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UNA gota de sudor se escurrió
por el cuello del caudillo y le corrió por la espalda. La
temperatura aumentaba por momentos, grandes nubarrones se
deslizaban por el horizonte, oscureciendo las montañas por el oeste
y la alta cumbre del volcán Orizaba. Aquellas nubes sólo aumentaban
la tentación. Ansiaba saber que había más allá.
Cayó de rodillas delante de la cruz de
madera que fray Bartolomé había clavado en la arena. Habían
construido un santuario, un pequeño montículo de piedras que
protegía la imagen de la Virgen.
Apretó los puños mientras rezaba. Estaban
cerca, muy cerca. Sin embargo, ¿qué podía hacer desde allí? Muchos
de sus hombres tenían la fiebre de los pantanos y los naturales,
que en un primer momento parecían bien dispuestos a acogerlos, se
habían esfumado sin decir palabra. Se había liberado temporalmente
del yugo de Velázquez, pero la moral de la tropa estaba por los
suelos. Muy pronto, comenzarían a gritar otra vez reclamando
regresar a casa.
No podía aventurarse tierra adentro sin agua
y comida, y mucho menos con quinientos soldados y un puñado de
caballos. Necesitaba encontrar una excusa, alguna razón para
quedarse. Porque él quería saber lo que había más allá de aquellas
montañas. «Madre de Dios...»
. El viento le trajo el sonido de una voz.
Abrió los ojos. Uno de los centinelas corría hacia él por la
playa.
Los naturales habían regresado.
Malinalli advirtió que esta vez no se
trataba de los mexicas. Sólo eran cinco, sin escolta y vestidos de
una manera muy diferente a 1a vestimentas del cacique Tendile y su
comitiva. Vestían unos sencillos taparrabos y capas de algodón, sin
la ostentación de los mantos de plumas y las capas bordadas de los
mexicas. Pero si bien los atuendos eran sencillos, los adornos
personales eran mucho más elaborados. El jefe llevaba una tortuga
de jade en la nariz y pendientes de oro en las orejas; otra joya le
tiraba tanto del labio inferior que dejaba los dientes al
descubierto en una mueca feroz. Sus compañeros también llevaban
pendientes y joyas enganchadas en los labios.
Esperaron ante la tienda de Cortés,
resguardados a la sombra de las palmeras. La muchacha vio cómo
Alvarado se acercaba y sujetaba a uno de los nativos por el labio
inferior. Parecía excitado por el adorno que tenía la forma de un
jaguar. Cortés le gritó una orden y Alvarado soltó al hombre,
aunque a regañadientes. Se apartó, mirando al indio como un perro
mira un trozo de carne cruda. Aguilar parecía dolido.
—Estas personas hablan un idioma que
desconozco —le susurró a la joven—. Mi señor Cortés quiere que
vayas.
Acompañó a Malinalli hasta donde se
encontraban los recién llegados. Uno de ellos repitió el saludo que
le había hecho a Aguilar. La muchacha frunció el entrecejo.
—No le entiendo —dijo, y Aguilar sonrió con
expresión triunfal.
La mirada de frustración y desconsuelo de
Cortés fue para Malinalli como una puñalada en el corazón. No puedo
fallarle ahora, pensó. Este es mi momento. Volvió su atención a los
forasteros.
—¿Alguno de vosotros habla la lengua
elegante? —les preguntó.
Después de una breve discusión, el más joven
del grupo manifestó:
—Yo hablo náhuad.
Malinalli enrojeció de placer. Se permitió
una tímida sonrisa dirigida a Cortés y una mirada glacial a
Aguilar, antes de iniciar el diálogo con los desconocidos.
—Os damos la bienvenida entre nosotros.
Lamentablemente, yo soy la única aquí que habla la lengua elegante.
El perro que está detrás de mí vestido con prendas marrones sólo
habla chontal, y el dios barbado habla castellano, el lenguaje que
se habla en el cielo. ¿Podéis decirme quiénes sois y en qué os
podemos servir?
El muchacho tradujo las palabras de
Malinalli. Los naturales se miraron asombrados, y después miraron a
Cortés. Hubo algunas discusiones entre ellos antes de indicarle al
intérprete el procedimiento a seguir. Se inició una larga y
complicada conversación a cinco bandas. Malinalli traducía al
chontal para Aguilar, quien a su vez traducía al castellano para
Cortés.
—Somos totonacas, de un lugar llamado
Cempoallan —comenzó el muchacho—. La ciudad está más o menos a un
día de marcha desde aquí. Oímos decir que los teules —Malinalli observó que había empleado la
palabra náhuatl equivalente a «dioses»— habían desembarcado en esta
costa. Hemos venido para daros la bienvenida y para invitaros a
visitar nuestra ciudad donde seréis recibidos con grandes
festejos.
Cortés sonrió cuando escuchó lo que habían
dicho.
—Decidle que estaremos muy contentos de ir a
visitarlos. Preguntadle si son súbditos del gran rey,
Moctezuma.
Malinalli tradujo y los totonacas soltaron
una larga retahíla de insultos en su propio idioma. El muchacho
respondió cuando los mayores se tranquilizaron.
—Desde luego que somos sus súbditos, aunque
desearíamos que no fuera así. ¿Es verdad lo que hemos oído, que
Moctezuma pagó tributo a vuestro señor?
—Por supuesto —afirmó Malinalli, decidiendo
que bien podía contestar por su cuenta. Había sido más un soborno
que un tributo, pero no haría ningún daño a su causa que fuera
considerado de esta manera—. Nos envió muchísimos presentes: plumas
de quetzal, jade y oro.
Se suscitó otra animada discusión entre los
totonacas. Entonces, un anciano señaló el pectoral de plumas que
llevaba Malinalli, algo que había rescatado antes de que acabara
pisoteado por los soldados españoles el día que el cacique Tendile
había llevado la rueda de oro.
—Mi tío desea saber dónde habéis conseguido
ese hermoso pectoral —tradujo el muchacho.
—Era parte del tributo —le explicó la
joven.
El anciano pareció súbitamente
conmovido.
—Mi primo llevaba uno idéntico cuando se lo
llevaron los recaudadores de impuestos de Moctezuma el año pasado
—añadió el joven.
Aguilar cogió a Malinalli por un brazo y la
sacudió, enfadado.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con voz
áspera.
—Me están explicando cómo los mexicas les
roban a sus hijos para sacrificarlos.
Aguilar se persignó antes de transmitir esta
información al comandante. Malinalli observó el rostro del jefe;
tenía el mismo aspecto severo de siempre, pero había algo más,
quizás un destello de excitación. Sintió que había un vínculo entre
ellos; era como si Aguilar y los demás no existieran. «En este
momento sólo me tiene a mí —pensó—. Sin mi ayuda está
perdido.»
La mirada de Cortés se demoró en el rostro
de la muchacha, como la mirada de un amante.
Aguilar carraspeó con una mueca de disgusto.
Cortés le murmuró unas palabras, que el hermano tradujo de
inmediato.
—Mi señor Cortés desea saber si los mexicas
tienen muchos enemigos dentro de su reino.
La joven parpadeó, sorprendida. La Serpiente
Emplumada tenía que saber la respuesta a aquella pregunta. ¿Por qué
si no estaba allí?
—Todo el mundo odia a los mexicas —replicó—.
Todos lo saben.
—¿Los teules nos
visitarán en Cempoallan? —repitió el muchacho— Sólo es un día de
marcha hacia el norte.
Malinalli le tradujo la pregunta a Aguilar,
quien a su vez se la repitió a Cortés. Pero el capitán general no
pareció escucharle, tenía la mirada perdida en la distancia.
«Ve el futuro», se dijo Malinalli, y le
entraron escalofríos.
Después de una pausa muy larga, Cortés le
dijo algo a Aguilar. El hermano vaciló un momento, mirando a la
joven de una manera que ella no consiguió interpretar.
—Desea saber —tradujo Aguilar— si vos
también odiáis a los mexicas.
—Cortés es ahora mi gente.
—Esa no era su pregunta —manifestó Aguilar,
vivamente.
—Decidle sólo lo que acabo de
responder.
Se miraron como dos gallos de pelea.
«Realmente me desprecia —pensó la joven—. Este fraile no es fácil
de entender. Odia a las mujeres. Debo tener mucho cuidado.»
Aguilar habló rápidamente con Cortés.
Malinalli vio la sonrisa en el rostro del capitán general y
comprendió que Aguilar había traducido sus palabras al pie de la
letra. Era demasiado ingenuo para mentir.
Cortés murmuró algo más y miró una vez más a
la joven antes de dar media vuelta y alejarse.
—¿Qué ha dicho? —preguntó, interesada.
—Os ha alabado —contestó Aguilar.
—¿De qué manera?
—La vanidad es enemiga del alma. Habéis sido
bautizada en la fe y deberíais practicar un poco más la modestia.
Decidle a estos indios que mi señor Cortés estará encantado de
visitarlos. Nos marcharemos mañana. Eso es codo.
Benítez abrió los ojos, lenta y
dolorosamente. Probó sus sentidos como quien hace un inventario.
Tenía la boca seca y pastosa, los ojos legañosos e hinchados, y
notaba un dolor sordo que le machacaba las sienes. Miró el techo de
ramas, escuchó el sonoro zumbido de las moscas, olió el sudor de
los hombres y el humo acre de las hogueras.
¿Cuánto tiempo llevaba dormido? ¿Cuánto
tiempo llevaba enfermo?
Flor de Lluvia se inclinó sobre él, mojó un
trapo en una calabaza con agua, le limpió la frente. Pronunció
algunas palabras que Benítez no comprendió. El rostro de Norte
apareció en su campo visual.
—Pregunta si os encontráis mejor.
Benítez intentó incorporarse pero estaba
demasiado débil. Lo veía todo desenfocado. Creyó que iba a
vomitar.
—No intentéis levantaros. Debéis
descansar.
Benítez quería hablar pero la lengua no le
obedecía. Sentía que tenía el doble de su tamaño normal. Flor de
Lluvia le apoyó el trapo húmedo sobre los labios y él lamió con
fruición las gotas de agua fresca.
—¿He estado enfermo? —consiguió decir con
gran esfuerzo.
—Habéis tenido la fiebre de los pantanos —le
informó Norte—. Habéis estado a punto de morir. Todo el mundo se
disponía a llorar la muerte de un español.
Benítez miró a Flor de Lluvia. Se preguntó
cuánto tiempo llevaría allí. No podía entender cuál era la razón
por la que se había tomado el trabajo de cuidarlo.
—Decidle que se lo agradezco.
—Ella ya lo sabe —replicó Norte,
encogiéndose de hombros.
—Decídselo de todas maneras.
Oyó el rápido intercambio de palabras en una
lengua exótica.
—Dice que las hierbas de doña Marina son las
que os han curado —le tradujo Norte.
Benítez cerró los ojos. Un mundo extraño.
Algunas veces era imposible descifrar los motivos de una persona.
Se preguntó por qué Flor de Lluvia o doña Marina le habían ayudado.
Tenía treinta y tres años y no había conocido mucha bondad en su
vida, mucho menos la bondad de las mujeres. No se quiso engañar;
sus facciones y sus modales tímidos no le convertían en un galán.
Le habían dado a Flor de Lluvia para que fuera su sirviente y
concubina, pero la muchacha no le había ayudado porque él fuera
rico o apuesto, sino sencillamente porque ella era bondadosa.
«Qué extraño. Qué cosa más extraña.»