62

 

ENTRARON en la gran plaza de Tenochtitlan. A un lado se alzaba el gran palacio de Moctezuma, con los muros color rosa, y al otro el Gran Templo. Enfrente, más allá del zoológico privado del emperador, estaba el palacio del señor Axayácatl, Rostro en el Agua, padre de Moctezuma. Aquél sería su nuevo alojamiento.
Cuitláhuac en persona los escoltó hasta la residencia.
Atravesaron un patio inmenso, donde predominaba el olor de las flores de los jardines y pasaron entre estanques adornados con estatuas policromas donde crecían multitud de peces. El edificio era enorme, con los muros de piedra recubiertos de yeso y pulidos hasta hacerlos brillar como la plata; las vigas del techo eran de cedro, y las paredes y los suelos estaban cubiertos con tapices y alfombras de plumas y algodón.
Se habían cuidado todos los detalles. Maderas de olor ardían en los braseros y había camas de paja trenzada en todos los dormitorios. La habitación reservada para Cortés también contenía un trono de oro batido, incrustado con piedras preciosas.
Cortés estaba asombrado. El palacio era tan inmenso que un hombre podía perderse fácilmente en el laberinto de pasillos: las habitaciones privadas se abrían a grandes salas de audiencia que a su vez comunicaban con patios provistos de baños de vapor, fuentes y jardines. Superaba todo lo imaginable. Ni siquiera los palacios de Toledo y Santiago podían compararse con aquella maravilla.
Sin embargo, tenía muy presente que no debía permitir que la gloria del momento, o el esplendor del entorno, le cegara a la realidad de la situación. A pesar de las muchas y muy amables palabras de Moctezuma, aún no había decidido nada.
Se dejó llevar por su instinto de soldado. Ordenó que se apostaran centinelas en lo alto de los muros y que los demás permanecieran en el interior del palacio. También mandó que subieran los falconetes a la azotea y que los artilleros dispararan una salva de fogueo. Los estampida sacudieron la ciudad y resonaron por todo el valle, como una celebración por la llegada y también como una advertencia para los anfitriones.

 

Cortés no había acabado de instalarse en su habitación cuando Cáceres le anunció que fray Bartolomé Olmedo y el hermano Aguilar esperaban friera, y que deseaban hablar con él inmediatamente.
—Muy bien, hacedles pasar —le dijo a su mayordomo, mientras se pasaba una mano por el rostro, con aire fatigado.
Olmedo parecía desconcertado, algo habitual en él, mientras que Aguilar mostraba su típica expresión de sufrida paciencia. Cortés sintió que crecía su irritación. Sin duda habían venido para recordarle cuál era su deber. ¡Detestaba a los frailes!
—¿Qué deseáis?
Los dos hombres intercambiaron una mirada, y fue Olmedo quien se decidió a hablar primero.
—El hermano Aguilar ha planteado un asunto muy grave.
Cortés permaneció en silencio, pero los miró con una expresión de furia. Olmedo se dejó intimidar por esta táctica, pero no ocurrió lo mismo con Aguilar.
—Mucho me temo que las palabras de doña Marina hayan llevado a los nativos de esta tierra a creer que sois un dios.
El capitán general notó los latidos de una vena en la sien. «¡Tú y tu moralidad de pacotilla! ¡Tendría que haberte dejado la playa de Yucatán! Me has causado más problemas que Norte.» Pero Cortés se guardó sus pensamientos y esperó a serenarse.
—Todos sois testigos de lo que siempre le he dicho que tradujera. ¿Qué prueba tenéis de que haya cambiado mis palabras?
—¿De dónde si no, mi señor, ha surgido la creencia de que sois un dios?
—No lo sé, hermano Aguilar. Tratamos con gentes cargadas con muchas supersticiones. Por eso estamos aquí. Para liberarlos de sus demonios y traerles la buena nueva de la única y verdadera fe.
—¡Ella se encarga de confundir nuestras buenas obras! —protestó el hermano—, ¡Les dice a todos que sois la Serpiente Emplumada!
—No tenéis ninguna prueba.
Aguilar apretó el libro de horas contra el pecho.
—Debéis permitir que vuelva a ser vuestro intérprete una vez más —afirmó—. De esta manera podréis estar seguro de que vuestro mensaje no es corrompido.
—Vos no habláis su lengua, Aguilar. Por esa razón doña Marina ha demostrado ser tan valiosa para nosotros.
—Algunos de los mexicas hablan chontal. Podríamos...
—¿Qué? —le interrumpió el capitán general—. ¿Nos pasaríamos todo el día escuchando cómo parloteáis como una cotorra? ¡Ya tardamos bastante ahora para comunicarnos con esta gente! ¿Tenéis miedo de que mi mensaje sea corrompido? ¡Mucho más lo sería si tiene que pasar a través de las mentes y las lenguas de cuatro personas diferentes!
—Sólo nos preocupa la posibilidad de que os veáis en una situación comprometida, mi señor —intervino Olmedo, con la voluntad de serenar al comandante.
—¡Por todos los santos! —exclamó Cortés, descargando un puñetazo contra la mesa—. ¿Cómo puedo verme en una situación comprometida? ¿De qué me acusaríais? ¿De ser un traidor? ¿Un hereje? ¿O de ser un blasfemo?
Olmedo se encogió ante la ira del capitán general.
—Es lo que pueden llegar a decir de vos las personas malintencionadas —manifestó.
—¿Decir de mí? ¿Qué más podría pedirme que hiciera cualquier persona razonable? Allí donde he podido en esta tierra he destruido los ídolos del diablo y he convertido sus templos en casas de Dios. Podría haber hecho mucho, muchísimo más, y sin embargo, fuisteis vos quien contuvo mi mano. Ahora me acusáis de blasfemia.
—No pensaba tal cosa, mi señor.
Cortés no hizo caso de la protesta de fray Bartolomé y se volvió hacia Aguilar.
—En cuanto a vos, hermano, habéis abusado de mi paciencia.
—Mi señor, no temo lo que es, sino lo que pueda parecer —manifestó Aguilar, con el rostro pálido.
—¡Lo que parece ser es lo que es! He traído a Dios a esta tierra con la protección del estandarte de Cristo y he defendido los intereses de mi rey hasta el mismísimo trono de un gran imperio. Muy pronto estaré en disposición de entregar este reino intacto, no sólo al rey de España sino también a Dios. Cuando otros quisieron regresar, yo fui el único en sostener la causa de nuestra cruzada. ¿Lo ponéis en duda?
—No, mi señor —contestó Olmedo, en el acto.
—¡No tenéis ningún motivo para desconfiar de mí o de doña Marina! ¿Qué debo hacer para demostraros que estoy comprometido con vuestra causa? —preguntó el conquistador.
Olmedo permaneció en silencio, pero fue Aguilar, con su habitual prepotencia, quien quiso tener la última palabra.
—Debéis convencerlos de que no sois un dios.
—Yo me ocuparé de mis asuntos, hermano Aguilar, y vos aseguraos de atender los vuestros. —Les volvió la espalda—. Marchaos —ordenó, pero antes de que llegaran a la puerta, los detuvo—. Fray Bartolomé, no temáis por mí. Os demostraré que soy un paladín de Cristo. Os lo demostraré de tal manera que nunca más volveréis a tener dudas.
Incluso a Olmedo, las palabras de Cortés le sonaron más como una amenaza que como una promesa.
La princesa azteca
titlepage.xhtml
index_split_000.xhtml
index_split_001.xhtml
index_split_002.xhtml
index_split_003.xhtml
index_split_004.xhtml
index_split_005.xhtml
index_split_006.xhtml
index_split_007.xhtml
index_split_008.xhtml
index_split_009.xhtml
index_split_010.xhtml
index_split_011.xhtml
index_split_012.xhtml
index_split_013.xhtml
index_split_014.xhtml
index_split_015.xhtml
index_split_016.xhtml
index_split_017.xhtml
index_split_018.xhtml
index_split_019.xhtml
index_split_020.xhtml
index_split_021.xhtml
index_split_022.xhtml
index_split_023.xhtml
index_split_024.xhtml
index_split_025.xhtml
index_split_026.xhtml
index_split_027.xhtml
index_split_028.xhtml
index_split_029.xhtml
index_split_030.xhtml
index_split_031.xhtml
index_split_032.xhtml
index_split_033.xhtml
index_split_034.xhtml
index_split_035.xhtml
index_split_036.xhtml
index_split_037.xhtml
index_split_038.xhtml
index_split_039.xhtml
index_split_040.xhtml
index_split_041.xhtml
index_split_042.xhtml
index_split_043.xhtml
index_split_044.xhtml
index_split_045.xhtml
index_split_046.xhtml
index_split_047.xhtml
index_split_048.xhtml
index_split_049.xhtml
index_split_050.xhtml
index_split_051.xhtml
index_split_052.xhtml
index_split_053.xhtml
index_split_054.xhtml
index_split_055.xhtml
index_split_056.xhtml
index_split_057.xhtml
index_split_058.xhtml
index_split_059.xhtml
index_split_060.xhtml
index_split_061.xhtml
index_split_062.xhtml
index_split_063.xhtml
index_split_064.xhtml
index_split_065.xhtml
index_split_066.xhtml
index_split_067.xhtml
index_split_068.xhtml
index_split_069.xhtml
index_split_070.xhtml
index_split_071.xhtml
index_split_072.xhtml
index_split_073.xhtml
index_split_074.xhtml
index_split_075.xhtml
index_split_076.xhtml
index_split_077.xhtml
index_split_078.xhtml
index_split_079.xhtml
index_split_080.xhtml
index_split_081.xhtml
index_split_082.xhtml
index_split_083.xhtml
index_split_084.xhtml
index_split_085.xhtml
index_split_086.xhtml
index_split_087.xhtml
index_split_088.xhtml
index_split_089.xhtml
index_split_090.xhtml
index_split_091.xhtml
index_split_092.xhtml
index_split_093.xhtml
index_split_094.xhtml
index_split_095.xhtml
index_split_096.xhtml
index_split_097.xhtml
index_split_098.xhtml
index_split_099.xhtml
index_split_100.xhtml
index_split_101.xhtml
index_split_102.xhtml
index_split_103.xhtml
index_split_104.xhtml
index_split_105.xhtml
index_split_106.xhtml
index_split_107.xhtml
index_split_108.xhtml
index_split_109.xhtml
index_split_110.xhtml
index_split_111.xhtml
index_split_112.xhtml
index_split_113.xhtml
index_split_114.xhtml
index_split_115.xhtml