2
PUTUNCHAN1 en el río Grijalva
Un conjunto de chozas de adobe y techos de
hojas de palmera, rodeado por una empalizada de troncos. Los
aldeanos, muchos de ellos vestidos con prendas de algodón, se
habían reunido en la orilla del río, enarbolan— do lanzas y arcos.
Otros se habían embarcado en las canoas de guerra y ahora se
encontraban en mitad de la corriente para cerrar el paso. Desde el
interior de la empalizada llegaba el batir de los tambores y el
estridente clamor de las caracolas.
Benítez miró a Cortés. Se preguntó qué clase
de capitán demostrada ser cuando llegara el momento. Debajo de la
barba, sus labios eran finos como una cuchilla. No vio miedo en su
gesto, sino desprecio.
—No parecen muy dispuestos a tratarnos con
la misma amabilidad con la que trataron a Grijalva —comentó
Benítez.
—Venimos en son de paz —replicó Cortés—, y
tendrán que comportarse de la misma manera aunque tenga que
matarlos a todos para persuadirlos. —De pronto abandonó la
inmovilidad para convertirse en el hombre de acción que todos
querían que fuera. Habían situado dos cañones pequeños, falconetes,
sobre la banda de estribor, apuntando a la aldea—. ¡Preparada la
pólvora! —gritó—. ¡Ordaz. listo para arriar los botes! ¡Aguilar,
Norte, venid conmigo!
Los aullidos de guerra resonaron en el río.
Benítez se estremeció. A diferencia de casi todos los demás, no era
un soldado. Había venido a las Indias para fundar una hacienda.
Esperaba que su propio cuerpo no le derrotara.
Permanecieron de pie en los botes, con las
espadas desenvainadas, mientras Diego Godoy, vestido, como
funcionario que era, con traje negro y zapatos con hebillas de
plata, leía a la gente del río Tabasco el requerimiento en el
original latino, y Aguilar lo traducía. Benítez no se estaba
quieto, sudando en la armadura: una cota de malla, peto y
guardapapo. Si había que combatir, ésta sería su primera batalla.
Rezó para no acabar comportándose como un cobarde. Tenía miedo de
una muerte dolorosa, tenía miedo de acabar herido, tenía miedo de
mostrar su temor; todas estas cosas distraían su atención mientras
intentaba concentrarse en las palabras que el notario real leía de
su pergamino.
Aguilar se desgañitaba intentado que su
traducción se escuchara por encima del estrépito de los tambores y
los gritos de guerra.
Los indios se habían acercado con sus canoas
hasta situarse a unas pocas varas de los europeos, esgrimiendo las
lanzas y los escudos de cuero, los cuerpos embadurnados con grasa
blanca y negra.
Benítez rezó para sus adentros una plegaria
a la Virgen.
—Están pintados para la guerra —afirmó
Jaramillo.
El rostro de Cortés se veía ensombrecido por
la furia debajo del casco. Benítez sintió admiración hacia su
comandante. Era como si creyera que podía silenciar a los indios
con la fuerza de su personalidad. Se mostraba absolutamente
tranquilo en medio de toda la algarabía, con una mano apoyada en la
cadera y la otra descansando sobre el pomo de la espada.
—Dijiste que los naturales de este río te
recibieron amistosamente cuando llegaste aquí con Grijalva —le
susurró furioso a Jaramillo.
—Es verdad, señor. Tocaron la flauta y
bailaron para nosotros en la playa. Al parecer, desde entonces algo
les ha ofendido.
Godoy dejó de leer, quizá convencido de que
era en vano.
—Continuad leyendo —le ordenó Cortés.
El notario obedeció.
El Requerimiento era un documento preparado
por la Iglesia que debía leerse en todas las tierras nuevas antes
de tomar posesión de ellas en nombre del papa y del rey de España.
Comenzaba con una breve historia de la cristiandad hasta el momento
en que Dios le encomendaba a san Pedro el cuidado de toda la
humanidad. Después consignaba que el sucesor designado de Pedro era
el papa, y explicaba que el pontífice había donado las islas y los
continentes del océano al rey de España. Por consiguiente, los
habitantes de estas islas debían someterse a Cortés como
representante legal de Carlos I. Si se sometían, serían bien
tratados y recibirían los beneficios del cristianismo; en caso
contrario, se les consideraría rebeldes y sufrirían las
consecuencias.
—Esto es un estupidez —manifestó
Norte.
En la sien de Cortés se vio latir una
vena.
—Ah, así que nuestro renegado ha vuelto a
descubrir el lenguaje de los hombres civilizados. ¿Creéis que la
ley de Dios es estúpida, Norte?
—Estas gentes no entienden ni una palabra de
lo que le estáis diciendo. Nunca han oído hablar del papa. Esto es
ridículo.
—Me complace el hecho de que hayáis
aprendido a hablar una vez más como un caballero español. Pero
también es una lástima que empleéis nuestro gran idioma sólo para
decir herejías.
—¿Es una herejía discutir por lo que es
razonable y justo? Supongo que toda esta farsa sirve para
tranquilizar vuestra conciencia.
—Quizá no tarde en llegar el día en que os
vea colgado de un árbol, Norte, y entonces mi conciencia estará aún
más tranquila.
Godoy acabó la lectura del Requerimiento. El
redoblar de los tambores y los aullidos de los aborígenes era
ensordecedor. Desde la orilla dispararon dos flechas contra el
bote, que cayeron en el agua. Aguilar se volvió para mirar a Cortés
a la espera de nuevas órdenes.
Cortés mostraba una compostura
impresionante, como si los indios que se movían a su alrededor no
fueran más que una molesta nube de mosquitos. Su armadura relucía
al sol. El penacho de su casco de acero se agitaba con el
viento.
Benítez intentó imitar la postura, mientras
hacía lo indecible para dominar el terror— «Quédate quieto —se
dijo—. No permitas que tus compañeros vean que tienes miedo.»
—Diles que venimos como amigos —le ordenó
Cortés al fraile—. Sólo nos interesa conseguir comida y agua, y
volver a establecer con ellos unas relaciones cordiales.
Aguilar comenzó a traducir de inmediato,
añadiendo sus gritos al estrépito general.
—Diles que no deseamos causarles ningún daño
y que, como castellanos que somos, estamos aquí sólo para hacer el
bien —añadió Cortés.
Otra descarga de flechas partió de la orilla
y cayó en el agua muy cerca de la embarcación.
—¡Por mi conciencia, que si persisten en la
violencia, la culpa de k> que vendrá a continuación sólo será de
ellos! ¡Diles, Aguilar, que deben mostrarse pacíficos o encomendar
sus almas a Dios!
—No podemos luchar contra tantos —opinó
Norte.
—¿Qué sabe un marinero renegado sobre
asuntos militares?
—Ellos son miles y nosotros sólo somos un
puñado de hombres.
Si esos hombres son españoles, la victoria
estará siempre de su lado.
Se oyó un silbido, y una lluvia de piedras
lanzadas desde la orilla por los indios armados con hondas cayó
sobre los españoles. Algunas se perdieron en el agua, otras
golpearon contra los escudos y las armaduras. Pero unas cuantas
dieron en la diana. Benítez oyó los gritos de un hombre en una de
las otras embarcaciones.
—¡Ya está bien! —gritó Cortés. Se oyó el
roce del acero cuando desenvainó la espada y la enarboló para que
la vieran desde el bergantín. Era la señal para que dispararan los
cañones.
Los falconetes dispararon al unísono, y la
metralla voló a través del río para explotar con un ruido aterrador
entre los mangles. Hojas y ramas cayeron sobre los cuerpos
destrozados de los aborígenes que tuvieron la desgracia de ser
cazados en la senda de la destrucción. El efecto fue espectacular.
Un millar de voces se alzaron aterrorizadas y los indios escaparon
de la orilla.
Cortés saltó de la embarcación y comenzó a
avanzar por el agua fangosa que le llegaba a los muslos.
—¡Santiago y cierra España!
Los soldados imitaron a su capitán, y le
siguieron en su camino hacia la orilla. Benítez se unió a ellos,
llevado por la excitación del momento.
Benítez recordaría muy poco de aquella
primera batalla en el río. El miedo obnubiló su mente; se lanzó
hacia un grupo de cuerpos morenos y pintarrajeados, casi
ensordecido por los gritos de guerra de los naturales, el retumbar
de los tambores, la estridencia de los pitos. Descargó mandobles a
diestro y siniestro. El primitivo escudo de madera que tenía
delante se partió en dos y el indio que lo sostenía se cogió lo que
quedaba de su brazo.
Continuó la carga, ensartando con la espada
otro cuerpo desnudo. Pero ahora los aborígenes, recuperados del
primer susto, regresaban a la orilla para sumarse a la batalla.
Eran demasiados. Era imposible creer que pudieran derrotar a
semejante horda.
«Voy a morir. Dejaré la vida en este río
fangoso.»
Benítez apenas si era consciente de lo que
hacía. Descargó otro salvaje golpe con la espada, y un indio se
desplomó a sus pies. El agua se llenó de cadáveres y rápidamente
comenzó a teñirse de rojo.
Levantó la espada para atacar de nuevo,
bajando la guardia y abrió la boca, aterrorizado, cuando vio venir
una lanza recta hacia su pecho. Pero la punca de obsidiana se
destrozó contra el peto de acero.
Descargó un mandoble contra su atacante,
tropezó con un cuerpo hundido en el agua y se cayó. Comenzó a
moverse con desesperación en el fango, ahogándose con el agua,
intentando ponerse de pie. Cuando levantó la cabeza, vio que tenía
a uno de los indígenas a su lado, armado con un hacha de piedra.
Había perdido el casco de acero en el agua. No podía hacer nada
para protegerse.
Pero en lugar de rematado, el guerrero lo
cogió por el pelo y comenzó a arrastrarlo hacia la orilla. Benítez
intentó sujetar la espada con la mano izquierda para atacar al
indio. Antes de que pudiera hacerlo, vio a Cortés que se acercaba
chapoteando, le vio clavar la espada en el vientre de su captor. El
hombre gritó al tiempo que lo soltaba, para apartarse después
mientras intentaba aguantar con las manos los intestinos que se le
escapaban por el tajo.
Cortés levantó a Benítez con un violento
tirón.
—¡Santiago! —gritó.
«No hay duda de que el santo está conmigo
—pensó Benítez—. Ahora tendría que estar muerto. ¿Por qué el indio
no me mató cuando tuvo la ocasión?»