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—REHÚSA contestar a vuestras
preguntas —tradujo La Malinche.
Cortés ocupaba el trono de oro batido.
Moctezuma estaba sentado a su izquierda, y la muchacha de pie a su
derecha. Los capitanes y los frailes estaban formados detrás, como
los miembros de un tribunal. Los quince jefes mexicas que habían
acompañado a Cuauhpopoca desde la costa permanecían de rodillas
delante de ellos, no como una muestra de sometimiento a Cortés,
sino de respeto hacia Moctezuma. El capitán general los observó
durante unos minutos.
—Si no quiere responderme —manifestó
finalmente—, quizá mi señor Moctezuma podría preguntarle a Águila
Humeante por qué motivo atacaron a mis hombres.
Moctezuma, con la cabeza gacha, hizo lo que
se le pedía, en una voz tan baja que apenas si se escuchaba.
—Pero, mi señor —replicó Cuauhpopoca—, sólo
hicimos lo que vos nos ordenasteis.
La Malinche comunicó esta respuesta a
Cortés, que volvió la cabeza para mirar al emperador, pero
Moctezuma rehuyó la mirada.
Cuauhpopoca volvió a hablar largo y tendido,
dirigiendo sus comentarios a Moctezuma.
—¿Qué está diciendo, chiquita? —susurró
Cortés.
—Cuauhpopoca fue enviado a recoger los
tributos de los totonacas. Dice que tenía órdenes de Moctezuma de
castigarlos por haberos dado ayuda. Esta vez no debía llevarse sólo
una parte de lo producido sino todo, además de los niños y niñas de
la ciudad para sacrificarlos en los templos. El Cacique Gordo le
desafió, manifestando que el señor Malintzin le había excusado de
pagar cualquier impuesto a los mexicas. Después pidió b ayuda de
Escalante. Cuauhpopoca dice que rehuir el combate hubiese sido algo
inaudito. No sólo iba en contra de las órdenes del emperador, sino
que hubiese sido un insulto para los mexicas y una afrenta a su
hombría.
—¿Creéis que dice la verdad?
—Moctezuma afirma que miente, pero el gran
tlatoani teme por su propia vida. Sí,
creo que Cuauhpopoca dice la verdad.
El capitán general consideró el problema
durante un buen rato, y después se volvió una vez más hacia La
Malinche.
—La ley dice que cualquier hombre que comete
un asesinato, debe paparlo con la vida. Por lo tanto, no tengo otra
alternativa que condenar a Águila Humeante y a los jefes a morir en
la hoguera. La ejecución tendrá lugar en la plaza delante de este
palacio, a la vista de toda la población, y se hará
inmediatamente.
La Malinche no se lo podía creer. ¡No! ¿Para
eso había arriesgado tanto Cortés? ¿Para asesinar a unos pocos
guerreros mexicas inocentes? Si había un culpable por el asesinato
de los hombres de Escalante en Vera— cruz, ése era Moctezuma.
Su mirada se cruzó con la de Benítez y
comprendió que compartía la misma opinión.
—Mi señor —protestó en voz baja—, no es
justo. Moctezuma...
Cortés la hizo callar con una mirada.
—No os he pedido que discutáis conmigo. Os
estáis propasando en vuestras funciones. Sois mi traductora,
traducid. Decidles lo que acabo de manifestar. Eso es todo.
—Eso no es un acto de justicia, mi señor, es
un asesinato —afirmó Benítez, adelantándose.
El rostro del capitán general se puso
blanco. La vena en la sien destacó en la tez blanca.
—¡No os atreváis a discutir mis decisiones!
¡Callaos o tendréis motivos para arrepentiros! ¡He tomado mi
decisión de acuerdo con la ley! ¡Estos hombres deben morir!
Construyeron la pira con flechas y lanzas
cogidas de la armería del palacio. Ataron a Cuauhpopoca y a sus
jefes de pies y manos a unas gruesas estacas clavadas en el
suelo.
Cortés observó los preparativos desde lo
alto de los muros del palacio Llamo a Alvarado y le pidió dos pares
de grilletes. En cuanto los trajeron se los mostró a
Moctezuma.
—Marina, decidle al emperador que extienda
los brazos.
Moctezuma acato la orden. El comandante le
rodeó las muñecas con los grilletes y los cerró. Luego se agachó
para repetir la operación en los tobillos del emperador.
«Con este sencillo acto lo ha sometido —se
dijo Benítez—, ante los ojos de la multitud, y, lo que es más
importante, ante sus propios ojos, hubiese sido más bondadoso
matarlo».
El Adorado Portavoz de los mexicas lloraba
como una mujer.
En el patio, Jaramillo arrojó una antorcha a
la pira que rodeaba los pies de Cuauhpopoca.
En medio de la humareda, el jefe mexica hizo
algo que nunca se hubiera atrevido hacer en vida. Levantó la cabeza
y miró el rostro de Moctezuma. Incluso a esa distancia, Benítez vio
el asombro y el odio en los ojos del jefe. Se volvió hacia
Cortés.
—¿Mi señor, por qué asesinamos a un hombre
valiente?
—Nueve de los nuestros murieron en Veracruz
por su culpa, ¿o lo habéis olvidado?
—Sólo cumplía con sus órdenes. —Benítez miró
a Moctezuma—. Es ese infame quien los mató.
—Si le asesinamos, ponemos en riesgo
nuestras vidas. Mientras tanto, con esto le enseñamos al resto de
la gente lo que pasará si a alguien más se le ocurre poner sus
sucias manos sobre un español.
Moctezuma respiraba agitado, con el rostro
surcado por las lágrimas. «¿Qué hechizo os ha arrojado Cortés? —se
preguntó Benítez—. ¿O es que alguna locura en vuestro interior os
tiene prisionero? Una palabra vuestra y el pueblo se nos echaría
encima, para aplastarnos como insectos. Es una ironía que en una
nación de guerreros el emperador, como ocurre con todos los
prepotentes, sea un cobarde.»
La multitud contemplaba las ejecuciones en
el más absoluto silencio. Sólo los españoles parecían disfrutar con
el espectáculo. Benítez oyó como Jaramillo le gritaba a
Alvarado:
—¡Ahora sí que el águila humea de
verdad!
Las risotadas de Alvarado se escucharon con
toda claridad.
El hedor de la carne quemada se extendió
como una nube malsana por coda la plaza.
Cortés se agachó para quitarle los grilletes
al emperador.
—Marina, decidle que lamento mucho lo
ocurrido. Decidle que a pesar de saber que él es el culpable y que
merecía morir junto a Cuauhpopoca, no le haré daño por nada en el
mundo, porque es mi amigo. Decidle que le ayudaré a extender su
fama y le daré más tierras para su imperio. A partir de hoy, deberá
verme como su salvador.