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ENTRARON en la gran plaza de
Tenochtitlan. A un lado se alzaba el gran palacio de Moctezuma, con
los muros color rosa, y al otro el Gran Templo. Enfrente, más allá
del zoológico privado del emperador, estaba el palacio del señor
Axayácatl, Rostro en el Agua, padre de Moctezuma. Aquél sería su
nuevo alojamiento.
Cuitláhuac en persona los escoltó hasta la
residencia.
Atravesaron un patio inmenso, donde
predominaba el olor de las flores de los jardines y pasaron entre
estanques adornados con estatuas policromas donde crecían multitud
de peces. El edificio era enorme, con los muros de piedra
recubiertos de yeso y pulidos hasta hacerlos brillar como la plata;
las vigas del techo eran de cedro, y las paredes y los suelos
estaban cubiertos con tapices y alfombras de plumas y
algodón.
Se habían cuidado todos los detalles.
Maderas de olor ardían en los braseros y había camas de paja
trenzada en todos los dormitorios. La habitación reservada para
Cortés también contenía un trono de oro batido, incrustado con
piedras preciosas.
Cortés estaba asombrado. El palacio era tan
inmenso que un hombre podía perderse fácilmente en el laberinto de
pasillos: las habitaciones privadas se abrían a grandes salas de
audiencia que a su vez comunicaban con patios provistos de baños de
vapor, fuentes y jardines. Superaba todo lo imaginable. Ni siquiera
los palacios de Toledo y Santiago podían compararse con aquella
maravilla.
Sin embargo, tenía muy presente que no debía
permitir que la gloria del momento, o el esplendor del entorno, le
cegara a la realidad de la situación. A pesar de las muchas y muy
amables palabras de Moctezuma, aún no había decidido nada.
Se dejó llevar por su instinto de soldado.
Ordenó que se apostaran centinelas en lo alto de los muros y que
los demás permanecieran en el interior del palacio. También mandó
que subieran los falconetes a la azotea y que los artilleros
dispararan una salva de fogueo. Los estampida sacudieron la ciudad
y resonaron por todo el valle, como una celebración por la llegada
y también como una advertencia para los anfitriones.
Cortés no había acabado de instalarse en su
habitación cuando Cáceres le anunció que fray Bartolomé Olmedo y el
hermano Aguilar esperaban friera, y que deseaban hablar con él
inmediatamente.
—Muy bien, hacedles pasar —le dijo a su
mayordomo, mientras se pasaba una mano por el rostro, con aire
fatigado.
Olmedo parecía desconcertado, algo habitual
en él, mientras que Aguilar mostraba su típica expresión de sufrida
paciencia. Cortés sintió que crecía su irritación. Sin duda habían
venido para recordarle cuál era su deber. ¡Detestaba a los
frailes!
—¿Qué deseáis?
Los dos hombres intercambiaron una mirada, y
fue Olmedo quien se decidió a hablar primero.
—El hermano Aguilar ha planteado un asunto
muy grave.
Cortés permaneció en silencio, pero los miró
con una expresión de furia. Olmedo se dejó intimidar por esta
táctica, pero no ocurrió lo mismo con Aguilar.
—Mucho me temo que las palabras de doña
Marina hayan llevado a los nativos de esta tierra a creer que sois
un dios.
El capitán general notó los latidos de una
vena en la sien. «¡Tú y tu moralidad de pacotilla! ¡Tendría que
haberte dejado la playa de Yucatán! Me has causado más problemas
que Norte.» Pero Cortés se guardó sus pensamientos y esperó a
serenarse.
—Todos sois testigos de lo que siempre le he
dicho que tradujera. ¿Qué prueba tenéis de que haya cambiado mis
palabras?
—¿De dónde si no, mi señor, ha surgido la
creencia de que sois un dios?
—No lo sé, hermano Aguilar. Tratamos con
gentes cargadas con muchas supersticiones. Por eso estamos aquí.
Para liberarlos de sus demonios y traerles la buena nueva de la
única y verdadera fe.
—¡Ella se encarga de confundir nuestras
buenas obras! —protestó el hermano—, ¡Les dice a todos que sois la
Serpiente Emplumada!
—No tenéis ninguna prueba.
Aguilar apretó el libro de horas contra el
pecho.
—Debéis permitir que vuelva a ser vuestro
intérprete una vez más —afirmó—. De esta manera podréis estar
seguro de que vuestro mensaje no es corrompido.
—Vos no habláis su lengua, Aguilar. Por esa
razón doña Marina ha demostrado ser tan valiosa para
nosotros.
—Algunos de los mexicas hablan chontal.
Podríamos...
—¿Qué? —le interrumpió el capitán general—.
¿Nos pasaríamos todo el día escuchando cómo parloteáis como una
cotorra? ¡Ya tardamos bastante ahora para comunicarnos con esta
gente! ¿Tenéis miedo de que mi mensaje sea corrompido? ¡Mucho más
lo sería si tiene que pasar a través de las mentes y las lenguas de
cuatro personas diferentes!
—Sólo nos preocupa la posibilidad de que os
veáis en una situación comprometida, mi señor —intervino Olmedo,
con la voluntad de serenar al comandante.
—¡Por todos los santos! —exclamó Cortés,
descargando un puñetazo contra la mesa—. ¿Cómo puedo verme en una
situación comprometida? ¿De qué me acusaríais? ¿De ser un traidor?
¿Un hereje? ¿O de ser un blasfemo?
Olmedo se encogió ante la ira del capitán
general.
—Es lo que pueden llegar a decir de vos las
personas malintencionadas —manifestó.
—¿Decir de mí? ¿Qué más podría pedirme que
hiciera cualquier persona razonable? Allí donde he podido en esta
tierra he destruido los ídolos del diablo y he convertido sus
templos en casas de Dios. Podría haber hecho mucho, muchísimo más,
y sin embargo, fuisteis vos quien contuvo mi mano. Ahora me acusáis
de blasfemia.
—No pensaba tal cosa, mi señor.
Cortés no hizo caso de la protesta de fray
Bartolomé y se volvió hacia Aguilar.
—En cuanto a vos, hermano, habéis abusado de
mi paciencia.
—Mi señor, no temo lo que es, sino lo que
pueda parecer —manifestó Aguilar, con el rostro pálido.
—¡Lo que parece ser es lo que es! He traído
a Dios a esta tierra con la protección del estandarte de Cristo y
he defendido los intereses de mi rey hasta el mismísimo trono de un
gran imperio. Muy pronto estaré en disposición de entregar este
reino intacto, no sólo al rey de España sino también a Dios. Cuando
otros quisieron regresar, yo fui el único en sostener la causa de
nuestra cruzada. ¿Lo ponéis en duda?
—No, mi señor —contestó Olmedo, en el
acto.
—¡No tenéis ningún motivo para desconfiar de
mí o de doña Marina! ¿Qué debo hacer para demostraros que estoy
comprometido con vuestra causa? —preguntó el conquistador.
Olmedo permaneció en silencio, pero fue
Aguilar, con su habitual prepotencia, quien quiso tener la última
palabra.
—Debéis convencerlos de que no sois un
dios.
—Yo me ocuparé de mis asuntos, hermano
Aguilar, y vos aseguraos de atender los vuestros. —Les volvió la
espalda—. Marchaos —ordenó, pero antes de que llegaran a la puerta,
los detuvo—. Fray Bartolomé, no temáis por mí. Os demostraré que
soy un paladín de Cristo. Os lo demostraré de tal manera que nunca
más volveréis a tener dudas.
Incluso a Olmedo, las palabras de Cortés le
sonaron más como una amenaza que como una promesa.