71

 

—REHÚSA contestar a vuestras preguntas —tradujo La Malinche.
Cortés ocupaba el trono de oro batido. Moctezuma estaba sentado a su izquierda, y la muchacha de pie a su derecha. Los capitanes y los frailes estaban formados detrás, como los miembros de un tribunal. Los quince jefes mexicas que habían acompañado a Cuauhpopoca desde la costa permanecían de rodillas delante de ellos, no como una muestra de sometimiento a Cortés, sino de respeto hacia Moctezuma. El capitán general los observó durante unos minutos.
—Si no quiere responderme —manifestó finalmente—, quizá mi señor Moctezuma podría preguntarle a Águila Humeante por qué motivo atacaron a mis hombres.
Moctezuma, con la cabeza gacha, hizo lo que se le pedía, en una voz tan baja que apenas si se escuchaba.
—Pero, mi señor —replicó Cuauhpopoca—, sólo hicimos lo que vos nos ordenasteis.
La Malinche comunicó esta respuesta a Cortés, que volvió la cabeza para mirar al emperador, pero Moctezuma rehuyó la mirada.
Cuauhpopoca volvió a hablar largo y tendido, dirigiendo sus comentarios a Moctezuma.
—¿Qué está diciendo, chiquita? —susurró Cortés.
—Cuauhpopoca fue enviado a recoger los tributos de los totonacas. Dice que tenía órdenes de Moctezuma de castigarlos por haberos dado ayuda. Esta vez no debía llevarse sólo una parte de lo producido sino todo, además de los niños y niñas de la ciudad para sacrificarlos en los templos. El Cacique Gordo le desafió, manifestando que el señor Malintzin le había excusado de pagar cualquier impuesto a los mexicas. Después pidió b ayuda de Escalante. Cuauhpopoca dice que rehuir el combate hubiese sido algo inaudito. No sólo iba en contra de las órdenes del emperador, sino que hubiese sido un insulto para los mexicas y una afrenta a su hombría.
—¿Creéis que dice la verdad?
—Moctezuma afirma que miente, pero el gran tlatoani teme por su propia vida. Sí, creo que Cuauhpopoca dice la verdad.
El capitán general consideró el problema durante un buen rato, y después se volvió una vez más hacia La Malinche.
—La ley dice que cualquier hombre que comete un asesinato, debe paparlo con la vida. Por lo tanto, no tengo otra alternativa que condenar a Águila Humeante y a los jefes a morir en la hoguera. La ejecución tendrá lugar en la plaza delante de este palacio, a la vista de toda la población, y se hará inmediatamente.
La Malinche no se lo podía creer. ¡No! ¿Para eso había arriesgado tanto Cortés? ¿Para asesinar a unos pocos guerreros mexicas inocentes? Si había un culpable por el asesinato de los hombres de Escalante en Vera— cruz, ése era Moctezuma.
Su mirada se cruzó con la de Benítez y comprendió que compartía la misma opinión.
—Mi señor —protestó en voz baja—, no es justo. Moctezuma...
Cortés la hizo callar con una mirada.
—No os he pedido que discutáis conmigo. Os estáis propasando en vuestras funciones. Sois mi traductora, traducid. Decidles lo que acabo de manifestar. Eso es todo.
—Eso no es un acto de justicia, mi señor, es un asesinato —afirmó Benítez, adelantándose.
El rostro del capitán general se puso blanco. La vena en la sien destacó en la tez blanca.
—¡No os atreváis a discutir mis decisiones! ¡Callaos o tendréis motivos para arrepentiros! ¡He tomado mi decisión de acuerdo con la ley! ¡Estos hombres deben morir!

 

Construyeron la pira con flechas y lanzas cogidas de la armería del palacio. Ataron a Cuauhpopoca y a sus jefes de pies y manos a unas gruesas estacas clavadas en el suelo.
Cortés observó los preparativos desde lo alto de los muros del palacio Llamo a Alvarado y le pidió dos pares de grilletes. En cuanto los trajeron se los mostró a Moctezuma.
—Marina, decidle al emperador que extienda los brazos.
Moctezuma acato la orden. El comandante le rodeó las muñecas con los grilletes y los cerró. Luego se agachó para repetir la operación en los tobillos del emperador.
«Con este sencillo acto lo ha sometido —se dijo Benítez—, ante los ojos de la multitud, y, lo que es más importante, ante sus propios ojos, hubiese sido más bondadoso matarlo».
El Adorado Portavoz de los mexicas lloraba como una mujer.
En el patio, Jaramillo arrojó una antorcha a la pira que rodeaba los pies de Cuauhpopoca.
En medio de la humareda, el jefe mexica hizo algo que nunca se hubiera atrevido hacer en vida. Levantó la cabeza y miró el rostro de Moctezuma. Incluso a esa distancia, Benítez vio el asombro y el odio en los ojos del jefe. Se volvió hacia Cortés.
—¿Mi señor, por qué asesinamos a un hombre valiente?
—Nueve de los nuestros murieron en Veracruz por su culpa, ¿o lo habéis olvidado?
—Sólo cumplía con sus órdenes. —Benítez miró a Moctezuma—. Es ese infame quien los mató.
—Si le asesinamos, ponemos en riesgo nuestras vidas. Mientras tanto, con esto le enseñamos al resto de la gente lo que pasará si a alguien más se le ocurre poner sus sucias manos sobre un español.
Moctezuma respiraba agitado, con el rostro surcado por las lágrimas. «¿Qué hechizo os ha arrojado Cortés? —se preguntó Benítez—. ¿O es que alguna locura en vuestro interior os tiene prisionero? Una palabra vuestra y el pueblo se nos echaría encima, para aplastarnos como insectos. Es una ironía que en una nación de guerreros el emperador, como ocurre con todos los prepotentes, sea un cobarde.»
La multitud contemplaba las ejecuciones en el más absoluto silencio. Sólo los españoles parecían disfrutar con el espectáculo. Benítez oyó como Jaramillo le gritaba a Alvarado:
—¡Ahora sí que el águila humea de verdad!
Las risotadas de Alvarado se escucharon con toda claridad.

 

El hedor de la carne quemada se extendió como una nube malsana por coda la plaza.
Cortés se agachó para quitarle los grilletes al emperador.
—Marina, decidle que lamento mucho lo ocurrido. Decidle que a pesar de saber que él es el culpable y que merecía morir junto a Cuauhpopoca, no le haré daño por nada en el mundo, porque es mi amigo. Decidle que le ayudaré a extender su fama y le daré más tierras para su imperio. A partir de hoy, deberá verme como su salvador.
La princesa azteca
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