Capítulo 62
Salster, a fines del verano de 1397
Si alguna fuerza de la alquimia hubiera dispuesto la naturaleza de tal forma que ciertas palabras especiales fueran visibles en el bochornoso aire de agosto, se habría visto que esas mismas palabras atravesaban velozmente las hileras de las casas y calles de la ciudad. Y también se habría visto que su origen era la casa del alcalde, Nicholas Brygge; la primera parada, el negocio de velas de Jewry Lane; y que luego se congregaban en una muchedumbre de suaves susurros, en el solar del extraño y recelado edificio de Richard Daker, fuera de las murallas de la ciudad. Allí donde las casuchas de pobres y mendigos se adherían con una tenacidad infestada de parásitos y corrientes de aire, a la protección de la alta piedra que estaba a sus espaldas, las palabras tenían más potencia y se movían más veloces.
«Óbito», corrían los susurros, y «limosnas», aquella palabra dulce en lenguas más habituadas a la amargura. Al día siguiente, cuatro años después de su muerte, se velaría y rogaría por el hijo de Richard Daker y sería recordado, a la luz de las velas, con chelines y peniques para el beneficio de los pobres.
Si las murmuraciones dejaran un rastro de su paso como el silencioso caracol, se habría visto que entraban y salían de todas las moradas de la ciudad pues ni las más pobres ni las más ricas eran inmunes al olfato de que algo fuera de lo ordinario estaba sucediendo.
¿Un óbito después de cuatro años, cuando no se había celebrado ninguno a su muerte?
No se había celebrado ninguna ceremonia ni a la semana, ni al mes, para rogar por el alma del joven Daker y ningún óbito había alegrado los corazones de los pobres de Salster.
¿Por qué ahora?, se preguntaban.
El sol brumoso y tumefacto de los días anteriores había desaparecido, y sobre el colegio y sus gentes se suspendía un cielo pesado y un retumbar de truenos apagados que no admitían ninguna posibilidad de evadirse del aire fétido de la ciudad y dejaban a la ciudadanía aletargada bajo su opresión.
La lluvia sería bien recibida, reflexionó Gwyneth.
Recordó el funeral de John, ese mismo día, cuatro años atrás. Aunque la sequía había cesado unas horas antes del entierro, los sepultureros de la catedral habían encontrado tan difícil romper la tierra aquel día como cualquier otro del verano, de tanto que se había resecado.
Que John fuera enterrado en terreno comunal, frente a la catedral, había escandalizado a muchos. Algunas personas sostenían que el cuerpo del niño, sin duda, sería llevado a enterrar a Londres. Otras aseguraban que su padre procuraría un sitio para él dentro de la catedral, para que descansara con otros de su posición.
Pero Richard había permanecido fiel a su creencia en la igualdad de todos los hombres y había consignado los restos de su hijo al cementerio adonde estaban destinados a ir todos los residentes que no fueran de alta alcurnia o sacerdotes: el abarrotado camposanto comunal.
El funeral de John, en la nave de la catedral, había sido el primero de tres y los otros cuerpos también yacían en ataúdes en el gran vientre de la iglesia. Salster era una ciudad próspera y donde tenía lugar tanta vida, que la muerte también era esperada como una cosa cotidiana.
Pero no una muerte como la de John, pensó. La muerte por edad avanzada o por padecimientos era algo de esperar, como lo era la peligrosa empresa de dar a luz. Pero la vida de un joven robusto segada por un movimiento fortuito...
¿El tullido tuvo algo que ver?
En aquel momento, al igual que entonces, las palabras se deslizaron en su oído pese a los esfuerzos que había hecho por no oírlas. Sabía que Toby no había tenido la culpa; también sabía que su presencia en la obra en construcción de manera incuestionable había llevado a John Daker a la muerte.
Gwyneth estaba de pie en la calle llena de surcos mientras sus albañiles, cada uno con una vela en la mano y cada llama achatada por el andar solemne del portador, caminaban alrededor del perímetro exterior del colegio: habían recibido instrucción de dar tres vueltas alrededor del lugar antes de detenerse. Como conocía bien a aquellos hombres, Gwyneth había calculado que en la primera pasada el embarazo que sentían ante aquel ritual sombrío y desusado les impediría adoptar el aire de solemnidad que requería la ocasión. La segunda vez llegarían a adquirir un grado de tolerancia a las miradas de la gente, mientras el pueblo de la ciudad contemplaba a los albañiles caminar en medio del silencio de la ceremonia. Gwyneth consideraba que en la tercera vuelta, sus rostros serían adecuadamente solemnes, ya que su desplazamiento en procesión y las velas que sostenían bajo el cielo encapotado, los acercaba al estado de disposición para lo que vendría.
Tres veces pasaron frente a ella —Edwin Gore, Ranulf Bere, Steven Holdere y los demás—; tres veces pasaron alrededor de las altas paredes externas de los edificios y las amplias arcadas que atraían la mirada hacia el Octágono ya casi concluido, antes de detenerse cada uno a cinco pasos de su compañero, en torno al perímetro del colegio. Todos los canteros estaban de pie, con el rostro vuelto hacia la multitud, ya sin sonreír y con las velas a la altura del pecho.
Aquellos movimientos no eran ensayados, Gwyneth no sería acusada de chabacanería, pero había calculado el contorno de la obra y había medido mentalmente el número de pasos que debía separar a cada albañil de su vecino para que la distribución fuera uniforme. Aquellas eran las instrucciones dadas a los albañiles que llevaban las velas. Algunos habían preguntado el nombre del sacerdote que los guiaría para realizar las plegarias apropiadas, y Gwyneth había respondido con sencillez que no habría ningún sacerdote.
Una brisa cálida y débil empezó a levantarse mientras se encontraban de pie, en silencio frente a la multitud tensa y expectante, y las manos se alzaron deprisa ahuecadas para cubrir y alimentar las llamas que podían extinguirse con facilidad. Gwyneth sintió que sus mejillas encendidas se enfriaban cuando dio un paso adelante, tomó un fardo de ropas de una carretilla que se encontraba entre Alysoun y Henry y se lo entregó a su hijastro. Henry recibió el fardo en silencio y se dirigió hacia el arco de entrada, en el extremo noroeste del colegio, donde ocupó un lugar frente a los que portaban las velas y miró a la multitud sin inmutarse.
Dando un paso adelante después de que Henry se detuviera y cogiendo otro fardo, Gwyneth se lo extendió a la figura vestida de negro que se aproximaba. Piers Mottis inclinó apenas la cabeza cubierta con sombrero oscuro al recibir el fardo y, sin pronunciar palabra, pasó delante de Henry y dio la vuelta al colegio hasta el puesto designado en el arco de entrada del sudeste. Cuando le llegó el turno, Nicholas Brygge también se adelantó para coger una pila idéntica de ropa, y por último, levantando en brazos el fardo que quedaba, Gwyneth se dirigió al último arco. Ella y Brygge, cuya información sobre la ciudad y sus habitantes era insuperable, habían decidido juntos qué pobres de edad avanzada recibirían los abrigos de lana con el octógono azul cosido en el pecho. En ese momento, de pie allí con los portadores de velas a su espalda, gritó los cuatro nombres que había memorizado. La multitud murmuraba como si concordara con la elección de los que serían favorecidos e hizo lugar para que los hombres y mujeres así convocados avanzaran poco a poco hasta pararse frente a Gwyneth; sus rostros se debatían entre la humildad apropiada y la expectativa impaciente y sus ojos lanzaban sin parar miradas que se detenían fugazmente en el semblante de la mujer, como si su compostura les quemara los ojos y, pese a todo, estuvieran obligados a mirarla.
Mientras Gwyneth contemplaba a aquellos despreciados de la ciudad, los desgraciados con cuyas penurias el resto de la población medía sus bendiciones, sintió que se encogía por dentro al recordar que incluso aquellas personas se habían apartado de su niño, habían hecho la odiada señal contra el mal de ojo, mascullado entre dientes y proferido cantilenas contra él y contra su vida. Abominación. Hijo del diablo. Maldito.
La bilis se le subió a la garganta y durante un momento sintió que los abrigos le pesaban en los brazos y tuvo el impulso de arrojar el fardo de lana contra la hilera de rostros esperanzados y dejar que cayeran al suelo.
Pero en lugar de eso, respiró hondo y se concentró en su propósito.
—En el futuro —comenzó abruptamente Gwyneth, con una voz que resonó fuerte y clara en el aire inmóvil—, este lugar se llamará Daker College, fundado y donado por Richard Daker, viñatero del gremio y de la ciudad de Londres. Aquí murió de la manera más inapropiada su hijo John Daker, en quien concluyó el linaje y el nombre de su padre, cuyo apellido ahora solo pervivirá en este colegio. Para honrar la memoria de Richard Daker y su hijo John, se os entregan estas limosnas. En reconocimiento de este obsequio, ¿prometéis rezar por la futura terminación y el buen gobierno de este colegio durante todos los días de vuestra vida?
Sus ojos, que habían recorrido la hilera de quienes aguardaban recibir la ropa, se concentraron en la figura que estaba más cerca de ella, un hombre delgado y ya mayor. Su figura encorvada se apoyaba en una muleta y una pierna se torcía debajo de él como si se le hubiera roto la cadera y se hubiera curado mal. Él la fulminó a su vez con la misma mirada intensa que ella durante un segundo antes de bajar los ojos e inclinar aún más la cabeza.
—Así rezaré —admitió, como intimidado, sacudiendo la cabeza a los costados para ver si sus compañeros se disponían a imitarlo. Todos repitieron el estribillo que confirmaba que ellos también rezarían.
Cuando Gwyneth se adelantó a depositar los abrigos en las manos que esperaban con ansiedad, cerró los oídos a las preguntas masculladas a medias que surgían de la multitud y golpeaban en sus oídos. Sabía que sus palabras les habían provocado estremecimiento y perturbación. Las plegarias por los muertos eran el precio habitual que se pagaba por las limosnas, pero las plegarias por la prosperidad de un edificio y por las de aquel edificio en particular, despertaban la cólera.
—Ningún sacerdote —oyó decir—. ¿Cómo puede hablar de esas cosas? Eso es la tarea de un sacerdote.
Bien, ella sabía de antemano que quizás no recibirían con beneplácito semejante novedad. Comprendió que si Henry, Piers Mottis y Nicholas Brygge repetían otras tres veces aquel juramento por la entrega de las limosnas, tal vez se encontrarían con que el rezongo confuso se transformaba en el aullido escandalizado de una turba.
Impidiendo con rapidez cualquier movimiento que Henry pudiera intentar, Gwyneth avanzó unos pasos y acalló con su serenidad el descontento suspicaz que se manifestaba frente a ella.
—Amigos —comenzó diciendo cuando el alboroto disminuyó y por fin pudo hablar—, así como habéis visto que se entregaron limosnas pagadas en especie a los pobres y humildes de nuestra ciudad, a su debido tiempo también veréis que se entregarán limosnas a los jóvenes.
Paseó por la multitud una mirada larga y profunda y volvió a atraerlos hacia sí, para que la impronta de sus palabras se grabara en ellos.
—John Daker aún no era un hombre cuando murió, sino un joven que frisaba el umbral de la adultez, tal como los jóvenes que su padre, Richard Daker, esperaba que asistieran a su colegio, aquí en la ciudad de Salster. —Lanzó su mirada a lo largo y a lo ancho, buscando los ojos de los jóvenes que podrían haber sido compañeros de John, si éste hubiera vivido.
»Jóvenes en el umbral de la adultez —continuó—, jóvenes que, por haber aprendido aquí, estarían mucho más capacitados para abrirse camino en el mundo y vivir una vida justa y honrada, y para que, a su vez, pudieran elevarse a una posición desde la que podrían ocuparse de los pobres.
Hizo una pausa. Había silenciado los murmullos pero sus rostros eran adustos, como si no estuvieran preparados todavía para aceptar lo que les decía.
—El día que John murió yo estaba aquí, muy cerca —miró deprisa e involuntariamente por encima del hombro hacia los pozos de cal que se encontraban a poca distancia, más allá del colegio—, y ese día él estaba lleno de preguntas sobre el edificio. —Bajó un poco la voz, que se hizo más confiada mientras sonreía con el recuerdo, y la multitud se inclinaba hacia adelante haciendo un esfuerzo imperceptible por escuchar sus palabras.
»Preguntaba para qué era cada herramienta y cómo se mantenían afiladas. —Gwyneth rebuscó en su memoria, arrancándole preguntas que Simon le había transmitido cuando él repasaba una y otra vez el incidente de aquel día durante las horas en que aguardaban la inevitable muerte de John—. Por qué construíamos de esa manera y no de aquella otra; por qué el colegio se construía así y no como lo hacían otros, por ejemplo el nuevo colegio de Wickham, en Oxford.
Dejó que sus ojos volvieran a desplazarse por la multitud, mientras veía las cintas desatadas de las cofias moverse con la brisa levantada de repente y la falda harapienta de una chica tironeada por el viento, y dejaba que asimilaran la insinuación de que aquel colegio, el de Daker, sería comparable al de William de Wickham, antiguo canciller del reino, y siguió adelante, bajando todavía más la voz hasta llegar a un registro íntimo y apasionado.
—La respuesta —no mencionó el nombre de Simon por temor a que volvieran a agitarse— fue que en Salster no es necesario un patio interior con paredes altas pues este colegio, a diferencia del de Wickham, no habrá de llenarse de jóvenes foráneos de cuya existencia nadie se acuerda porque no se los ve y son privilegiados más allá de la gente de la propia ciudad. Este colegio, Daker College, será nuestro colegio, construido para que los hijos de la ciudad estudien aquí. No habrá necesidad de robustas puertas de cedro para defenderlo porque será un colegio de la ciudad, completamente diferente a los otros y por el que todos tenéis libertad de caminar y de ver cómo marcha el trabajo allí adentro.
Su voz se volvió más cálida y henchida de emoción cuando sintió que el humor de la multitud cambiaba:
—Y como nuestra ciudad es inglesa, nuestro colegio será inglés y solo se hablará inglés en él.
Gwyneth hizo un alto para permitir que el ruidoso estallido de asombro se sosegara antes de continuar.
—El señor Daker deseaba que los niños no tuvieran que abandonar su lengua nativa cuando estudiaran derecho o medicina.
Los contempló con tanta fiereza que los que no la conocían debían de pensar que luchaba por una idea propia y muy cara a ella en lugar de hacerlo por las extrañas ideas de un hombre que apenas había conocido y en quien no siempre había confiado.
—¿Acaso la ley —gritó—, se practica en latín en nuestros tribunales? —La multitud seguía manteniendo un silencio obstinado, de modo que ella respondió por ellos—. No, ni en Francia tampoco. Somos ingleses y aquí en el Daker College, nuestro colegio, nuestros hijos aprenderán, debatirán y comprenderán en inglés, pues es una lengua tan buena como cualquier otra, tanto como el latín o el francés. El mismo escribano de las obras del rey, el poeta Geoffrey Chaucer, escribe sus obras en inglés.
—¿Escribe versos subidos de tono? —gritó una voz en medio de la multitud, y todos rieron. Gwyneth comprendió que aquella era la risa del alivio. Finalmente, aquel bromista había tendido un puente entre las personas y ella, y podían volver a recibir lo que ella les daba. La entrega de limosnas podía continuar.
—Cuando aquellos de entre nosotros que han llegado a la vejez sin una familia que los cuide, hayan recibido sus almosnas, se distribuirán quince peniques en cada arco de entrada al colegio.
Una aclamación confusa y desenfocada siguió a su anuncio. Cuando Gwyneth se volvió hacia Henry y le hizo una señal para que comenzara la donación de ropa con las palabras requeridas, retomó el hilo de su especulación respecto a cómo se distribuirían aquellas almosnas en dinero. Ella, Brygge, Mottis y Henry, tras mucho debate y una consideración detenida de la contabilidad, habían decidido que el óbito de John se celebrara durante un período de diez años consecutivos, discurriendo que con ello honrarían lo suficiente la casa de Daker y ganarían la buena voluntad de la ciudadanía hasta el momento en que vieran los beneficios que les reportaba la existencia del colegio.
Caminó en dirección a Alysoun para coger los cuatro monederos de quince peniques que serían distribuidos en cada arco de entrada, un penique por cada año de vida de John, y mientras lo hacía oyó el golpe sordo y lento de las herraduras de los caballos en el suelo pedregoso y cubierto de polvo.
Otros también lo oyeron y uno por uno al principio y luego, atraídos por los otros, en docenas y cientos, empezaron a girar la cabeza para ver dónde se originaba la interrupción.
A medida que la muchedumbre se abría delante de un grupo pequeño de jinetes, poco a poco se levantó un murmullo de descontento con el nombre que Gwyneth había temido escuchar todo el tiempo: ¡Copley!
El obispo montaba su caballo alto que, a ojos de Gwyneth, era un animal de raza fina, no un simple rocín para pasear de aquí para allá, y contemplaba la escena con los hombres de armas en actitud vigilante detrás de él. La multitud se había quedado muda y lo contemplaba con una hostilidad sin disimulo, pues el priorato de St. Derstan de Salster era impopular desde hacía generaciones debido a los impuestos, los monopolios y el dominio que ejercía en la vida de la ciudad, pero aquel obispo, por ser más poderoso que la mayoría, era más odiado todavía.
Nicholas Brygge, atraído por la noticia de la llegada de Copley, abandonó su puesto en el lado sur del colegio y se dirigió a paso vivo hacia Gwyneth, se paró a su lado y juntos esperaron a que Copley hablara.
Mientras el silencio se prolongaba y Copley los fulminaba con la mirada, Piers Mottis dejó su lugar y se unió a ellos, y lo mismo hizo Henry. Las cuatro figuras de pie se enfrentaban al hombre montado a caballo, igual que los pobres se habían enfrentado a Gwyneth esperando su subsidio no hacía ni cinco minutos. El obispo no tenía ninguna limosna para darles y ellos lo sabían.
—¿Qué significa esta ceremonia ridícula que arrastra a la gente de la ciudad fuera de las murallas? —La hostilidad del obispo puso nervioso al caballo y el animal sacudía la cabeza y movía las patas inquieto como deseando volar del lugar.
—Estamos aquí para distribuir limosnas en recuerdo de John Daker —afirmó Gwyneth con voz cansina.
—Un óbito.
—Por así decirlo. —El tono de Gwyneth era implacable.
—¿Y se ofrecen plegarias por el muerto?
—No.
Copley entornó los ojos pues no había esperado una confirmación tan audaz.
—Si es un óbito, ¿por qué no se ofrecen plegarias por el difunto?
—¿No somos libres de distribuir limosnas como mejor nos parezca sin hacer que los pobres compren nuestra caridad? —preguntó Brygge, con tono ligero y burlón.
—No sois libres de despreciar los preceptos de la Iglesia —espetó—. Ni tampoco sois libres de llevar a cabo una ceremonia religiosa sin la presencia de un sacerdote.
—Esto no es una ceremonia religiosa...
—¡No discutas conmigo, almacenero!
Nicholas Brygge miró a Copley a la cara, impertérrito. A su lado, Gwyneth sintió que el corazón le golpeaba en el pecho como si estuviera a punto de estallar y la ahogara.
Copley espoleó de improviso el caballo, separando a Brygge de Mottis y frenó al animal cuando llegó a la altura del alcalde. Entonces se inclinó despacio hasta descansar el brazo en el muslo, sosteniendo firme las riendas y tirando la cabeza del caballo hacia atrás.
—No crea —dijo en voz baja y tensa— que no sé que usted es un lolardo. Y no crea que su posición lo salvará cuando el rey promulgue una ley que condene a muerte a los herejes lolardos.
El obispo se dio la vuelta hacia Gwyneth y ella sintió que el terror se clavaba en sus entrañas cuando la miró a los ojos.
—Sé —dijo con el mismo tono—, quién enterró a esa parodia retorcida de hijo, y dónde. Sé que usted y su marido, que ha tenido el buen tino de mantenerse lejos de mí, se asocian con lolardos, si es que todavía no habéis sido engañados por esa herejía. Vosotros dos también seréis condenados cuando se promulgue la ley, y entonces este colegio será tirado abajo piedra... por piedra... por piedra. —Y añadió malintencionadamente—: Y a quienquiera que hayáis convencido de que compre los cristales del techo tendrá que ver cómo mis hombres los hacen pedazos, uno por uno. —Se volvió a erguir en la montura y examinó el sitio con ojos desdeñosos antes de volver a mirar a Gwyneth y Brygge. —Todo esto... se convertirá en nada, y la Iglesia prevalecerá.
Gwyneth recobró el coraje al mismo tiempo que la voz y replicó:
—Todo se convertirá en nada al final, mi señor, y solo Dios prevalecerá.
Ella vio que apretaba la mandíbula, pero la cogió desprevenida cuando giró la cabeza de su caballo con un tirón que hizo que el animal empujara a Brygge y cayera sobre ella, arrojándolos a los dos al suelo delante de las patas del animal.
Un silbido se alzó desde algún sitio entre la multitud ante aquel acto innecesario, y toda la gente lo repitió al instante, y todas las bocas se convirtieron en una línea delgada, y todos los alientos se dirigieron a Copley censurándolo, y todos los ojos apuntaban a él para ver cómo respondía a aquel desafío.
El caballo, enervado por aquel ruido sobrecogedor, se encabritó. Copley volvió la grupa y, dirigiéndose hacia sus hombres de armas, ordenó:
—¡Despejad el lugar! Haced que toda esta gente vuelva a la ciudad y acabemos con esta farsa.
Los jinetes desenvainaron las espadas y enfilaron sus caballos hacia la multitud con la pretensión de arrear a la población a la ciudad como si fuera ganado; pero no impedirían a la gente recibir las limosnas. La multitud se separó frente a los caballos, pero no volvió a las puertas de la ciudad sino que se apartó a un lado y rodeó a los soldados que, separados unos de otros, eran cada vez más inútiles, haciendo dar vuelta a sus caballos y blandiendo las espadas contra la gente que, riendo, se apartaba a un lado.
El obispo, rojo de ira, vio durante poco menos de un minuto que sus soldados hacían el ridículo antes de gritar:
—¡Basta!
Girando su caballo una vez más y haciendo que el pobre animal bailara en su sitio frenándolo y espoleándolo casi al mismo tiempo, se dirigió a Brygge.
—Ordene que esta asamblea se disuelva o lo arrestaré.
—¿De qué me acusa?
—De herejía.
—¿Y cómo cometí herejía? —preguntó Brygge entornando los ojos.
—Eso me corresponde probarlo ante el tribunal, y no discutirlo aquí con usted. Ahora disperse a esta multitud para que vuelva a sus ocupaciones.
Brygge lo miraba imperturbable. Si estaba amilanado por el obispo, pensó Gwyneth, no lo demostraba.
El obispo no me tocará a mí ni a los míos salvo que quiera que se produzcan disturbios en las calles de la ciudad. Gwyneth recordó las palabras del alcalde. ¿Trataba de exhibir su poder iniciando un disturbio en aquel momento?
Brygge habló.
—No estoy dispuesto a dispersar a mis conciudadanos sin una buena razón. Volverán a sus casas y a sus ocupaciones cuando la entrega de limosnas acabe. —Hizo una pausa y siguió diciendo en voz un poco más alta, como deseando asegurarse de que todos los que integraban la multitud lo oyeran—: Le sugiero que usted vuelva a casa, mi señor, y nos permita concluir con lo que hacíamos aquí.
—¿ Se niega a terminar con esto?
—Me niego a terminar con un asunto que es legal.
Copley giró la cabeza hacia sus hombres de armas.
—Arrestad a este hombre.
Tras un breve agitar de cabezas y encogimiento de hombros, dos soldados desmontaron y entregaron las riendas de sus caballos a sus compañeros. Se abalanzaron sobre Brygge e intentaron cogerlo, pero Gwyneth fue muy rápida para ellos y, poniéndose delante de Brygge, declaró:
—No, no lo prenderéis a menos que me prendáis a mí primero.
—¡Que así sea! —El gruñido del obispo era triunfal—. ¡Arrestadla también!
—Y a mí. —Piers Mottis dio un paso adelante, y Henry lo siguió de inmediato.
Los hombres, confundidos, miraron a Copley en busca de orientación. Mientras tanto, Alysoun salió de la primera fila de la multitud, dejó su carretilla y se puso junto a su marido y a su madrastra.
—Deberá llevarme a mí también.
Lentamente y luego cada vez con más ímpetu, la gente siguió a Alysoun hasta donde estaba el alcalde, así como un montón de guijarros se desploma cuando uno de ellos se corre de lugar.
La multitud rodeó enseguida a los hombres de armas de la misma manera que lo había hecho antes, pero ahora la gente que los rodeaba ya no reía ni se apartaba de los cascos de los caballos sino que empujaba, haciendo imposible que sacaran las espadas y menos aún que las usaran. Uno de los soldados arremetió con el hombro hacia un costado, tratando de abrirse paso de un empujón entre el gentío y de inmediato fue derribado desde atrás a patadas. Ya en el suelo, parecía que lo aplastarían o lo ahogarían, pero Brygge los detuvo con un grito:
—¡Esperad, amigos! ¡Que no haya violencia aquí hoy!
Algunas voces se alzaron en protesta, pero la mayoría accedió y le ofrecieron al hombre las manos para que se pusiera de pie en forma violenta. Cuando el hombre de Copley se abrió camino empujando y volvió a coger las riendas de su caballo, Brygge manifestó en una voz que todos, incluido el obispo que estaba frente a él, pudieran escuchar:
—Hoy no se arrestará a nadie aquí, mi señor. Nosotros, como habitantes de esta ciudad, continuaremos con nuestra ceremonia que es legal y concluiremos lo que hemos empezado.
Un ruido sordo salió de la multitud que expresaba de esa manera su conformidad teñida de recelo y desafío al mismo tiempo.
Brygge hizo una pausa, y retrocediendo para que la gente lo viera mejor, volvió a alzar la voz.
—Que se sepa que este colegio ya no le pertenece solo a Richard Daker o a quienes él ha dotado. Mediante este acto de hoy, el colegio pasa al cuidado de todos los que vivimos en esta ciudad y cuando esté terminado, aquí aprenderán nuestros hijos, cuyos conocimientos y sabiduría la enriquecerán.
Hizo otra breve pausa y aguardó unos instantes mientras algunas ovaciones débiles se extinguían con rapidez.
—Y que se sepa, además, que aunque este colegio fue fundado por Richard Daker, de aquí en adelante se llamará Kineton y Daker College, pues no habría sido construido si no hubiera sido por Simon de Kineton, y tanto uno como el otro perdieron a sus únicos hijos en este edificio. Así como esos dos hombres estuvieron unidos por el dolor, así sus nombres, igual que los esfuerzos que hicieron, quedarán unidos en este colegio. Dejemos entonces que continúe la entrega de donaciones en esta obra del Kineton y Daker College y volvamos a nuestros lugares.
Y antes de que hiciera más ridículo del que había hecho quedando inmovilizado por la marea de la muchedumbre que retrocedía, Copley volvió grupas a su caballo y espoleando al animal se alejó, seguido en desorden por sus soldados.