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DESPUÉS de Jalapa, el camino
volvía a subir. Dejaron la selva a la izquierda mientras avanzaban
por los frescos bosques de cedros, robles y pinos, atravesados por
impetuosos arroyos. Sólo tenían delante la impresionante montaña
cubierta de nieve. Los porteadores semidesnudos comenzaron a
temblar de frío.
Llegaron a la ciudad de Xochicoatlán en la
frontera totonaca. El jefe se llamaba Olintetl. No pareció muy
impresionado por los caballos y los sabuesos de combate. En cambio,
les advirtió de la presencia de un ejército de cien mil guerreros
de Moctezuma que les esperaba en el valle de México.
A la mañana siguiente, cuando reemprendieron
la marcha, las nubes que anunciaban más nieve tapaban la cumbre del
Cofre de Feroce. Los totonacas, que miraban el horizonte con el
miedo en los ojos, compraron o robaron todas las mantas que había
en la ciudad.
Marcharon bajo un cielo plomizo. Los
pendones de la caballería y los estandartes de San Andrés ondeaban
al viento y el redoble de los tambores resonaba en los pasos
desiertos.
Llovía todas las tardes; las ruedas de los
carretones se hundían en el fango y los caballos resbalaban,
luchando por mantener el equilibrio en los estrechos caminos de
cornisa. Ascendieron entre nubes por un puerto que llamaron Nombre
de Dios. La lluvia se convirtió en granizo y escarcha. Varios
porteadores cubanos murieron congelados en los desfiladeros.
De vez en cuando pasaban por un poblado
miserable y desierto. Los habitantes huían en cuanto les oían
llegar, y dejaban atrás algunos peños esqueléticos para que les
ladraran antes de que los soldados acabaran matándolos para
comérselos en la cena. En los templos desiertos encontraban restos
de huesos humanos.
En cada poblado, Diego Godoy leía el
Requerimiento. El padre Olmedo y el hermano Aguilar erigían cruces
en cada cumbre. Los buitres volaban en círculos por encima de sus
cabezas.
El bosque quedaba ahora muy abajo. Poco a
poco, el camino se hizo menos empinado y llegaron a una meseta
pelada, una vista impresionante de lagos salados, rota únicamente
por las siluetas espinosas de los enormes cactos y algún que otro
arbusto achaparrado. No había nada que cazar, ni agua fresca para
beber. Las pulmonías, el hambre y la sed hicieron estragos entre
los porteadores.
Cortés los incitaba a seguir adelante. «¡Ya
casi hemos llegado! —les gritaba—. El final de nuestro viaje está
detrás de la próxima cumbre!»
No había tierra donde clavar las piquetas de
las tiendas, así que estiraron las mantas sobre el basalto, y se
acurrucaron los unos contra los otros en busca de calor, intentando
dormir un poco. El viento nocturno aullaba en sus oídos, mientras
una lluvia helada les calaba hasta los huesos.
Benítez abrazó a Flor de Lluvia. La arropó
con su capa y la apretó contra su cuerpo para darle un poco de
calor.
«Vamos a morir aquí —pensó Benítez—. Nos
congelaremos en este desierto y los buitres se comerán nuestros
huesos hasta que no quede ni rastro.» Se maldijo por haber sido un
idiota. ¿Por qué había dejado Cuba? ¿Por qué había seguido a Cortés
hasta aquí? Velázquez de León y Ordaz tenían toda la razón.
Flor de Lluvia se abrazó con más fuerza, al
tiempo que decía algo en su idioma que no se entendía entre el
ruido del viento y la lluvia.
Norte estaba tan cerca que Benítez oía como
le castañeteaban los dientes.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó Benítez.
—Se pregunta —contestó Norte, casi a voz en
cuello—, que dado nuestro entusiasmo por arrojarnos en los altares
de Moctezuma, ¿por qué queremos sufrir tanto primero?