pero no la quiero.
—Quizá. De todas maneras, hubiera sido mejor
que me lo dijeras.
—¿Por qué? Quizás algún día tendré una
esposa mejor.
—¿Quién si no, chiquita? ¿A qué otra puedo
quererla más que a ti?
Cortés se quedó dormido pero La Malinche
continuó despierta hasta muy tarde, pensando. Era un dios, y los
dioses eran impredecibles por naturaleza. Incluso su bondadoso dios
podía reclamar sacrificios. Tenía que decidir si ella estaba
dispuesta a ofrecer el sacrificio de su corazón a la Serpiente
Emplumada.
Xicoténcatl el Viejo permitió, como una
concesión a sus nuevos amigos, que Cortés convirtiera en santuario
cristiano uno de los templos de la ciudad, y allí fue donde las
cinco princesas tlaxcaltecas fueron bautizadas en una ceremonia
especial antes de ser dadas a los capitanes de Cortés como
compañeras.
La nieta de Xicoténcatl fue bautizada con el
nombre de doña Luisa y ofrecida a Alvarado. El comandante había
matizado su rechazo con la excusa de que el gigante pelirrojo era
su hermano. Escogió a Sandoval, Cristóbal de Olid y a Alonso de
Ávila para otras tres princesas y a Velázquez de León le entregó a
la más hermosa de todas, a la hija de Maxixcatzin, a la que
bautizaron doña Elvira.
Benítez juzgó que darle una compañera a León
había sido una muy buena decisión táctica. Una buena manera de
recompensar a un antiguo enemigo y convertirlo en un firme aliado.
Era obvio que el comandante no olvidaba la política.