15

 

UNA gota de sudor se escurrió por el cuello del caudillo y le corrió por la espalda. La temperatura aumentaba por momentos, grandes nubarrones se deslizaban por el horizonte, oscureciendo las montañas por el oeste y la alta cumbre del volcán Orizaba. Aquellas nubes sólo aumentaban la tentación. Ansiaba saber que había más allá.
Cayó de rodillas delante de la cruz de madera que fray Bartolomé había clavado en la arena. Habían construido un santuario, un pequeño montículo de piedras que protegía la imagen de la Virgen.
Apretó los puños mientras rezaba. Estaban cerca, muy cerca. Sin embargo, ¿qué podía hacer desde allí? Muchos de sus hombres tenían la fiebre de los pantanos y los naturales, que en un primer momento parecían bien dispuestos a acogerlos, se habían esfumado sin decir palabra. Se había liberado temporalmente del yugo de Velázquez, pero la moral de la tropa estaba por los suelos. Muy pronto, comenzarían a gritar otra vez reclamando regresar a casa.
No podía aventurarse tierra adentro sin agua y comida, y mucho menos con quinientos soldados y un puñado de caballos. Necesitaba encontrar una excusa, alguna razón para quedarse. Porque él quería saber lo que había más allá de aquellas montañas. «Madre de Dios...»
. El viento le trajo el sonido de una voz. Abrió los ojos. Uno de los centinelas corría hacia él por la playa.
Los naturales habían regresado.

 

Malinalli advirtió que esta vez no se trataba de los mexicas. Sólo eran cinco, sin escolta y vestidos de una manera muy diferente a 1a vestimentas del cacique Tendile y su comitiva. Vestían unos sencillos taparrabos y capas de algodón, sin la ostentación de los mantos de plumas y las capas bordadas de los mexicas. Pero si bien los atuendos eran sencillos, los adornos personales eran mucho más elaborados. El jefe llevaba una tortuga de jade en la nariz y pendientes de oro en las orejas; otra joya le tiraba tanto del labio inferior que dejaba los dientes al descubierto en una mueca feroz. Sus compañeros también llevaban pendientes y joyas enganchadas en los labios.
Esperaron ante la tienda de Cortés, resguardados a la sombra de las palmeras. La muchacha vio cómo Alvarado se acercaba y sujetaba a uno de los nativos por el labio inferior. Parecía excitado por el adorno que tenía la forma de un jaguar. Cortés le gritó una orden y Alvarado soltó al hombre, aunque a regañadientes. Se apartó, mirando al indio como un perro mira un trozo de carne cruda. Aguilar parecía dolido.
—Estas personas hablan un idioma que desconozco —le susurró a la joven—. Mi señor Cortés quiere que vayas.
Acompañó a Malinalli hasta donde se encontraban los recién llegados. Uno de ellos repitió el saludo que le había hecho a Aguilar. La muchacha frunció el entrecejo.
—No le entiendo —dijo, y Aguilar sonrió con expresión triunfal.
La mirada de frustración y desconsuelo de Cortés fue para Malinalli como una puñalada en el corazón. No puedo fallarle ahora, pensó. Este es mi momento. Volvió su atención a los forasteros.
—¿Alguno de vosotros habla la lengua elegante? —les preguntó.
Después de una breve discusión, el más joven del grupo manifestó:
—Yo hablo náhuad.
Malinalli enrojeció de placer. Se permitió una tímida sonrisa dirigida a Cortés y una mirada glacial a Aguilar, antes de iniciar el diálogo con los desconocidos.
—Os damos la bienvenida entre nosotros. Lamentablemente, yo soy la única aquí que habla la lengua elegante. El perro que está detrás de mí vestido con prendas marrones sólo habla chontal, y el dios barbado habla castellano, el lenguaje que se habla en el cielo. ¿Podéis decirme quiénes sois y en qué os podemos servir?
El muchacho tradujo las palabras de Malinalli. Los naturales se miraron asombrados, y después miraron a Cortés. Hubo algunas discusiones entre ellos antes de indicarle al intérprete el procedimiento a seguir. Se inició una larga y complicada conversación a cinco bandas. Malinalli traducía al chontal para Aguilar, quien a su vez traducía al castellano para Cortés.
—Somos totonacas, de un lugar llamado Cempoallan —comenzó el muchacho—. La ciudad está más o menos a un día de marcha desde aquí. Oímos decir que los teules —Malinalli observó que había empleado la palabra náhuatl equivalente a «dioses»— habían desembarcado en esta costa. Hemos venido para daros la bienvenida y para invitaros a visitar nuestra ciudad donde seréis recibidos con grandes festejos.
Cortés sonrió cuando escuchó lo que habían dicho.
—Decidle que estaremos muy contentos de ir a visitarlos. Preguntadle si son súbditos del gran rey, Moctezuma.
Malinalli tradujo y los totonacas soltaron una larga retahíla de insultos en su propio idioma. El muchacho respondió cuando los mayores se tranquilizaron.
—Desde luego que somos sus súbditos, aunque desearíamos que no fuera así. ¿Es verdad lo que hemos oído, que Moctezuma pagó tributo a vuestro señor?
—Por supuesto —afirmó Malinalli, decidiendo que bien podía contestar por su cuenta. Había sido más un soborno que un tributo, pero no haría ningún daño a su causa que fuera considerado de esta manera—. Nos envió muchísimos presentes: plumas de quetzal, jade y oro.
Se suscitó otra animada discusión entre los totonacas. Entonces, un anciano señaló el pectoral de plumas que llevaba Malinalli, algo que había rescatado antes de que acabara pisoteado por los soldados españoles el día que el cacique Tendile había llevado la rueda de oro.
—Mi tío desea saber dónde habéis conseguido ese hermoso pectoral —tradujo el muchacho.
—Era parte del tributo —le explicó la joven.
El anciano pareció súbitamente conmovido.
—Mi primo llevaba uno idéntico cuando se lo llevaron los recaudadores de impuestos de Moctezuma el año pasado —añadió el joven.
Aguilar cogió a Malinalli por un brazo y la sacudió, enfadado.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con voz áspera.
—Me están explicando cómo los mexicas les roban a sus hijos para sacrificarlos.
Aguilar se persignó antes de transmitir esta información al comandante. Malinalli observó el rostro del jefe; tenía el mismo aspecto severo de siempre, pero había algo más, quizás un destello de excitación. Sintió que había un vínculo entre ellos; era como si Aguilar y los demás no existieran. «En este momento sólo me tiene a mí —pensó—. Sin mi ayuda está perdido.»
La mirada de Cortés se demoró en el rostro de la muchacha, como la mirada de un amante.
Aguilar carraspeó con una mueca de disgusto. Cortés le murmuró unas palabras, que el hermano tradujo de inmediato.
—Mi señor Cortés desea saber si los mexicas tienen muchos enemigos dentro de su reino.
La joven parpadeó, sorprendida. La Serpiente Emplumada tenía que saber la respuesta a aquella pregunta. ¿Por qué si no estaba allí?
—Todo el mundo odia a los mexicas —replicó—. Todos lo saben.
—¿Los teules nos visitarán en Cempoallan? —repitió el muchacho— Sólo es un día de marcha hacia el norte.
Malinalli le tradujo la pregunta a Aguilar, quien a su vez se la repitió a Cortés. Pero el capitán general no pareció escucharle, tenía la mirada perdida en la distancia.
«Ve el futuro», se dijo Malinalli, y le entraron escalofríos.
Después de una pausa muy larga, Cortés le dijo algo a Aguilar. El hermano vaciló un momento, mirando a la joven de una manera que ella no consiguió interpretar.
—Desea saber —tradujo Aguilar— si vos también odiáis a los mexicas.
—Cortés es ahora mi gente.
—Esa no era su pregunta —manifestó Aguilar, vivamente.
—Decidle sólo lo que acabo de responder.
Se miraron como dos gallos de pelea. «Realmente me desprecia —pensó la joven—. Este fraile no es fácil de entender. Odia a las mujeres. Debo tener mucho cuidado.»
Aguilar habló rápidamente con Cortés. Malinalli vio la sonrisa en el rostro del capitán general y comprendió que Aguilar había traducido sus palabras al pie de la letra. Era demasiado ingenuo para mentir.
Cortés murmuró algo más y miró una vez más a la joven antes de dar media vuelta y alejarse.
—¿Qué ha dicho? —preguntó, interesada.
—Os ha alabado —contestó Aguilar.
—¿De qué manera?
—La vanidad es enemiga del alma. Habéis sido bautizada en la fe y deberíais practicar un poco más la modestia. Decidle a estos indios que mi señor Cortés estará encantado de visitarlos. Nos marcharemos mañana. Eso es codo.

 

Benítez abrió los ojos, lenta y dolorosamente. Probó sus sentidos como quien hace un inventario. Tenía la boca seca y pastosa, los ojos legañosos e hinchados, y notaba un dolor sordo que le machacaba las sienes. Miró el techo de ramas, escuchó el sonoro zumbido de las moscas, olió el sudor de los hombres y el humo acre de las hogueras.
¿Cuánto tiempo llevaba dormido? ¿Cuánto tiempo llevaba enfermo?
Flor de Lluvia se inclinó sobre él, mojó un trapo en una calabaza con agua, le limpió la frente. Pronunció algunas palabras que Benítez no comprendió. El rostro de Norte apareció en su campo visual.
—Pregunta si os encontráis mejor.
Benítez intentó incorporarse pero estaba demasiado débil. Lo veía todo desenfocado. Creyó que iba a vomitar.
—No intentéis levantaros. Debéis descansar.
Benítez quería hablar pero la lengua no le obedecía. Sentía que tenía el doble de su tamaño normal. Flor de Lluvia le apoyó el trapo húmedo sobre los labios y él lamió con fruición las gotas de agua fresca.
—¿He estado enfermo? —consiguió decir con gran esfuerzo.
—Habéis tenido la fiebre de los pantanos —le informó Norte—. Habéis estado a punto de morir. Todo el mundo se disponía a llorar la muerte de un español.
Benítez miró a Flor de Lluvia. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí. No podía entender cuál era la razón por la que se había tomado el trabajo de cuidarlo.
—Decidle que se lo agradezco.
—Ella ya lo sabe —replicó Norte, encogiéndose de hombros.
—Decídselo de todas maneras.
Oyó el rápido intercambio de palabras en una lengua exótica.
—Dice que las hierbas de doña Marina son las que os han curado —le tradujo Norte.
Benítez cerró los ojos. Un mundo extraño. Algunas veces era imposible descifrar los motivos de una persona. Se preguntó por qué Flor de Lluvia o doña Marina le habían ayudado. Tenía treinta y tres años y no había conocido mucha bondad en su vida, mucho menos la bondad de las mujeres. No se quiso engañar; sus facciones y sus modales tímidos no le convertían en un galán. Le habían dado a Flor de Lluvia para que fuera su sirviente y concubina, pero la muchacha no le había ayudado porque él fuera rico o apuesto, sino sencillamente porque ella era bondadosa.
«Qué extraño. Qué cosa más extraña.»
La princesa azteca
titlepage.xhtml
index_split_000.xhtml
index_split_001.xhtml
index_split_002.xhtml
index_split_003.xhtml
index_split_004.xhtml
index_split_005.xhtml
index_split_006.xhtml
index_split_007.xhtml
index_split_008.xhtml
index_split_009.xhtml
index_split_010.xhtml
index_split_011.xhtml
index_split_012.xhtml
index_split_013.xhtml
index_split_014.xhtml
index_split_015.xhtml
index_split_016.xhtml
index_split_017.xhtml
index_split_018.xhtml
index_split_019.xhtml
index_split_020.xhtml
index_split_021.xhtml
index_split_022.xhtml
index_split_023.xhtml
index_split_024.xhtml
index_split_025.xhtml
index_split_026.xhtml
index_split_027.xhtml
index_split_028.xhtml
index_split_029.xhtml
index_split_030.xhtml
index_split_031.xhtml
index_split_032.xhtml
index_split_033.xhtml
index_split_034.xhtml
index_split_035.xhtml
index_split_036.xhtml
index_split_037.xhtml
index_split_038.xhtml
index_split_039.xhtml
index_split_040.xhtml
index_split_041.xhtml
index_split_042.xhtml
index_split_043.xhtml
index_split_044.xhtml
index_split_045.xhtml
index_split_046.xhtml
index_split_047.xhtml
index_split_048.xhtml
index_split_049.xhtml
index_split_050.xhtml
index_split_051.xhtml
index_split_052.xhtml
index_split_053.xhtml
index_split_054.xhtml
index_split_055.xhtml
index_split_056.xhtml
index_split_057.xhtml
index_split_058.xhtml
index_split_059.xhtml
index_split_060.xhtml
index_split_061.xhtml
index_split_062.xhtml
index_split_063.xhtml
index_split_064.xhtml
index_split_065.xhtml
index_split_066.xhtml
index_split_067.xhtml
index_split_068.xhtml
index_split_069.xhtml
index_split_070.xhtml
index_split_071.xhtml
index_split_072.xhtml
index_split_073.xhtml
index_split_074.xhtml
index_split_075.xhtml
index_split_076.xhtml
index_split_077.xhtml
index_split_078.xhtml
index_split_079.xhtml
index_split_080.xhtml
index_split_081.xhtml
index_split_082.xhtml
index_split_083.xhtml
index_split_084.xhtml
index_split_085.xhtml
index_split_086.xhtml
index_split_087.xhtml
index_split_088.xhtml
index_split_089.xhtml
index_split_090.xhtml
index_split_091.xhtml
index_split_092.xhtml
index_split_093.xhtml
index_split_094.xhtml
index_split_095.xhtml
index_split_096.xhtml
index_split_097.xhtml
index_split_098.xhtml
index_split_099.xhtml
index_split_100.xhtml
index_split_101.xhtml
index_split_102.xhtml
index_split_103.xhtml
index_split_104.xhtml
index_split_105.xhtml
index_split_106.xhtml
index_split_107.xhtml
index_split_108.xhtml
index_split_109.xhtml
index_split_110.xhtml
index_split_111.xhtml
index_split_112.xhtml
index_split_113.xhtml
index_split_114.xhtml
index_split_115.xhtml