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ESTABAN acurrucados debajo de
las mantas, escuchando el aullido del viento gélido en las calles
de la aldea.
—¿Qué es lo que no me has dicho? —susurró
Cortés. La Malinche apoyo la cabeza en su pecho. El advirtió la
renuencia de ella incluso en esos momentos—. Te quiero, chiquita.
Estás segura conmigo.
La Malinche inspiró con fuerza, y pareció
decidirse.
—Aprendí el náhuatl de mi madre. Era una
mexica de alta cuna.
Cortés asintió, como si fuera algo que
sospechara desde el primer momento. Cogió una mano de la muchacha,
y le besó los dedos.
—Después de morir mi padre —prosiguió La
Malinche—, mi madre se volvió a casar y tuvo un hijo con su nuevo
marido. Muy pronto quedó claro que mi padrastro no quería que yo
heredara m uno solo de sus campos, o interfiriera las reclamaciones
de mi hermanastro sobre las propiedades de mi padre. Supongo que mi
madre tuvo que decidir con quién estaba su lealtad: con su nuevo
esposo, o conmigo. —La voz de la joven flaqueó por un instante—. Un
día estalló una epidemia en el pueblo. Caí muy enferma lo mismo que
una de nuestras jóvenes esclavas. Una noche, mientras me
atormentaba la fiebre, vi a mi madre arrodillarse junto a mi cama y
la escuché rezar a Tezcatlipoca, para que me dejara morir. Sin duda
creía que de esa manera solucionaría todos sus problemas. Pero la
muerte no me reclamó. La esclava falleció, y yo sobreviví.
»Mi madre tenía una mente tortuosa; después
de todo era una me jaca, y supo encontrar una solución ingeniosa al
problema. —Una vez más, se le quebró la voz. Cortés la abrazó con
fuerza—. Sin duda, les dijeron a todos que había muerto. Me
colocaron un trozo de jade entre los labios y amortajaron mi cuerpo
de la cabeza a los pies, a la manera tradicional y arrojaron a Ce
Malinalli Tenepal a la pira funeraria. Sólo que el cuerpo
amortajado no era el mío sino el de la esclava.
—¿Cómo pudieron llevar a cabo el
engaño?
—Unos traficantes de esclavos mayas se
presentaron en el pueblo la noche del funeral. Ahora estoy segura
de que todo estaba planeado de antemano. Me envolvieron en cuero
fresco y se me llevaron. Me vendieron a un rico señor tabasqueño en
Putunchan. No sé cuánto ganó mi madre con la venta. Estoy segura de
que pagaron un buen precio por mí. Espero que los traficantes no
intentaran estafarla.
—Chiquita —dijo Cortés, acariciándole la
suave piel cobriza.
—Mi nuevo amo tabasqueño se llevó una ganga.
Me habían dado clases de canto y danza, y era de sangre real
mexica. Sin tener en cuenta mis sentimientos, en aquel asunto todo
el mundo quedó satisfecho.
El conquistador sintió el contacto de las
lágrimas en el hombro.
—¿Dices que eres de sangre real?
—Mi madre era descendiente del abuelo de
Moctezuma.
—¿Qué me dices de tu padre? ¿También era
noble?
—Mi padre pertenecía a la casa real de
Culhuacan, sometida muchos años atrás por los mexicas. Todos los
años le pagan a Moctezuma una fortuna en tributos. Así y todo, mi
padre era un hombre muy rico. Poseía grandes extensiones de tierra
y muchas casas.
Cortés permaneció en silencio, pensando.
Acarició la larga cabellera negra. Notaba el calor del cuerpo de la
muchacha, como si la rabia hubiera encendido un fuego en su
interior.
—¿Cómo murió tu padre, Marina?
La Malinche tardó un buen rato en
contestar.
—Mi padre era un seguidor del culto de la
Serpiente Emplumada. También conocía las estrellas y predecía el
futuro por los portentos en el cielo. Profetizó públicamente que el
reino de los mexicas... —Su voz se apagó.
—¿Moctezuma le castigó por la
profecía?
—Vinieron unos guerreros. Lo asesinaron en
la plaza, delante de todo el pueblo.
«Ah, ahora lo comprendo —pensó Cortés—. Ya
no eres un misterio para mí». La estrechó con fuerza entre los
brazos.
—¿Te cuentas entre los enemigos de
Moctezuma?
—Si él lo supiera... —susurró La Malinche—.
Soy su peor enemigo.
«No lo dudo ni por un instante», se dijo
Cortés.
Llegaron a una bifurcación en el camino. Una
de las rutas bajaba hacia el valle, a una población llamada Chalco;
la otra conducía a Ame oí meca y al desfiladero entre los volcanes.
Grandes troncos de pino atravesaban este último camino, impidiendo
el paso.
Cortés dio la voz de alto, y luego se
dirigió hasta la carreta, donde viajaban La Malinche y los guías
mexicas.
—El viejo cacique tenía razón
—comentó.
La Malinche asintió en silencio.
—Preguntadle a nuestros guías por qué está
bloqueado el camino
La muchacha tradujo la pregunta y luego la
respuesta.
—Dicen que no debéis preocuparos. El camino
a Chalco es mucho más fácil y podéis estar seguro de que recibiréis
una cálida acogida.
—Muy cálida, si hemos de creer en las
palabras del cacique. —Lo» mexicas le observaban, arrebujados en
las capas para protegerse del intenso frío—. Decidles que
seguiremos por el camino de Amecameca.
Los guías recibieron la noticia con evidente
consternación.
—¿Qué dicen? —preguntó el capitán
general.
—No pueden entender por qué deseáis seguir
el camino más difícil —respondió La Malinche, con una sonrisa—. Les
he dicho que habéis consultado vuestro espejo mágico y que os ha
indicado que sigáis por ese camino. Les preocupa que Moctezuma se
enfade con ellos por haceros pasar tantas fatigas.
—Decidles que asumiré toda la
responsabilidad de mis acciones cuando me encuentre con su señor.
—Cortés se alejó con su caballo—. Traed a unos cuantos hombres con
hachas —le gritó a Al varado—. En un par de horas tendremos
despejado el camino.
En cuanto dejaron atrás la zona boscosa, la
lluvia se convirtió en granizo. El viento les arrojaba a la cara
los trozos de hielo y astillas de roca volcánica, afiladas como el
cristal. Luego comenzó a nevar.
En lo más alto del puerto, la marcha se
convirtió en un calvario. Los españoles, cegados por la nieve,
resbalaban en las placas de hielo y dejaban atrás a veintenas de
porteadores cubanos semidesnudos, que morían de frío. Incluso dos
españoles, debilitados por las heridas recibidas en las batallas
contra los tlaxcaltecas, sucumbieron a las bajísimas temperaturas.
Muchos más se hubieran quedado en el camino, de no haber sido por
Cortés, que recorría la columna una y otra vez, animándolos a
seguir-
Por fin cruzaron el puerto y el camino los
llevó a través de los bosques de cedros y moreras. Abajo vieron los
campos donde se cultivaba el maíz y el maguey, y, a lo lejos, un
gran lago que brillaba como el acero bruñida