Capítulo 30
Aeropuerto de Heathrow, en la actualidad
Damia volvió de Nueva York para descubrir que, después de tan solo diez días, los acentos ingleses de Heathrow le sonaban extranjeros al oído. «Las vacaciones» en Nueva York había sido divertidas con la competencia entre los Santa Claus y menorahs, bombillas de colores y lámparas de aceite, y fue maravilloso volver a estar con Catz, pero Damia había regresado a Inglaterra con la impresión de que tanto ella como su amante se habían sentido temporalmente excluidas en algún sitio, más allá del alcance de la vida cotidiana, como si estuvieran de vacaciones no solo laborales sino de las realidades de su relación.
Cuando abordó el servicio regular de enlace de Heathrow, una llovizna gris hacía más denso el aire y ocultaba todo, excepto lo que estaba en el plano inmediato; más allá se veían formas imprecisas, pero nada tenía forma ni sustancia. Su futuro, reflexionó con cierta frustración, adolecía de la misma falta de claridad. Había ido a Nueva York lista para planificar todo con Catz y decirle: «Quiero estar contigo, pero también tienes que entender que quiero tener un hijo, que más tarde o más temprano lo voy a tener; tienes que saber que es un hecho decidido, no sujeto a negociación...».
Nunca lo había expresado y lo peor es que no sabía por qué.
Al abrir la novela comprada en el aeropuerto que había tratado de leer durante toda la semana, Damia trató de no pensar en nada, salvo en los personajes cuyas vidas se dirigían con tanta rotundidad hacia un final feliz, hasta que llegó al centro de Londres y tomó el autobús a Salster.
Su pequeña casa de Pound Street, vacía durante diez días, parecía fría y descuidada. Damia sintió por primera vez la necesidad de tener un gato. Ser saludada por un ser vivo habría sido un consuelo, aun cuando el saludo hubiera estado confinado a un lánguido estiramiento y una mirada de velado reproche que pasaba por una bienvenida felina.
Tiró las maletas al pie de la escalera, recogió la pila de correo que había detrás de la puerta y la revisó deprisa. Era basura en su mayoría, algunas tarjetas de Navidad tardías y un aviso del correo donde le informaban que no estaba cuando pasaron a dejarle un paquete.
Arrojó todo encima de la mesita del teléfono y cogió el aparato. Tres mensajes. Se sentó en la escalera, se recostó en la pared fría y marcó el código. Catz, a quien debía de haber echado de menos unos segundos antes de irse, chequeaba la hora del vuelo de llegada; sus antiguos compañeros de Gardiner Foundation la invitaban a tomar unos tragos en Nochebuena y Neil le daba la bienvenida y se ofrecía a preparar la cena si es que ella estaba hecha polvo esa noche.
Con un suspiro, fue a encender la calefacción central y se arrastró hasta la cama unas horas con la esperanza de mitigar la gula del desfase horario.
Neil freía hongos y reía con las descripciones que ella hacía de patinaje sobre hielo en una pista al aire libre llena de gente.
—Todos los demás daban la impresión de saber patinar casi de nacimiento, incluso Catz —se quejó—. Parece que donde ella se crió, la pista de hielo era el sitio en que los adolescentes se juntaban con sus amigos.
—No como nosotros, ¿eh? —sonrió, agitando el wok y revolviendo con mano experta—. Nosotros no nos juntábamos por ahí, en sentido estricto, ¿no?
—Yo apenas resistía —masculló entre dientes, mientras su humor caía en picado con una brusquedad que le recordó lo exhausta y emotiva que se sentía.
La miró sorprendido.
Ella desvió la mirada. Aunque habían reconstruido su amistad con los años, por extraño que pareciera, jamás habían analizado con detalle el tiempo que pasaron juntos ni jamás compararon los crispados finales de su relación.
Después de observarlo en silencio durante varios minutos mientras cocinaba, ella habló con voz seca y titubeante.
—Nunca te pregunté qué pensaste cuando recibiste mi carta...
Neil la miró, el semblante era adusto.
—¿La que decía «Me voy de viaje, espero que encuentres otra persona», o la otra: «Pierde las esperanzas, soy gay»?
Damia hizo una mueca por el antiguo dolor que trasuntaba su forzada levedad.
—Fue medio difícil —confesó—. Lo tenía todo planeado para nosotros.
—Perdóname.
Hizo un ruido displicente.
—Ya lo superé.
—¿Sí?
Levantó la vista, con una expresión que oscilaba entre un ceño de incomprensión y una sonrisa tranquilizadora.
—Por supuesto.
—Solo...
Su mirada la invitaba a continuar.
—Me preguntaba si...
Neil dejó que el silencio se prolongara unos segundos más de lo que era confortable.
—¿Si todavía estoy enamorado de ti?
—Algo parecido —musitó Damia, sintiéndose como una estúpida.
Fijó la vista en la mesa; oyó un ruidito seco cuando él apagó el gas. Neil corrió la silla que estaba junto a ella y se sentó. Hubo un silencio hasta que ella levantó la vista brevemente y él puso la mano encima de las suyas.
—No te mentiré, Damia. Hay una parte de mí que siempre te amará, ya sea por ese viejo cuento de que el primer amor siempre estará contigo, ya sea por algo más que eso, pero creo que parte de mí te pertenece y parte de ti, me pertenece a mí. —Hizo una pausa, como si esperara algún tipo de confirmación—. Pero si me dices que eres gay y no puedes ser feliz teniendo una relación con un hombre, entonces tengo que aceptarlo y respetarlo. —Volvió a callar, ella siguió sin decir palabra—. No quiero nada de ti que no te sientas feliz de dar, Damia. Nunca lo quise.
—Gracias —Algo obstruía la garganta de Damia y las palabras salieron como un ronquido.
—Corrígeme si estoy equivocado, pero tengo la impresión de que las cosas entre tú y Catz no andan muy bien.
—¿Qué es lo peor que podría suceder? —preguntó él, cuando ella había terminado de explicar y él cocinaba otra vez.
—Tendríamos un bebé, Catz decidiría que después de todo había sido una mala idea, se iría y yo estaría sola con un hijo.
—¿No te gusta el papel de padre único?
—Quiero tener una familia, Neil.
El asintió.
Ella cambió de tema abruptamente.
—¿Por qué rompisteis tú y Angie?
Neil adoptó una expresión compungida mientras colocaba la carne en el wok y la mezclaba con las hortalizas.
—Ante la alternativa de venir conmigo a Salster y quedarse en Londres sin mí, eligió Londres.
—Visto desde el otro lado, elegiste Salster en lugar de quedarte con ella en Londres.
Asintió.
—Supongo que los dos descubrimos que a la hora de la verdad, nuestras carreras significaban mucho más para nosotros que el tenernos el uno al otro.
Una inesperada puñalada de pánico atravesó a Damia. ¿Era eso lo que les sucedía a ella y a Gatz? ¿Catz temía que las responsabilidades de ser padres, como el tabú de vivir juntas, pudiera minar su creatividad?
Como si le leyera la mente, Neil le preguntó:
—¿Por qué Catz es reacia a tener hijos?
Damia se puso de pie de golpe. Tenía necesidad de hacer algo con la imprevista oleada de adrenalina que inundó su cuerpo. No tenía intención de beber vino aquella noche pero, ya sea por la necesidad de disculpar su abrupto salto de la mesa o porque su subconsciente ansiaba una analgesia emocional, cogió una de las botellas del pequeño estante, encima de la mesa.
Neil la observó sin hacer comentarios.
El corcho salió con un gratificante estallido de percusión, y de uno de los armarios de la pared, Damia sacó dos de las pesadas copas de cristal reciclado que había comprado cuando se mudó. Su intención era comprar algo barato y que se pudiera reemplazar con facilidad y cuya caída por descuido no lamentaría, pero la textura de burbujas arremolinadas del vidrio de tinte verde la había seducido.
Puso la copa en la mano de Neil y levantó la suya entrechocando los bordes a modo de brindis.
—Catz dice que no está preparada —dijo de súbito—. Pero creo que tiene que ver más con el miedo. Y el amor. —Damia había recibido muchas horas de orientación psico-pedagógica y psicoterapia y tenía lo que ella consideraba que era una comprensión clara de la relación negativa de su amante con la procreación.
—Es adoptiva. Lo sabías, ¿verdad?
Neil asintió.
—Lo había olvidado, pero sí.
—Sus padres adoptivos recogieron a su madre biológica cuando era una adolescente embarazada. Vivió con ellos hasta que Catz nació y luego, un día, cuando ella tenía unos meses, desapareció y dejó una carta en la que decía que ellos cuidarían mejor al bebé que ella.
Levantó la vista del arroz que probaba en ese momento.
—¿Y desde entonces nunca más se puso en contacto?
—No. Nada.
—Según recuerdo, Catz no se lleva bien con sus padres adoptivos.
Damia suspiró. Nunca había conocido a los padres de Catz, pero no obstante tenía una opinión formada sobre ellos.
—Fueron muy buenos con ella mientras era pequeña; tenían seis hijos propios, todos mayores que Catz, así que creció dentro de ese clan familiar idílico. Pero para cuando ella llegó a la adolescencia, todos se habían marchado de casa, así que no había una zona intermedia que amortiguara los choques constantes entre Catz y sus padres. Cuando se confesó homosexual, no lo pudieron sobrellevar. Son católicos fervientes y no lo ven más que como un pecado.
—¿Todavía tiene relación con ellos?
Damia tomó un trago de vino.
—En realidad no. Tarjetas de Navidad, de cumpleaños, cambio de dirección. Eso es todo.
—Es desalentador.
—Mmm.
—¿Dónde tienes los platos? Esto ya está listo.
—¿Así que piensas que los problemas de Catz por el bebé tienen que ver con que es adoptiva? —Neil volvió a resucitar el tema cuando ya habían terminado de comer parte del pollo frito con hortalizas.
—Bueno, si tu madre biológica te abandona cuando tienes unos meses y luego tus padres adoptivos prácticamente te dicen: «Cambia o vete», es difícil no quedarte con el sentimiento de que los padres son una mierda.
—Pero ella podría no ser una mierda como progenitora —señaló Neil con tino.
—Pero es un riesgo, ¿verdad?
—Muy bien, te deja a ti tener los bebés, y de ahí está a un paso de aceptar.
—Esa es la posición que tenían sus padres adoptivos: cuidar a un niño que habían recogido, pero que genéticamente no era de ellos. —Damia pinchó un bocado de pimiento verde con aire taciturno preguntándose por qué no sentía más apetito—. Y después está lo otro.
Sintió la mirada de Neil, pero no levantó la vista de la comida. Lo que estaba a punto de decir le había desgarrado el corazón durante meses; necesitaba ver el efecto a través de los ojos de otra persona.
—Pienso que prefiere no tenerme a tener que compartirme.
La atracción entre Damia y Catz había sido mutua e inmediata.
—¿Conoces a la artista? —le preguntó la escultural mujer de pelo rubio rojizo que estaba al lado de Damia, mientras escrutaban un cuadro en la nueva exposición de Catriona M. Campbell.
—No, solo que causa gran sensación y que vende mucho —confesó Damia.
—¿Qué te parece? —le preguntó la mujer alta con su cantarín acento de Liverpool.
—Me gusta bastante, pero en verdad no sé mucho de arte contemporáneo.
—¿Porque no tienes tiempo o porque no tienes ganas?
—Supongo que un poco de las dos cosas.
—Si te interesara, encontrarías el tiempo.
—Muy bien —dijo Damia que empezaba a sentirse molesta con la actitud provocativa de la mujer—, si quieres que te lo diga con franqueza, me parece que muchas de estas cosas modernas son un robo. ¿Apilar cosas sacadas de un vertedero de basura dentro de una «escultura» que se parece a lo que haría un niño de preescolar en su grupo de actividades o disparar luces intermitentes que se prenden y se apagan mientras un video de porquería se mueve en un circuito? ¡Por favor! Yo puedo hacer videos de porquería y eso que la luz de mi baño nunca funciona bien.
La rubia echó atrás la cabeza y rió a carcajadas.
—Dios mío, tú sí que llamas a las cosas por su nombre, ¿por qué no?
—Perdón. —Damia se disculpó con insinceridad, y sintió que la carcajada de la mujer le había dado permiso para no sentirse arrepentida—. Es que trabajo en un sector que está corto de dinero en forma permanente y cuando veo gente que cobra una fortuna por una basura, mientras que existen otras personas que literalmente mueren porque no podemos conseguir los subsidios, me hace pensar que nos equivocamos al establecer el orden de prioridades.
—De modo que piensas que los artistas no deberían recibir apoyo del Estado.
—No.
—Simplemente no. Nunca.
—Simplemente no, nunca. Si nadie quiere comprar lo que hacen, es evidente que no es lo bastante bueno.
—Ah, pero si vas a seguir abordando las cosas de ese modo, ¿no te parece que si la gente quiere comprar lo que producen, aunque sea una luz intermitente y un video dudoso, significa que es bueno? ¿O por lo menos, bastante bueno?
Damia giró la cabeza hacia ella y sonrió.
—Me lo tengo merecido. ¿Pero no crees que tiene que haber algo que determine si es verdadero arte o no? —preguntó—. Lo digo en serio, ¿cualquier cosa puede ser arte?
—Quizá es como la belleza, todo depende... del cristal con que se mira.
—¿Llamas a algo arte y es arte?
La rubia se encogió de hombros.
—Es un parecer.
—¿Eres del mismo parecer?
La mujer apartó la vista y miró al cuadro que estaba frente a ellas.
—Creo que el rasgo que define al arte es la pasión —dijo con simpleza—. Si es una construcción intelectual, al margen de que esté técnicamente bien realizada, para mí no es arte.
—¿Y por peor hecha que esté, cuando está realizada con pasión, sí es arte?
—Si es pasión por comunicar una idea, entonces sí.
Damia parpadeó cuando la definición llena de confianza de aquella extraña se estrelló contra su propia opinión no demasiado informada que refundía arte y talento o, cuando menos, un esfuerzo perceptible.
—¿Y qué pasa con este entonces? —Hizo un gesto con la cabeza hacia el cuadro de la pared.
—Dímelo tú. Eres la de las opiniones convincentes. Yo estoy demasiado involucrada en el arte contemporáneo como para opinar con objetividad.
Damia clavó la mirada en la pintura, mientras trataba de impedir que cualquier prejuicio intelectual le dictara la forma de verla. Por lo general, no le gustaban los retratos y prefería la libertad de respuesta que le permitían las pinturas abstractas. Pero aquella figura estaba tan lejos de los retratos cortesanos rígidos y satisfechos de sí de los siglos anteriores o de la autoconciencia iconoclasta del retrato moderno como el dibujo de una casa hecho por un niño lo estaba de los planos de un arquitecto.
El tema del retrato era una mujer negra regordeta que apenas frisaba la edad mediana, con el generoso trasero sentado a medias en la punta de la mesa de una cocina mientras hablaba por un teléfono cogido al costado de la cabeza. La mano libre estaba levantada en un gesto enfático y tenía la cara encendida de animación mientras que su boca ancha era sorprendida en el acto de exclamar algo.
Que la vida de aquella mujer rebosaba de comunicación surgía con claridad del fondo del cuadro: aparadores de cocina repletos de postales sin orden ni concierto, una nevera en la que se desparramaban notas, magnetos con mensajes y dibujos de niños. Una libreta de direcciones abierta y con las puntas de las hojas dobladas descansaba en la mesa junto a ella, separada unos centímetros de un móvil conectado a su cargador. Salvo el bocadillo de una historieta que salía de la cabeza cortada de la mujer que decía: «ME HABLAR», nada podía haber expresado con mayor convicción su entusiasmo por la comunicación.
—Creo que es fantástico —dijo con sencillez—. Me encantaría conocer a esta mujer.
La rubia alta sonreía mientras se formaban arrugas alrededor de los ojos e inclinaba hacia abajo las comisuras de la boca como si reprimiera su alborozo.
—Puedo presentártela si quieres. Os llevaríais bien. A Marsha tampoco le gusta mucho el arte moderno.
Damia entrecerró los ojos.
—¿ La conoces?
—Yo diría que sí, no suelo pintar completos desconocidos.
En los años siguientes, Catz había pasado de «causar revuelo» a ser descrita por el crítico de arte de un periódico serio como «la salvadora de la moderna pintura figurativa británica». Su prestigio era alto y los precios exigidos por su obra, más altos todavía. Pero ese éxito, reflexionaba Damia, no había paliado la inseguridad emocional de Catz. Sencillamente había abierto un abismo cada vez más profundo entre su celebrada y exitosa imagen pública y su realidad privada, tensa y conflictiva.