Capítulo 23
Salster, agosto de 1388
En las paredes del salón del gremio los pájaros se pavonean y agitan y expresan sus dichos particulares. De la boca de la garza, con las alas inclinadas, lista para levantar vuelo, salen las palabras: «No guardes rencor». La paloma, posada en el techo de un corral como el Espíritu Santo en la cabeza de Cristo, sentencia: «Obra con razón». Un pavo real, apartándose ufano de sus compañeros, con las plumas de la cola levantadas magníficamente en alto lleva inscrito alrededor de su altiva cabeza: «No seas orgulloso».
Los hombres sentados frente a dos mesas largas bajo la mirada de las aves pintadas en la pared harían bien en recordar sus consejos. Porque aquí hay rencor, y orgullo, y muy poco trato justo.
Más tarde, mientras ella y Henry intentaban poner freno a las incontenibles preguntas de Alysoun para que le describieran todo lo que había sucedido en el salón del gremio, los pensamientos de Gwyneth comenzaron a deshilvanarse, la ensambladura de espiga de una idea se deslizaba sobre la mortaja de otra hasta que todo el armazón se aflojó y cayó. Descubrió que podía recordar retazos, momentos vividos en los que veía y comprendía, pero no podía reconstruir para su hija adoptiva la forma en que lealtad e interés personal, colusión y oposición, odio y resolución, se habían encarnizado en un enfrentamiento entre voluntades. Dejó que Henry le explicara, y recostó la cabeza contra la pared, descansando los ojos fatigados mientras oía que su voz aparecía y desaparecía por encima de los trastornados intentos de su mente por imponer orden a los acontecimientos.
Se sentía de la misma manera que la grulla de la pared del gremio donde estaban pintadas las aves. La grulla que monta guardia mientras sus compañeras duermen, con una piedra en la garra de la pata levantada para que, si ella también se queda dormida, se despierte con la caída de la piedra. Ella sostenía la piedra por Simon y no se había dormido. Había montado guardia por él y por su colegio y no había permitido que le sucediera nada. Trató de representarse la cara de Simon, pero solo vio una expresión dura e implacable. ¿No lo ablandaría algo su fidelidad tan sumisa? Si él pudiera convencerse de que ella deseaba defender su causa, aunque fuera un poco, ¿se volvería hacia ella con amor como solía hacerlo?
Desearía tener tantos ojos como el pavo real para investigar el futuro. Pero, así como los pavos reales mudan de plumas, así también el hombre pierde la facultad de previsión cuando vive empecinado en hacer su voluntad. En un tiempo, ella sabía lo que Simon tenía en mente, pero ya no.
Le había manifestado a Edwin que éste debía hacerle saber lo que Simon quería en la disputa sobre los salarios. ¿Reclamaba demasiado?
Edwin había permaneció en silencio en el salón. Ahora lo veía, en su imaginación: la cofia todavía cubierta con polvo en actitud desafiante mientras observaba, esperaba y escuchaba. ¿Alcanzaba a comprender la batalla que se libraba entre Nicholas Brygge y Robert Copley? Pues para Gwyneth se había vuelto bien claro que ni el alcalde ni el obispo estaban allí para discutir el salario de los oficiales. Su preocupación era más amplia y más personal: saber quién gobernaría en Salster.
Ambos podrían haber tenido por emblema el halcón que se inclinaba con las garras extendidas en la pintura de la pared.
Copley entró al salón de la guilda con paso firme, pálido por efecto de la rabia y el esfuerzo, indiferente a los sacerdotes que caminaban detrás de él. Haciendo caso omiso de cualquier otro ser en la sala, enfocó su atención de manera excluyente en Nicholas Brygge. La tensión de su cuerpo era peligrosamente visible mientras avanzaba a grandes pasos hasta que llegó delante de la mesa; miró de hito en hito al hombre sentado sin decir nada hasta que el alcalde se puso lentamente de pie.
—Bienvenido..., mi señor obispo.
Copley no había devuelto el saludo, pero sus ojos taladraron a Brygge, cada partícula de su energía en combustión se concentraba en el alcalde.
—Esta reunión concierne a los asuntos de la abadía, a los obreros de la abadía y a la propiedad de la abadía. —Su voz cortaba el aire tenso del salón—. ¡Y su sitio es la sala capitular de la abadía, no aquí!
A Brygge, todavía de pie y sin sentirse disminuido por su corta estatura, no se le movió ni un pelo.
—Si nos hubierais invitado, mi señor, habríamos ido —dijo afable—. No podríamos entrar a la sala capitular según nuestro capricho.
Nicholas Brygge, como el avestruz, poseía una extraordinaria velocidad, pensaba Gwyneth. No era la velocidad de un pie ungulado, como la del avestruz de la pared atrapado en una carrera al estilo del hombre, sino velocidad de mente y de lengua. Y, al igual que la capacidad legendaria del ave de digerir hierro, nada parecía atascarse en la garganta del alcalde.
Como el obispo no encontró una réplica inmediata a su alcance, Brygge aprovechó para insistir con su mensaje.
—Además —dijo—, no entiendo bien por qué el capítulo debería ser el sitio apropiado para una reunión que procurará reglamentar la práctica de un oficio tanto más allá de esas paredes como dentro de ellas. Aquí es donde llevamos a cabo las actividades comerciales de la ciudad, en especial las mercantiles y, puesto que esto es un asunto de compra y venta, aquí nos reunimos.
—¿Insinúa que no tengo derecho a emplear gente como me parezca conveniente?
—Sí, lo insinúo —sostuvo Brygge sonriendo—, si el descrédito de mi ciudad es la consecuencia. —Se fulminaban con la mirada y no reconocían ninguna otra presencia en la habitación—. Mi señor, por ejemplo, estoy seguro de que conoce el estatuto que prohíbe a cualquier maestro robarle a otro compañero obreros ofreciéndoles incentivos, y ni qué decir de pagar salarios más altos que los establecidos por...
—¿Me acusa de quebrantar la ley? —Aunque el tono del obispo era comedido, ninguno de los presentes dejó de percibir el desafío.
El tono del alcalde fue terminante y decisivo.
—Sin duda, se excede en su autoridad.
La sugerencia fue recibida entre gritos sofocados, recordó Gwyneth, al tiempo que exhalaba aire con un profundo suspiro. Aunque quizá los canteros estuvieran habituados a la audacia, la clerecía de Salster no lo estaba, ni Robert Copley tampoco. Se inclinó entonces hacia el alcalde y habló con los dientes apretados y con una voz que, de haber podido, habría hecho escuchar solo al oído de Brygge pero que, dada la proximidad, Gwyneth también oyó.
—No ponga a prueba mi autoridad ni mi paciencia en extremo, almacenero, o quizá se descubra que más pobre por eso.
Brygge no era de los que se dejaban amedrentar.
—Puedo levantar a toda la ciudad contra usted, Copley. A una palabra mía, no se pagarán los diezmos y sus sacerdotes morirán de hambre, salvo que desvíe fondos de la abadía para alimentarlos y se convierta en un hazmerreír. Piénselo bien, mi señor.
—¿Y si lo arrojo en la cárcel y dejo que se pudra allí?
—Eso no sería prudente.
—Póngame a prueba y lo haré.
Sus rostros estaban separados apenas por un palmo. Los dos se habían olvidado de que eran observados o si no lo habían hecho, era tal su soberbia que no les importaba.
—Arrójeme en la cárcel y responderá ante Richard Daker. Daker es mercader de la ciudad de Londres y hombre del gremio que no sólo goza de la confianza del rey, sino que también lo tiene de los cojones, hablando en sentido financiero, por supuesto.
Los ojos del obispo se empequeñecieron al mencionar el patrocinio real.
—Tenga cuidado, almacenero. Quizá se crea demasiado valioso.
—Cuídese usted, sacerdote, pues quizá se crea demasiado poderoso.
El rostro de Copley se retorció en una parodia feroz de sonrisa.
—Adelante entonces, sometámonos a prueba.
Aquel temerario desafío y su tácita aceptación obraron en Gwyneth como la piedra de la grulla. Mientras su cabeza se llenaba con las consecuencias del mismo, supo que debía sacudirse de encima el sosiego.
—Mi señor obispo —dijo, poniéndose de pie al lado de Brygge—. Le agradezco humildemente su comparecencia. ¿Quiere tener la amabilidad de sentarse y permitirnos comenzar? Los canteros libres de la ciudad se han congregado aquí y esperan el juicio simultáneo de la abadía y el de las autoridades de la ciudad sobre el ejercicio de la profesión de los canteros libres en Salster.
Se detuvo y paseó los ojos entre uno y otro hombre. Sabía muy bien que si hería la poderosa presunción de alguno de los dos, sería tan catastrófico para Simon como aquella negativa juvenil de reparar el amor propio herido de un rey. No podía darse el lujo de convertir a Brygge en un enemigo, pero su sonriente belicosidad, una vez soltadas las riendas, dejaría a Copley sin más remedio que recurrir al fin más amargo en su lucha contra el colegio de Daker. Ella debía darle lugar para cambiar de postura sin que tuviera que retractarse.
Con lentitud, bajo la mirada suplicante de Gwyneth, Copley asintió y rodeó la mesa con andar resuelto. A una rápida señal del prior William, su joven secretario se puso de pie de un salto y se dirigió a un incómodo asiento en los bancos de los canteros donde se sentó mirando como si temiera por su vida, mientras Copley ocupaba su lugar sin hacer comentarios ni darle las gracias.
Para sorpresa de todos, Gwyneth permaneció de pie. Temblando de brazos y piernas, empezó a hablar.
—Hasta ahora —dijo con lentitud, eligiendo las palabras con escrupuloso cuidado—, cualquier hombre con el sueño de construir gozaba de la libertad de emplear a quien quisiera y, como todos los que están aquí saben, los canteros han venido a Salster desde hace generaciones para trabajar en la abadía. Pero la ciudad ha prosperado —miró a los dos hombres, incluyéndolos a ambos en la felicitación implícita— y ahora, al parecer, hay más trabajo que el que los canteros de la ciudad pueden hacer...
Aunque ella y todos los presentes sabían que aquello era falso y sabían que, de hecho, los trabajos de la abadía empleaban en aquel momento más hombres de los que realmente se justificaba, no haría ningún daño engrandecer a Salster y su riqueza, pues cada una de las almas presentes se sentiría, en alguna pequeña medida, una persona más importante por ello.
—Y como es evidente para todos —continuó, mirando en torno e incluyendo a los canteros allí reunidos en sus conclusiones— si hay mayor demanda de trabajo que hombres que la satisfagan, existe la tentación de pagar más para tener la seguridad de que el trabajo sea terminado, pese a la ley y al estatuto.
El alcalde y su obispo podían rumiar las violaciones de los estatutos que limitaban los salarios.
Se interrumpió y miró a Copley y a Brygge sentados a la mesa. Ambos tenían los ojos clavados en ella como si estuvieran contemplando un fenómeno. Déjalos que miren, pensó. No los dejaré que arremetan uno contra el otro ni que luchen por la supremacía donde me herirán a mí y a los míos.
Pero tampoco podía permitirles que se dieran picotazos en las plumas como gallinas, las plumas debían acariciarse, no erizarse.
—El descontento conduce a la falta de esmero profesional —dijo— que no le hace bien a nadie. No se glorifica a Dios, el hombre no se satisface y nuestro misterio se desacredita. Estos asuntos pesan sobre nuestros hombros, amigos, y debemos aligerarlos. —Les sonrió a ambos hombres—. Después de todo, estamos en buena posición para resolver las cosas. Como el señor Brygge nos lo ha recordado, aquí en la ciudad hay en vigencia reglamentos gremiales que regulan la actividad de fabricantes y vendedores. Esos reglamentos se respetan y se cumplen para engrandecimiento de la fama de Salster. Y por este estado de cosas debemos esperar gobierno firme del alcalde y de sus funcionarios.
Ni Brygge ni Copley se habían movido desde que ella comenzó a hablar; los dos la miraban con intensidad.
—La abadía —continuó con cautela—, bajo la mira y autoridad de mi señor obispo, ha crecido en extensión y esplendor, y allí hay mucha experiencia de los canteros y de su industria. Los que han trabajado en la abadía —miró los bancos llenos a su alrededor— testimoniarán las justas y equitativas circunstancias en que cumplieron su tarea.
«Si me desafían y manifiestan sus quejas en voz alta contra las obras de la abadía», pensó, «todo está perdido. Copley debe ser presentado como idéntico a Brygge para equilibrar la balanza del amor propio».
Pero no se movió ni un cantero, no se escuchó ni un murmullo. Todos los presentes parecían suspendidos solo del hechizo de sus palabras, la verdadera excepcionalidad de la osadía de devolver a semejantes halcones a una muñeca sin guante.
Prosiguió siempre con prudencia, colocando las palabras una al lado de la otra con extremo cuidado, como las piedras de una hilada.
—Al poseer semejantes capacidades y experiencia, estamos en situación de ordenar bien nuestros asuntos, de manera que se honre al mismo tiempo al constructor y a los que construyen y nos aseguremos de que, en Salster, nuestro oficio es ejercido con excelencia y nuestro misterio es defendido como aquel que, de entre todos, puede rendir mayor gloria a Dios.
Y si a cada uno de aquellos hombres le preocupaba su fama de defensor del buen nombre de Salster o del Todopoderoso, a partir de entonces no les quedó más alternativa que concentrarse en la redacción de las ordenanzas para regular el oficio de cantería dentro de la ciudad.
«No guardes rencor», dijo la garza. ¿Por qué?, se preguntó de pronto Gwyneth. Ave y refrán le resultaban familiares en compañía uno del otro, pero nunca se había detenido a averiguar por qué éste debía ser el refrán especial de la garza. ¿Una súplica tal vez, para que el hombre no guarde rencor al ladrón del lago que actuaba según su naturaleza?
Gwyneth estiró las manos hacia el fuego que ardía en la chimenea en tanto Henry seguía hablando. Quién le guardaría rencor como consecuencia de sus acciones de aquel día, se preguntó. Para empezar, el prior William. Aunque había acudido voluntariamente a la reunión, su autoridad había sido relegada a un lado por la forma en que Copley condujo su espectacular llegada al gremio. Gwyneth se había concentrado en el obispo y el alcalde mientras trataba de inclinar sus voluntades hacia la solución del conflicto, pero sin embargo, era consciente de que los ojos del prior la abrasaban. Su enemistad era casi palpable y Gwyneth sintió una gratitud irracional porque el prior estaba sentado frente a ella y no detrás. Por alguna razón, habría sido demasiado perturbador soportar su mirada ardiente en la espalda.
¿Era nada más que el deseo de Gwyneth de torcer sus propósitos lo que provocaba una oposición tan implacable de parte de él, o se exacerbaba a causa de su sexo? Era bien sabido que William consideraba a todas las mujeres como meros instrumentos del Demonio y su aversión por lo que él veía como concupiscencia propia de su género había sido demostrada con creces en el pasado reciente, con el trato dispensado a una lavandera de la abadía atrapada en el acto de prostitución con uno de los monjes. William la había hecho azotar con tanta severidad que apenas sobrevivió para llevar la vida más pura que se le impuso, mientras que el monje que la había aceptado fue tratado como un descarriado y casi exento de culpa, ya que se consideró que el acto había sido muy extraño a su naturaleza.
No guardes rencor. William de Norwich le guardaría rencor a Gwyneth durante toda su vida, ya se opusiera o no a él. Le guardaría rencor por el simple hecho de que su existencia en el mundo le recordaba que, aunque era célibe, sus instintos encubiertos y disimulados bajo la vestimenta clerical eran iguales a los de cualquier hombre. William la odiaba porque había renunciado a las delicias de su sexo por el poder y había descubierto que éste le era negado.
Gwyneth se estremeció ligeramente a la lumbre al recordar un dicho favorito de su padre: «Jamás despiertes a la ligera la ira del hombre débil».
Se movió e hizo un esfuerzo de voluntad para incorporarse a la conversación de Henry y Alysoun. Contempló a Toby, sentado tranquilamente en la falda de Alysoun desde que habían llegado a casa y ésta la había hecho ponerse al lado del fuego.
—No tengo frío —protestó entre los temblores que sacudían su cuerpo atormentado por los nervios—. Dame unos minutos de reposo y estaré muy bien.
Había visto a Toby debatirse hacia ella, como maullando sin ganas, pero descansó contenta sin el chico mientras Alysoun lo apaciguaba con ternura sobre su falda.
—Tranquilo, hermanito, mamá está cansada, can-sa-da, necesita reposar un poco, Toby también descansa. —Lo tranquilizaba con su voz en cuanto sus manos le acariciaban la cabeza y le sostenían los brazos y las piernas que se retorcían sin parar.
—Un minuto, Toby —dijo cuando ocupó su lugar junto al fuego—, vendrás conmigo dentro de un minuto, mi niño.
Habiendo descrito la entrada del obispo y el consiguiente enfrentamiento con el ojo de un verdadero constructor de imágenes, Henry le describía a Alysoun con pelos y señales el elocuente silencio de Ralph Daker.
—El hombre era como un amante cuya enamorada aparece de improviso en su casa donde está sentado con su esposa e hijos —dijo—. Allí estaba, representando a su tío, cuando todos saben que él y el prior William son uña y carne.
No es de sorprender que tuviera poco que decir cuando el alcalde le preguntó si aquellas condiciones le parecerían bien a Richard Daker. Ralph ve que la fortuna de su tío desaparece debajo de sus pies. Mientras haya tierras, puede aspirar a vivir de ellas y hacerse señor de la heredad cuando John se haga cargo de los negocios de su padre. Pero sin tierras, Ralph no tiene futuro, salvo como mano derecha de su primito, lo que nunca podría aceptar. Una cosa es servir a un hombre como Richard Daker, otra muy distinta servir a un niño cuyo crecimiento has supervisado año tras año.
—Con sinceridad —dijo de repente Gwyneth—, me parece que Piers Mottis habló más por Richard Daker que su sobrino...
—A Ralph le solicitaron que fuera a la reunión tanto para recordarle de qué lado descansa su lealtad como para hablar en nombre de Daker —Henry terció—. No dijo nada. Todo quedó para el abogado. Y lo hizo muy bien, aunque parece un palo seco.
Gwyneth sonrió. Piers Mottis podía parecer un palo seco pero era de una cortesía a toda prueba y nunca dejaba de tener una sonrisa para Toby. Gwyneth sabía de buena fuente que él y Daker habían pasado juntos la juventud y que entre el abogado y el viñatero existía mucho más que una relación que era dable esperar entre empleador y empleado. Pese a que no era infrecuente que un hombre de la importancia de Daker en la corporación incluyera a su abogado en su propio hogar, disponer aposentos palaciegos para Mottis y su mujer en su mansión había hecho que muchos alzaran las cejas en Salster. El hombre era un taumaturgo en materia legal y había que conservar su buen humor, decía la teoría, o sabe algo que coloca a Daker y hay que asegurarse su buena voluntad a toda costa. El temor reverencial que suscitaba entre los mercaderes de Londres era tal que nunca se consideraba el simple hecho de que existiera una estrecha amistad entre los dos hombres. En el fondo de un altruismo tan manifiesto debía de acechar la conveniencia.
Gwyneth recordó las serenas pero astutas palabras que Mottis le deslizó varias veces durante la reunión. No quería aparentar que participaba, estaba presente de manera ostensible nada más que como juez a tiempo parcial; sin embargo, había conducido los acuerdos alcanzados por un derrotero particular. Su rostro aparecía en la mente de Gwyneth, delgado y pálido, surcado de arrugas profundamente marcadas por la concentración y la mucha lectura. Pero los pliegues de la risa habían quedado grabados del mismo modo, y cuando se reía la piel apergaminada que rodeaba sus ojos se transformaba en una telaraña de líneas muy finas.
—Señora Kineton —había dicho con una voz tan baja que apenas llegó más allá de sus oídos—, aunque el tema que aquí nos ocupa son los salarios, sería prudente que hoy reglamentáramos muchas otras cosas, para que los canteros no tengan ningún motivo para rebelarse en el futuro.
Había sido un consejo acertado, reflexionaba Gwyneth, que había hecho que los canteros se fueran con la convicción de su importancia y que había extraído a Copley el aguijón de la derrota, dándole el mérito por la solución del conflicto, junto a Nicholas Brygge.
Gwyneth suspiró. Estaba satisfecha con las reglamentaciones redactadas por la mano de Mottis y firmadas por el obispo, el prior y el alcalde. Sentía un gran alivio de que los canteros libres de Salster no la hubieran desafiado negándose a acudir a su llamada. Pero, sobre todo, estaba contenta porque así Simon no tendría motivo para enfadarse con ella. Regresaría a Salster y encontraría que la obra del colegio estaba en marcha. Y tendría que agradecérselo a ella.
Sus ojos se dirigieron sin querer hacia Toby, que todavía estaba con Alysoun. Nada iba a cambiar el enfado de Simon con ella a causa del niño. Ella pudo conseguir que sus canteros volvieran a trabajar, ella pudo salvar la construcción del edificio de una frustración y una demora interminable, pero nada haría que su hijo fuera cantero. Nada repararía esa frustración.
—¿A qué se comprometieron los rebeldes canteros de Salster? —preguntó Alysoun, que intentaba calmar a un Toby cada vez más inquieto—. ¿Qué reglamento deberán obedecer de aquí en adelante?
Gwyneth, concentrada en el hijo que se retorcía y no en las ordenanzas de los canteros, hizo ademán de levantarse y coger a Toby, pero Alysoun la hizo volver al asiento.
—Siéntate, mamá. Durante un rato estará bien conmigo. Confía en mí y descansa mientras puedas. —Calmaba a Toby, cantándole con voz suave a la vez que sus manos imitaban los movimientos expertos de Gwyneth sobre sus miembros en permanente movimiento.
—Según recuerdo, hubo ocho puntos en los que acordamos —dijo Henry, mirando a su mujer—. Respecto a la disputa actual se decidió que el trabajo no proseguiría en las grandes festividades y que podría continuar solo hasta el mediodía en los días de fiestas menores.
—¿Y los salarios de los días de fiestas menores? —preguntó Alysoun—. ¿Simon tendrá libertad de pagar más? Silencio, hermanito. Silencio, Toby.
Aunque Toby se agitaba inquieto, Gwyneth no quería cogerlo para no herir los sentimientos de Alysoun.
—No. Los jornales deben ser como antes, y no habrá pago adicional por ningún día. Ningún maestro deberá pagar más que otro. En este sentido, al menos, entraron en la ley de la tierra.
La atención de Alysoun estaba mitad en su marido y mitad en el chico que se retorcía en su falda.
—¿Y las demás ordenanzas?
Su pregunta terminó con un aullido de Toby que casi hizo que cayera. Gwyneth dejó de un salto su lugar, extendiendo las manos hacia él mientras Alysoun cogía la figura rígida del chico sosteniéndolo por debajo de los brazos y apoyando las rodillas en su espalda. Toby, al ver que su madre se acercaba lanzó los brazos arriba, provocando otro espasmo que lo habría hecho volar hacia atrás si Alysoun no lo hubiera sostenido con sus piernas. Se quedó así, con los brazos levantados, la cabeza inclinada muy atrás de modo que el ojo sin tapar miraba a Gwyneth, y por espacio de dos o tres segundos, se pareció a un niño normal de pie que buscaba a su madre. Extendió las manos e hizo ademán de moverse, levantando un pie como si quisiera caminar hacia ella. Pero cuando aquel pie se levantó del suelo, entonces la otra pierna se arrugó debajo de él y habría caído si Alysoun no lo tuviera aún cogido. Gwyneth se agachó y lo levantó en sus brazos, con el corazón galopando como el caballo del mensajero de la victoria.
—¿Lo viste? —preguntó, los ojos fijos en Alysoun—. ¿Viste cómo se puso de pie e intentó caminar? —Sus ojos brillaban de triunfo y alegría—. ¡Intentó caminar! Ahora Simon deberá ver. —Clavó la mirada en Alysoun, mientras sostenía con los brazos el cuerpo rígido de Toby—. Las cosas serán diferentes desde ahora, ya lo verás.