32

 

DESPUÉS de Jalapa, el camino volvía a subir. Dejaron la selva a la izquierda mientras avanzaban por los frescos bosques de cedros, robles y pinos, atravesados por impetuosos arroyos. Sólo tenían delante la impresionante montaña cubierta de nieve. Los porteadores semidesnudos comenzaron a temblar de frío.
Llegaron a la ciudad de Xochicoatlán en la frontera totonaca. El jefe se llamaba Olintetl. No pareció muy impresionado por los caballos y los sabuesos de combate. En cambio, les advirtió de la presencia de un ejército de cien mil guerreros de Moctezuma que les esperaba en el valle de México.
A la mañana siguiente, cuando reemprendieron la marcha, las nubes que anunciaban más nieve tapaban la cumbre del Cofre de Feroce. Los totonacas, que miraban el horizonte con el miedo en los ojos, compraron o robaron todas las mantas que había en la ciudad.
Marcharon bajo un cielo plomizo. Los pendones de la caballería y los estandartes de San Andrés ondeaban al viento y el redoble de los tambores resonaba en los pasos desiertos.
Llovía todas las tardes; las ruedas de los carretones se hundían en el fango y los caballos resbalaban, luchando por mantener el equilibrio en los estrechos caminos de cornisa. Ascendieron entre nubes por un puerto que llamaron Nombre de Dios. La lluvia se convirtió en granizo y escarcha. Varios porteadores cubanos murieron congelados en los desfiladeros.
De vez en cuando pasaban por un poblado miserable y desierto. Los habitantes huían en cuanto les oían llegar, y dejaban atrás algunos peños esqueléticos para que les ladraran antes de que los soldados acabaran matándolos para comérselos en la cena. En los templos desiertos encontraban restos de huesos humanos.
En cada poblado, Diego Godoy leía el Requerimiento. El padre Olmedo y el hermano Aguilar erigían cruces en cada cumbre. Los buitres volaban en círculos por encima de sus cabezas.

 

El bosque quedaba ahora muy abajo. Poco a poco, el camino se hizo menos empinado y llegaron a una meseta pelada, una vista impresionante de lagos salados, rota únicamente por las siluetas espinosas de los enormes cactos y algún que otro arbusto achaparrado. No había nada que cazar, ni agua fresca para beber. Las pulmonías, el hambre y la sed hicieron estragos entre los porteadores.
Cortés los incitaba a seguir adelante. «¡Ya casi hemos llegado! —les gritaba—. El final de nuestro viaje está detrás de la próxima cumbre!»

 

No había tierra donde clavar las piquetas de las tiendas, así que estiraron las mantas sobre el basalto, y se acurrucaron los unos contra los otros en busca de calor, intentando dormir un poco. El viento nocturno aullaba en sus oídos, mientras una lluvia helada les calaba hasta los huesos.
Benítez abrazó a Flor de Lluvia. La arropó con su capa y la apretó contra su cuerpo para darle un poco de calor.
«Vamos a morir aquí —pensó Benítez—. Nos congelaremos en este desierto y los buitres se comerán nuestros huesos hasta que no quede ni rastro.» Se maldijo por haber sido un idiota. ¿Por qué había dejado Cuba? ¿Por qué había seguido a Cortés hasta aquí? Velázquez de León y Ordaz tenían toda la razón.
Flor de Lluvia se abrazó con más fuerza, al tiempo que decía algo en su idioma que no se entendía entre el ruido del viento y la lluvia.
Norte estaba tan cerca que Benítez oía como le castañeteaban los dientes.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó Benítez.
—Se pregunta —contestó Norte, casi a voz en cuello—, que dado nuestro entusiasmo por arrojarnos en los altares de Moctezuma, ¿por qué queremos sufrir tanto primero?
La princesa azteca
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