Capítulo 41

Salster, agosto de 1393

Aunque la lluvia ha cesado, cuando las nubes se apartan a un lado de la luna su luz pálida y tenue aún sorprende gotitas que caen de las hojas de los manzanos del jardín de los Kineton.

Por todas partes hay agua. El agua marrón de la crecida refleja la luna intermitente que se levanta en charcos y en capas de agua entre la casa y el Greyling desbordado. El aire mismo está húmedo y aguanoso debido al medio día de lluvia y por todas partes hay agua estancada.

Las ropas de Toby Kineton están empapadas y embarradas con un cieno viscoso mientras empuja y se revuelve sobre el suelo resbaladizo y saturado del jardín rumbo al río. Los charcos pequeños y poco profundos acumulados en cada peldaño de la escalera del jardín le habían empapado los calzones y la camisa antes de que llegara abajo, magullado y aturdido por la larga caída. Había intentando el descenso al revés, cabeza abajo, pero Toby no necesitará aprender de su error; sabe que no volverá a hacerlo.

Mientras empuja con las piernas mojadas y temblorosas, siente que las piedras y la tierra debajo de él le arañan la cabeza y la espalda. El frío del agua subterránea le entumece un poco la carne, pero todavía conoce el dolor y la repentina náusea del impacto cuando lanza la cabeza contra cosas que no puede ver. Las lágrimas que brotan de sus ojos se confunden con el agua de la crecida mientras bajan por su rostro y llegan al pelo enredado y encenagado.

El parche del ojo se encuentra junto con las prendas exteriores en el arcón, a los pies de la cama de sus padres. Los dos ojos nunca cesan de moverse y miran la luna que contempla, impasible, su lento arrastrarse. Sabe que esta luz que él ve de manera imperfecta es la luna, sabe su nombre y sabe que no volverá a verla, pues Toby Kineton sabe qué es la muerte. Sabe que cuando algo ha dejado de moverse, cuando ya no respira más, está muerto. Un pájaro cantor tieso en su jaula, un gatito cogido bajo el casco de un caballo sobresaltado, una rata que flota en la creciente... antes se movían, vivían, provocaban sonrisas o ceños fruncidos en torno a ellos, pero ahora ya no se mueven y ya no serán ocasión ni de gozo ni de enojo.

Toby lo ha visto suceder con un niño y un capacho lleno de piedra, y así será con este niño.

Su tarea se hace más fácil cuando se acerca a la orilla del riachuelo; aquí el suelo desaparece y no necesita mantenerse a distancia de las plantas que hay a cada lado.

Los ruidos que hace le resultan demasiado altos en la noche en calma y sin viento. Trata de guardar silencio, pero no puede hacerlo mejor ahora que antes, en sus ocho años de vida. La contorsión de sus brazos y piernas arranca sonidos de su garganta imposibles de contener. Solo tendido inmóvil los acallaría, y no lo hará.

Empuja con los pies desnudos, hundiendo los dedos doblados en el lodo frío. Ahora, antes de lo que había esperado, el agua le lame la coronilla y se vuelve más profunda a medida que resbala hacia atrás hasta que, de improviso, siente su frialdad en la frente. Vuelve a pujar y la cabeza se hunde debajo del agua. Un momento después, se sacude de nuevo sobre la superficie y, tosiendo, escupe agua de los pulmones cuando su cuerpo tieso y manchado de sangre por fin se precipita desde la orilla anegada al lecho del riachuelo.

Toby ha visto nadar a los niños en el riachuelo y en el río grande, del otro lado de la ciudad, cuando su madre lo llevaba a visitar a Henry y Alysoun. Sabe que es posible flotar, pero también ha visto que han sacado del río a un niño, muerto, gris y amoratado. El río lo había matado. Toby no sabe cómo, pero le basta con que el río tiene semejante poder.

El borboteo y la corriente impetuosa del agua le llenan los oídos y sus ojos se cierran mientras se hunde. El cuerpo de Toby, contra su voluntad, lucha con el agua, debatiéndose hacia la superficie. Haciendo un último esfuerzo, abre los ojos, ve aproximarse una luz a través del agua turbia. La luz de la luna. Toby se ha preguntado a menudo si el pez que él veía también lo veía a él. Ahora lo sabe.

Siente que se hunde, alejándose de la luz; siente que el frío lo invade, que su garganta produce sonidos que el agua se lleva a hurtadillas y su cuerpo trata de expectorar el agua. Su cabeza vuelve a quebrar la superficie un breve instante y ve la luna.

Después, se hunde por última vez y oye que el ímpetu y el borboteo del agua se mitigan a medida que sus movimientos se aquietan, y siente el aguijón del agua adormecer sus heridas abiertas mientras la oscuridad lo reclama y ya no se mueve más.

Testamento
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