56

 

ESTABAN acurrucados debajo de las mantas, escuchando el aullido del viento gélido en las calles de la aldea.
—¿Qué es lo que no me has dicho? —susurró Cortés. La Malinche apoyo la cabeza en su pecho. El advirtió la renuencia de ella incluso en esos momentos—. Te quiero, chiquita. Estás segura conmigo.
La Malinche inspiró con fuerza, y pareció decidirse.
—Aprendí el náhuatl de mi madre. Era una mexica de alta cuna.
Cortés asintió, como si fuera algo que sospechara desde el primer momento. Cogió una mano de la muchacha, y le besó los dedos.
—Después de morir mi padre —prosiguió La Malinche—, mi madre se volvió a casar y tuvo un hijo con su nuevo marido. Muy pronto quedó claro que mi padrastro no quería que yo heredara m uno solo de sus campos, o interfiriera las reclamaciones de mi hermanastro sobre las propiedades de mi padre. Supongo que mi madre tuvo que decidir con quién estaba su lealtad: con su nuevo esposo, o conmigo. —La voz de la joven flaqueó por un instante—. Un día estalló una epidemia en el pueblo. Caí muy enferma lo mismo que una de nuestras jóvenes esclavas. Una noche, mientras me atormentaba la fiebre, vi a mi madre arrodillarse junto a mi cama y la escuché rezar a Tezcatlipoca, para que me dejara morir. Sin duda creía que de esa manera solucionaría todos sus problemas. Pero la muerte no me reclamó. La esclava falleció, y yo sobreviví.
»Mi madre tenía una mente tortuosa; después de todo era una me jaca, y supo encontrar una solución ingeniosa al problema. —Una vez más, se le quebró la voz. Cortés la abrazó con fuerza—. Sin duda, les dijeron a todos que había muerto. Me colocaron un trozo de jade entre los labios y amortajaron mi cuerpo de la cabeza a los pies, a la manera tradicional y arrojaron a Ce Malinalli Tenepal a la pira funeraria. Sólo que el cuerpo amortajado no era el mío sino el de la esclava.
—¿Cómo pudieron llevar a cabo el engaño?
—Unos traficantes de esclavos mayas se presentaron en el pueblo la noche del funeral. Ahora estoy segura de que todo estaba planeado de antemano. Me envolvieron en cuero fresco y se me llevaron. Me vendieron a un rico señor tabasqueño en Putunchan. No sé cuánto ganó mi madre con la venta. Estoy segura de que pagaron un buen precio por mí. Espero que los traficantes no intentaran estafarla.
—Chiquita —dijo Cortés, acariciándole la suave piel cobriza.
—Mi nuevo amo tabasqueño se llevó una ganga. Me habían dado clases de canto y danza, y era de sangre real mexica. Sin tener en cuenta mis sentimientos, en aquel asunto todo el mundo quedó satisfecho.
El conquistador sintió el contacto de las lágrimas en el hombro.
—¿Dices que eres de sangre real?
—Mi madre era descendiente del abuelo de Moctezuma.
—¿Qué me dices de tu padre? ¿También era noble?
—Mi padre pertenecía a la casa real de Culhuacan, sometida muchos años atrás por los mexicas. Todos los años le pagan a Moctezuma una fortuna en tributos. Así y todo, mi padre era un hombre muy rico. Poseía grandes extensiones de tierra y muchas casas.
Cortés permaneció en silencio, pensando. Acarició la larga cabellera negra. Notaba el calor del cuerpo de la muchacha, como si la rabia hubiera encendido un fuego en su interior.
—¿Cómo murió tu padre, Marina?
La Malinche tardó un buen rato en contestar.
—Mi padre era un seguidor del culto de la Serpiente Emplumada. También conocía las estrellas y predecía el futuro por los portentos en el cielo. Profetizó públicamente que el reino de los mexicas... —Su voz se apagó.
—¿Moctezuma le castigó por la profecía?
—Vinieron unos guerreros. Lo asesinaron en la plaza, delante de todo el pueblo.
«Ah, ahora lo comprendo —pensó Cortés—. Ya no eres un misterio para mí». La estrechó con fuerza entre los brazos.
—¿Te cuentas entre los enemigos de Moctezuma?
—Si él lo supiera... —susurró La Malinche—. Soy su peor enemigo.
«No lo dudo ni por un instante», se dijo Cortés.

 

Llegaron a una bifurcación en el camino. Una de las rutas bajaba hacia el valle, a una población llamada Chalco; la otra conducía a Ame oí meca y al desfiladero entre los volcanes. Grandes troncos de pino atravesaban este último camino, impidiendo el paso.
Cortés dio la voz de alto, y luego se dirigió hasta la carreta, donde viajaban La Malinche y los guías mexicas.
—El viejo cacique tenía razón —comentó.
La Malinche asintió en silencio.
—Preguntadle a nuestros guías por qué está bloqueado el camino
La muchacha tradujo la pregunta y luego la respuesta.
—Dicen que no debéis preocuparos. El camino a Chalco es mucho más fácil y podéis estar seguro de que recibiréis una cálida acogida.
—Muy cálida, si hemos de creer en las palabras del cacique. —Lo» mexicas le observaban, arrebujados en las capas para protegerse del intenso frío—. Decidles que seguiremos por el camino de Amecameca.
Los guías recibieron la noticia con evidente consternación.
—¿Qué dicen? —preguntó el capitán general.
—No pueden entender por qué deseáis seguir el camino más difícil —respondió La Malinche, con una sonrisa—. Les he dicho que habéis consultado vuestro espejo mágico y que os ha indicado que sigáis por ese camino. Les preocupa que Moctezuma se enfade con ellos por haceros pasar tantas fatigas.
—Decidles que asumiré toda la responsabilidad de mis acciones cuando me encuentre con su señor. —Cortés se alejó con su caballo—. Traed a unos cuantos hombres con hachas —le gritó a Al varado—. En un par de horas tendremos despejado el camino.

 

En cuanto dejaron atrás la zona boscosa, la lluvia se convirtió en granizo. El viento les arrojaba a la cara los trozos de hielo y astillas de roca volcánica, afiladas como el cristal. Luego comenzó a nevar.
En lo más alto del puerto, la marcha se convirtió en un calvario. Los españoles, cegados por la nieve, resbalaban en las placas de hielo y dejaban atrás a veintenas de porteadores cubanos semidesnudos, que morían de frío. Incluso dos españoles, debilitados por las heridas recibidas en las batallas contra los tlaxcaltecas, sucumbieron a las bajísimas temperaturas. Muchos más se hubieran quedado en el camino, de no haber sido por Cortés, que recorría la columna una y otra vez, animándolos a seguir-
Por fin cruzaron el puerto y el camino los llevó a través de los bosques de cedros y moreras. Abajo vieron los campos donde se cultivaba el maíz y el maguey, y, a lo lejos, un gran lago que brillaba como el acero bruñida
La princesa azteca
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